viernes, 8 de febrero de 2008

Debate sobre la Violencia Revolucionaria

Trazos personales y bosquejo sobre la “Violencia Revolucionaria”

Miguel Giménez Igualada les escribía esta misiva a un amigo escritor: «Tú alcanzaste en la vida a ser un “obrero metalúrgico”, pero yo no logré ni aun eso, porque fui un hombre sin oficio ni beneficio, viéndome precisado por ello a hacer de todo en la vida, desde vender puntillas por las calles (rendas les llaman en Portugal), a oficiar de charlatán en la puerta de un cine de feria, y desde chofer de taxi en una gran ciudad hasta encargado de cultivos en un Ingenio Azucarero. Una vez crié gallinas; otra, cerdos. y durante un tiempo fui hortelano. Sé, pues, el sabor que tiene la tierra y el que tienen los hombres. No pocas veces dormí debajo de un banco de una plaza o me refugié en algún portal abierto; nunca me acerqué a un asilo, prefiriendo taparme con la luz de las estrellas a revolcarme en la sordidez de una cama de todos. En esa universidad, en la que tuve muchos y variados maestros, me hice hombre.
[...]

En medio de ese mundo que pintas magistralmente, te tocó vivir, y lo realmente apreciable es que te salvaras, que te mantuvieras hombre. No vencido al mal, porque al mal no se le vence con fierezas; pero no te pervertiste, pues podías haber muerto para el bien y, sin embargo, te mantuviste en la bondad, buscando, todavía hoy, anheloso, más luz para tu mente y más bondad para tu corazón.

«Te sería utilísimo -y perdona que te diga estas cosas- que hicieras una rememoración de hechos, de tus hechos, de tu vida, y no releyendo lo que escribiste, sino yendo más a lo hondo; pasando revista mental a todo cuanto sentiste -yo hago eso con mucha frecuencia- para saber qué fue lo que te movió a ejecutar tal o cual acto, pero también, y ello es muy importante, cuáles fueron sus resultados. Si lo hicieras, encontrarías en tu vida lagunas morales que vas llenando ahora con tierra fértil, quiero decir, con sentimientos nobles y humanos que en ciertos momentos te faltaron, comprobando que cuando amaste, te amaron, y que cuando odiaste, te odiaron. Tus remembranzas de amores gustados en medio de la tormenta, te traen hoy a los labios agridulces sabores, que no dejas de gustar con fruición; las de los odios, te llenan el corazón de desconsuelos. Luego es verdad que el bien es lo que vale, lo único que tiene moral por ser también lo único con sentido humano. Lo demás, que fue tormenta de odios, el remolino de odios en que te viste envuelto se lo llevó, quedando solo jirones de ideologías que unos tras otros fueron pisoteando.»No salvaste a nadie, piénsalo bien, y no hablo, tú lo comprendes, del que se está ahogando y se le tiende una mano, labor humana que todos o casi todos hacen; no, no salvaste a nadie, y menos a un pueblo. Los salvadores, si alguna vez existieron, se acabaron. Hubo, según nos dicen, un Salvador y lo crucificaron, que es lo que pudo haberte sucedido a ti, y cuando el Salvador murió, los hombres no salvados, continuaron su vida azarosa en infraterna. Yo creo que no podemos, ni nosotros ni los que vengan, pasar a nado estos encrespados mares sociales, echándonos a hombros a todos los millares y millones de seres que se están ahogando por no saber nadar, y si, empecinados, tratásemos de hacerlo, sucumbiríamos, pues ni con las revueltas olas del mar ni con las enloquecidas olas humanas se puede jugar, porque todas absorben, destrozan, ahogan. A lo más que podemos llegar, si somos nadadores, es enseñar a nadar a los que no saben. Y aun eso, solamente a unos cuantos, a los que están más cerca de nosotros, pues ni nuestra palabra, ni nuestra enseñanza alcanza a los lejanos.

«Por eso, si tomaras como guía a nuestra razón, esta nos dice que las ideologías, que no son vida, sino lucubraciones de torpes ideólogos ajenos engañan cuando nos hablan, sollozando o maldiciendo, de los dolores que debemos aplacar, y de los niños hambrientos que tenemos que alimentar, y de los fallos justos que nos es obligado pronunciar, y nos engañan porque no podemos ser los redentores de la humanidad. Si nos adjudicamos el papel de médicos del mundo, fracasaremos por imposibilidad de que la receta que le demos cure de sus males a las criaturas que llenan el planeta. Y el fracaso sería más sensible, porque si los que nos escucharan, nos tomaran por impostores al no cumplir lo que les prometimos, nosotros nos descorazonaríamos de tal modo que llegaríamos a acusarnos de impotencia y hasta de falsedad, apoderándonos de nosotros tal desconsuelo que nos hiciese desembocar en la misantropía, terminando por odiar a los que dijimos y quisimos amar, por lo que nos inutilizaríamos para toda acción noble. A aquella acción podríamos llamarla torpeza, pues torpe es el que por inhabilidad no cumple lo que prometió y se propuso; pero a la nuestra, a la propia y personal, deberíamos llamarla criminal, porque nos suicidaríamos moralmente ¡para siempre!, o volveríamos a caer en la ferocidad guerrera, que sería otro suicidio. (Tus quejas acerca de los muertos morales que te vas encontrando por todas partes, prueban mi aserto).

«No, no podemos, por mucho que lo deseemos, salvar a los hombres, y ese anarquismo salvador, o mesiánico, que pregonan unos cuantos enloquecidos revolucionarios, está condenado al más estrepitoso fracaso. Y lo están por dos fundamentalísimos motivos: primero, porque a ese que le llaman anarquismo, no lo es, y lo no humano no engendra criaturas humanas ni actos de humanidad; segundo, porque con la violencia se mata, pero no se educa. Porque si no es verdad que “la letra con sangre entra”, tampoco lo es que las ideas entran en los cerebros a martillazos o a bombazos.

«Pero si no podemos salvar a la humanidad, si podemos salvarnos nosotros, que somos parte de la humanidad. Y nos salvaremos en cuanto, por abandono de ideas redentoras que se nos fueron pegando por los caminos que transitamos, ya lavadas y limpias nuestras conciencias del polvo mesiánico, nos dediquemos a cuidar las que, virginales y puras, nacen en nosotros. A cuidarlas y a mejorarlas y hasta engalanarlas.

«Cuando contemplo el mundo, este mundo de redentores, me sacude un escalofrío, porque siendo como es cada redentor un fanático, y el fanático sufre de perversión del juicio, todos pervierten sus propios sentimientos, y, al convertirse en legisladores, todos nos dictan sus leyes. Ahora bien, la ley exige que haya verdugos que obliguen a cumplirla, regla de la que no escapa el revolucionario que, una vez triunfador, dicta su pavorosa ley y nombra a sus terribles verdugos para hacerla cumplir. Esto nos explica por qué el mesiánico legislador y fanático sea violento; sufre trastornos de su razón, y la falta de razonamiento sereno, le lleva a la locura, obrando sin conciencia por incapacidad de concebir al hombre libertado de la idea mesiánica, y quien no concibe al hombre libre, no puede amarlo; le falta la idea y el sentimiento de hermandad. Es decir, por no razonar cae en el absurdo. Y absurdo es que el hombre que se llama anarquista trate de imponer su ley a otros. Y eso le sucede a él y a los demás atacados de mesianismo porque el fanático no se pertenece, no es él, sometido como se halla a una idea a causa redentora, en cuyo nombre obra. Y es que un fanático, aunque nos llame compañero, no es un hombre completo, un hombre cabal; es un enfermo. Tenemos, pues, que curarlo. La labor, nuestra labor anárquica, es por consiguiente, de desfanatización, que será tanto como de individualización, porque tanto como lo colectivo es violento por rebañego, lo individuado es libre y bondadoso. Por algo dijo aquel hombre maravilloso que fue Eliseo Reclus: “Si ha penetrado bastante el individualismo en los corazones, el próximo movimiento moral ya no podrá ser sofisticado. Trabajad, pues, hijos míos, en despertar lo más posible las conciencias individuales. La salvación se halla en las conciencias autónomas. Y como solo el anarquista el que lo es y lo siente puede penetrar en lo más hondo de los sentimientos humanos, porque nadie como él puede poner su corazón a tono con los corazones de los hombres, solo a él le corresponde esa labor de curación. Pero, ¿qué herramienta deberá llevar en las manos para no lastimar a los enfermos? La bondad. Y si no fuera bastante con ella, la dulzura, que es la llave que abre corazones. (Lo dicho te explicará y lo porvenir te irá diciendo por qué sin ser yo un escritor profesional escribo libros que regalo a los hombres).

«Si bien fijamos -y esto lo digo contestando a lo que dices que no nos permiten “desarrollar nuestra obra bondadosa”- veremos que nadie o casi nadie nos prohíbe hacer bien a nuestro prójimo. Lo que sucede es que “nuestro bien” lo hacemos a gritos, no pocas veces con escándalo y hasta con explosiones de bombas, y a eso no solo le temen los gobernantes, sino los prójimos tímidos y amables, por lo que estorbamos a los que tienen el poder en sus manos y a los que a sí mismo se llaman tranquilos ciudadanos. No, no, no es buena nuestra obra bondadosa, porque no debemos molestar a quienes desean vivir en paz, y toda obra, para que sea bondadosa, debe hacerse en bondad.

«Podría suceder, sí, como supones, que “desapareciéramos del mundo” por exterminio de nuestras personas, pero no desapareciéramos por ser buenos, tenlo por bien seguro, sino por ser duros, ya que se nos enfrentará una dureza más dura que la nuestra, o sea que por ser guerreros y declararnos en permanente guerra, nos aniquilarán otros guerreros que sean más duros y estén mejor pertrechados que nosotros.

«Si pensáramos bien y pensar es la función humana por excelencia veríamos con calma que andamos extraviados por el mundo, y que por no ser anarquista nuestra actitud, dura y guerrera, necesitamos cambiar en bondad efectiva la bondad pregonada, porque no solo nuestra palabra hablada, que no pocas veces es insultante y grosera, sino nuestra palabra escrita, que parece atacada de beocia y de beodia, causa estragos morales en las personas sensibles a las que les decimos quererlas redimir.

«He leído estos días una especie de balance que hace un grupo que se dice anarquista internacional y revolucionario, quejándose sus componentes de estar solos o casi solos, pues los viejos se mueren y los jóvenes no llegan. Y... confieso que no he sabido si sentirlo o alegrarme, sintiéndolo un poco porque se va perdiendo el nombre del anarquista, amigo del respeto, de la libertad y de la belleza, y alegrándome otro poco porque con ese ostracismo se entierra la idea de un anarquismo terrorista que asusta a las gentes. Sí, sí, no sé si sentirlo o alegrarme; pero al decirme a mí mismo que el terrorismo no fue nunca anarquista, me repliego en mí y me uno a las personas nobles y pacíficas que componen mi familia amorosa, con la que vivo en perfecta armonía.

»También, y en otra publicación que se apellida anarquista, acabo de leer una incitación al atentado personal, que fue la obra de los nihilistas rusos, en la que todos perecieron, lamentándose estos de ahora de que no aparezcan hombres de la talla de los que por aquello de “a rey muerto, rey puesto”, al morir Dato quedó Maura, que fue el que hizo la terrible represión llamada de la Semana Trágica de Barcelona, por la que murió Ferrer y yo, más modesto, perdí mi plaza de telegrafista al tener que expatriarme a Francia. ¡Y tenía veinte años!

«Porque la obsesión revolucionaria es fanática, los anarcosindicalistas españoles enviaban a los jóvenes a los cuarteles creyendo que podrían conquistar a los soldados para que se levantaran en armas contra los oficiales, resultando que como la inexperiencia de los jóvenes les hacía cometer actos de indisciplina que las ordenanzas castigaban, terminaban todos o casi todos en los regimientos de guarnición en África, donde no pocos se quedaron para siempre. La gran equivocación de los revolucionarios consistía en meter a los jóvenes en la boca del lobo, porque el lobo los devoraba.

«Pero... todavía recuerdo con cierto horror el atentado del Diana, en Italia. Estaba Malatesta preso, y para protestar él mismo contra su detención se había declarado en huelga de hambre. Las publicaciones anarquistas pintaban con negras tintas los sufrimientos del viejo luchador, diciendo que estaba a punto de morir, y un grupo de jóvenes fanáticos, algunos de dieciséis años, enardecidos, dispuso tirar una bomba en el teatro Diana en plena representación. Los muertos fueron muchos, la protesta mundial escandalosa, y Malatesta, que también al parecer se horrorizó, dio por terminada su huelga de hambre en solidaridad con las víctimas del atentado, sin pensar que las verdaderas víctimas habían sido aquellas criaturas en cuyas manos algún fanático revolucionario había puesto una bomba de dinamita.

«En edades pasadas, la violencia de uno contra todos cumplió su misión; pero estábamos llegando a una etapa en que la solidaridad parecía ser la consecución de la finalidad humana. Y ahora, de pronto, como si la humanidad hubiera sido atacada de locura, se suceden los atentados personales de uno a otro polo, como si el furor fuera una manifestación de alta moral, por lo que el hombre enfurecido hubiera declarado sus enemigos a las demás criaturas del planeta [...]»



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LA ACCIÓN INDIVIDUAL
(Por Manuel González Prada)

El prejuicio contra la Anarquía sigue tan arraigado que muchos abrigan ideas anárquicas sin atreverse a confesarlo: tienen miedo de llamarse anarquistas, se asustan con el nombre. Algunos hechos aislados (explicables por la reacción violenta del individuo contra la injusticia social) bastaron no sólo para infundir horror hacia los anarquistas sino para condenar sin apelación las doctrinas anárquicas.

Y ¿qué importaría si los terribles hechos aislados se repitieran a menudo? Probarían únicamente el agravamiento, la intensificación de las iniquidades colectivas. Donde se recurre a la violencia, ahí la opresión y la arbitrariedad llegaron a su máximum, haciendo sobrepasar los límites del sufrimiento humano: hablan el revólver y el puñal, cuando no se dejan oír la razón ni la justicia. Pero gentes que aprueban o disculpan la ejecución legal o parlamentaria de un Carlos I y de un Luis XVI condenan el ajusticiamiento de un Enrique III por Clément y de un Enrique IV por Ravaillac. Y tal vez Luis XVI y Carlos I fueron menos justiciables que el asesino de Guise y el perjuro-sátiro de Saint Denis.

La acción individual o propaganda por el hecho irrita hoy a conservadores y burgueses, como sublevó ayer a los monarcas la justificación del tiranicidio. Y no sólo se irritan ellos. Parodiando a Pascal, a Quinet y a Michelet, muchos liberales, masones y librepensadores (generalmente los más vulgares) reservan los furibundos rayos de su cólera para fulminar a la Compañía de Jesús: toleran al dominico, al mercedario, al agustino, al franciscano: no perdonan al jesuita. El miembro de la Compañía les saca de tino: el color rojo no enfurece más al toro ni al pavo. Y ¿por qué? Porque algunos jesuitas preconizaron el tiranicidio; y afirmamos algunos porque no todos pensaron como el padre Mariana. Esos liberales, esos masones y esos librepensadores defienden la causa de los reyes, son regalistas, se erigen en abogados del imperium. Admitiendo que al mal rey se le puede y hasta se le debe matar, se despoja a los monarcas de su carácter sagrado y se da el golpe de gracia a la doctrina del derecho divino. Se anula una tradición venerada por paganos, judíos, y cristianos. Hesíodo afirma con la ingenuidad del hombre antiguo que "los reyes vienen de Zeus", y San Pablo (quien probablemente no había leído a Hesíodo) enseña que "toda potestad viene de Dios", y no sólo viene de Dios, sino sólo a Dios debe rendir cuenta de sus actos. Ya no cabe afirmar que el monarca sea únicamente responsable ante la Divinidad: el súbdito se interpone, erigiéndose en acusador, juez y ejecutor de la sentencia. De ahí que, no los pueblos sino los reyes, se confabularan y suprimieran la Compañía de Jesús.

Cierto, la sangre nos horroriza; pero si ha de verterse alguna, que se vierta la del malvado. Quién sabe si para una justicia menos estrecha que la justicia humana sea mayor crimen herir un animal benéfico que suprimir a un mal hombre. Tal vez podamos afirmar con razón: antes que verter la sangre de la paloma o del cordero, derramar la del tirano. ¿Por qué vacilar en declararlo? Hay sangres que no manchan. Manos incólumes, manos dignas de ser estrechadas por los hombres honrados, las que nos libran de tiranos y tiranuelos. Herir al culpable, solamente a él, sin sacrificar inocentes, realizaría el ideal de la propaganda por el hecho. Los Angiolillo, los Bresci, los matadores del gran duque Sergio y los ejecutores del rey Manuel nos merecen más simpatía que Ravachol, Emile Henry y Morral.

Un prejuicio inveterado nos induce a execrar la supresión del tirano por medio del revólver, el puñal o la dinamita y a no condenar el derrocamiento de ese mismo tirano merced a una revolución devastadora y sangrienta. Quiere decir: el tirano puede asesinar al pueblo, mas el pueblo no debe matar al tirano. Así no pensaban los antiguos al glorificar al tiranicida.

Cuando la organización de los pretorianos hace imposible todo levantamiento popular, cuando el solo medio de acabar con la tiranía es eliminar al tirano, ¿se le debe suprimir o se ha de soportar indefinidamente la opresión ignominiosa y brutal? ¿Vale tanto la vida del que no sabe respetar las ajenas? Verdad, "el hombre debe ser sagrado para el hombre"; mas, que los déspotas den el ejemplo.

Cuando el tiranicidio implica el término de un régimen degradante y el ahorro de muchas vidas, su perpetración entra en el número de los actos laudables y benéficos, hasta merece llamarse una manifestación sublime de la bien entendida caridad cristiana. Si un Francia, un Rosas, un García Moreno y un Porfirio Díaz hubieran sido eliminados al iniciar sus dictaduras, ¡Cuántos dolores y cuántos crímenes se habrían ahorrado el Paraguay, la Argentina, el Ecuador y México! Hay países donde no basta el simple derrocamiento: en las repúblicas hispanoamericanas el mandón o tiranuelo derrocado suele recuperar el solio o pesar sobre la nación unos veinte y hasta treinta años, convirtiéndose en profesional de la revolución y quién sabe si en reivindicador de las libertades públicas. Al haber tenido su justiciero cada mandón hispanoamericano, no habríamos visto desfilar en nuestra historia la repugnante serie de soldadotes o soldadillos, más o menos burdos y más o menos bárbaros. El excesivo respeto a la vida de gobernantes criminales nos puede convertir en enemigos del pueblo.

Si se da muerte a un perro hidrófobo y a un felino escapado de su jaula, ¿por qué no suprimir al tirano tan amenazador y terrible como el felino y el perro? Ser hombre no consiste en llevar figura humana, sino en abrigar sentimientos de conmiseración y justicia. Hombre con instintos de gorila no es hombre sino gorila. Al matarle no se comete homicidio. Montalvo, ajeno a toda hipocresía, dijo con la mayor franqueza: "La vida de un tiranuelo ruin, sin antecedentes ni virtudes, la vida de uno que engulle carne humana por instinto, sin razón, y quizá sin conocimiento... no vale nada. . ., se le puede matar como se mata un tigre, una culebra". Blanco-Fombona, después de constatar lo inútil de las revoluciones y guerras civiles en Venezuela, escribe con una sinceridad digna de todo encarecimiento: “¿Quiere decir que debemos cruzarnos de brazos ante los desbordamientos del despotismo o llorar como mujeres la infausta suerte? No. Quiere decir que debemos abandonar los viejos métodos, que debemos ser de nuestro tiempo, que debemos darnos cuenta de que la dinamita existe. El tiranicidio debe sustituir a la revolución... Que se concrete, que se personifique el castigo en los culpables. Esa es la equidad. Prender la guerra civil para derrocar a un dictador vale como pegar fuego a un palacio para matar un ratón” (Judas Capitolino. Prólogo).

Y lo dicho en el orden político debe aplicarse al orden social. Hay monopolios tan abominables como las dictaduras pretorianas; viven pacíficos millonarios tan aleves y homicidas como el Zar y el Sultán. Los organizadores de los grandes trusts americanos, los reyes del petróleo, del maíz o del acero, no han causado menos víctimas ni hecho derramar menos lágrimas que un Nicolás II y un Abdul-Hamid. La Humanidad gime no sólo en las estepas de Rusia y en las montañas de Armenia. Existe algo peor que el knut del cosaco y el sable del bachi-buzuk. La pluma del negociante --esa ligerísima pluma que apenas se deja oír al correr por el libro de cuentas-- sabe producir las resonancias del trueno y derribar murallas como las trompetas de Jericó.

Un patrón en su fábrica suele ser un reyezuelo con sus ministros, sus aduladores, sus espías, sus lacayos y sus favoritas. No gasta dinero en pretorianos ni gendarmes, que dispone de la fuerza pública para sofocar las huelgas y reducir a los rebeldes. Aunque no tenga ojos para ver el harapo de las mujeres ni oídos para escuchar el lamento de los niños, merece consideración, respeto y obediencia. Como el sacerdote y el soldado, representa uno de los puntales de la sociedad. Es persona sagrada, que al derecho divino de los reyes sucede el derecho divino de los patrones.

Se argüirá, tal vez, que el verdadero anarquista debe ceñirse a vulgarizar pacíficamente sus ideas, que tratar de imponerlas a una sociedad burguesa vale tanto como decretar el librepensamiento a una comunidad de monjes. Verdad; no se trata de imponer convicciones sino de oponer hechos a hechos: la sociedad capitalista se reduce a un hecho basado en la fuerza, y por la fuerza tiene que ser derrumbada. El creer o morir de católicos y mahometanos se muda en el dejar la presa o la vida. Para escarmentar a un agresor no se necesita obligarle antes a reconocer lo injusto de la agresión. Y ¿qué se realiza en la sociedad sino una agresión latente de los poseedores contra los desposeídos?

La Humanidad no sacrifica el interés a la convicción sino en rarísimos casos. No basta que las ideas hayan arraigado en el cerebro para la consumación de un cambio radical. Los hombres suelen poseer dos convicciones: una para el fuero interno, otra para la vida exterior. Pascal mismo, el formidable enemigo de los Jesuitas, habla como un Láinez o un Loyola cuando dice: "Il faut avoir une pensée de derrière, et juger de tout par là, en parlant cependant comme le peuple" (Pensées, XXIV-91). El mundo occidental pregona hoy su cristianismo; pero ¿cuántos viven cristianamente? Así la anarquía puede estar en los labios y hasta en los cerebros sin haberse convertido en norma de vida. Llegará el momento de apelar a la fuerza: los actos individuales y sangrientos se reducen a preludios de la gran lucha colectiva.

Mas apruébese o repruébese el acto violento, no se dejará de reconocer generosidad y heroísmo en los propagandistas por el hecho, en los vengadores que ofrendan su vida para castigar ultrajes y daños no sufridos por ellos. Hieren sin odio personal hacia la víctima, por sólo el amor a la justicia, con la seguridad de morir en el patíbulo. Acaso yerran; y ¿qué importa? El mérito del sacrificio no estriba en la verdad de la convicción. Los que de buena fe siguieron un error, sacrificándose por la mentira de la patria o por la mentira de la religión, forman hoy la pléyade gloriosa de los héroes y los santos.

Los grandes vengadores de hoy, ¿no serán los cristos de mañana?
















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