miércoles, 12 de marzo de 2008

La Desolación


La Desolación
O la Filantropía del Misántropo
(por Teresa Azotacalles
)

“Lejos de ser depravadas criaturas de bajos instintos, son en realidad seres super sensibles incapaces de resistir las grandes presiones sociales. Esto les lleva a expresarse de forma violenta, incluso con el sacrificio de sus propias vidas, porque no pueden ser testigos indolentes de la miseria y el sufrimiento de su prójimo. Por tales actos se debe culpar a aquellos que son responsables de las injusticias y la inhumanidad que domina el mundo”.
Emma Goldman


El hombre desplomaba su cuerpo sobre la cama, como náufrago, agotado, sobre un madero. A veces se sentía levitar; otras creía ser tragado por los muelles de su colchón. Aún incrustando su cabeza en la almohada podía oír los vítores, más allá de la ventana, en la calle. ¿Qué sería esta vez, una fiesta tradicional, un desfile militar, una procesión religiosa, o un evento político? Seguramente habría oído algo en el trabajo -si hubiera prestado más atención-, quizás ya no se acordaba ¿Acaso había ido hoy? Cómo no, era la misma dinámica, calcada diariamente, durante los últimos tres meses. De lo contrario ya le hubieran pedido que desalojara su habitación, pues, evidentemente, eran más de las 12:00 del mediodía, casi de noche, y pocas son las pensiones en las que no se te molesta, si no has pagado, y ya se ha cumplido esa fatídica hora.


Posiblemente no lo retenga en su cabeza ¿acaso fue distinto el día de ayer del resto?, ¿acaso si extrapolara este día por cualquier otro hallaría un cambio sustancial? La vida se repetía, como la música de un destartalado joyero, esos de plástico con espejitos quebradizos. De pequeño, mirar esas cajitas le entretenía, pero también le inquietaba. Él, grande, con vello sobre su lívida y amarillenta piel, con una hirsuta barba sobre su rostro macilento ¿había cambiado algo con respecto a su infancia?, ¿había madurado desde entonces? No. Había tenido más decepciones, pero no sabía más, no había llegado a comprender su entorno, y se seguía sintiendo un pelele, inerme, arrastrado por la deriva de los acontecimientos… su edad adulta no le había convertido en dueño de sí mismo.


No guardaba con especial interés sus recuerdos menos remotos; su mañana, su tarde y sus madrugadas, eran relativas; su pasado, su presente y su futuro no eran más que inventos. El futuro acababa de cumplirse, y no era demasiado halagüeño, el presente era, de forma instantánea, pasado, y el pasado, era tan solo un mal sueño. Le costaba tanto retenerlo, consérvalo en su cabeza, que había accedido a convertirlo todo en olvido.


Angustiado, decidió abrir la ventana y mirar, quizás -intentaba convencerse a sí mismo- la algarabía de la gente le estimularía, le contagiaría y llegaría a “alegrarse”. Pero no fue así… todo el mundo marchaba en una misma dirección, y aún a pesar de tener distintos volúmenes, todos le parecían la misma persona. Desfilaban, saltando y brincando, felices, despreocupados, posiblemente celebraran el resultado de las elecciones, sí, creyó recordar que eran hoy… y se le antojaron una “masa” sumamente imbécil. Pero entre la multitud un destello de luz, alguien marchaba en dirección contraria, no brincaba no saltaba, no parecía insustancialmente contento, sus ropas carecían de colorido, y sin embargo, resplandecía. La gente pasaba a su lado fingiendo que no lo veían, o quizás no lo vieran realmente; o lo ignoraban o les resultaba invisible. A aquel individuo no le interesaban las elecciones, ni el resultado, ni los parlamentos, ni los presidentes, alguien se fijó en él, vio su mano tendida, y después de echarle una severa mirada a su aspecto, a su ropa y a su oscura piel, se atrevió a increparle. El hombre, aquel que miraba por la ventana, no quería disimularlo, sentía odio.


Frustrado volvió a su cama, mil ideas, como un ciclón, volaron por su cabeza. Las fibras de su mente, su cerebro quedaba atormentado, mortificado… desearía que todas esas personas desaparecieran, que todos saltaran por los aires, quedarse solo en el mundo, acompañado únicamente por los que conocen el “sufrimiento”. Cualquiera se reiría de él si contara tales disparates, si mañana, mientras descargara un bloque tras otro, se atreviera a contarle esto a algún compañero, lo llamarían loco. Y quizás lo estuviera, si no ¿por qué el resto de la gente no parecía sufrir por las cosas que les rodeaban?, ¿por qué los demás aceptaban, contentos o resignados, el mundo en el que vivían? Todo el mundo sabía llorar cuando era pertinente hacerlo, todo el mundo expresaba su dolor cuando las noticias, por ejemplo, insistían en que se hiciera. Ante un accidente multitudinario, o algún desaparecido, la gente lloraba, era lógico, pero algo le asustaba ¿por qué en menos de un minuto, cuando el color de los informativos cambiaban, esas mismas apenadas almas, se ponían a reír?, ¿por qué nadie sufría ante las tragedias cotidianas?, ¿acaso alguien lloraría si ese hombre, el que tendía su mano en las calles, muriera esta misma noche?.


Las personas respiraban, pero eran cadáveres, su sensibilidad estaba muerta. O quizás, todo esto fueran tonterías, tal vez era él el equivocado, su vida, su manera de pensar, de comportarse, todo era anómalo, estrafalario, no sería su fobia a lo convencional lo que lo convertía en “loco”. Pero, un momento ¿Qué es más desquiciado, aceptar el mundo tal como es o impugnarlo?, ¿Cuándo las ovejas van al matadero, son locas la que lo asumen resignadas, o al contrario esa pequeña minoría que gime y cocea?, quizás, en este mundo, la locura fuera un signo de lucidez.


Pero y sus pulsiones “destructivas”, esas que no tenían explicación, podía bucear en su trabajo asfixiante, en su familia, ligada solo por lazos de interés y costumbre, pero no de afecto, quizás en su infancia, llena de carencias y complejos. Pero no quería ponerse freudiano, mucha otra gente sufre lo mismo, y nadie desea acabar con el mundo que le rodea, pero entonces volvemos a las ovejas, todas comparten igual destino y muy pocas se revelan contra el mismo. Entonces ¿no era el medio el que lo había hecho así? Quizás él ya era así, él eligió ser así, el medio no hizo más que obligarle a canalizarlo de una manera diametralmente distintita… Él podía ser sensible pero ¿acaso, en un medio propicio, su sensibilidad no hubiera ido por otros derroteros?, él podía ser propenso a la melancolía ¿pero acaso en otra situación esa melancolía no podía haberlo convertido en, por ejemplo, un artista? Él no aguantaba presenciar injusticias pero ¿acaso si dispusiera de otras herramientas para construir y modificar lo “feo”, no podía prescindir de sus pulsiones devastadoras, no podría saciar su apetito destructivo?.


Evidentemente todos sentimos y somos de formas distintas, pero el medio que nos rodea es el mismo, aunque se manifiesta de distintas maneras, y es esa alquimia, esa relación entre nuestra particular forma de sentir, la construcción de nosotros mismos, y las fuerzas que emplea el medio para modificarnos, para hacer mella en nosotros, la que determina que nuestra particularidad pueda construirse -si nos libramos del lastre externo- o se destruya -si el medio consigue crearnos a su imagen y semejanza-… sin embargo, el individuo persiste, si el medio lo merma, él se regenera.


El hombre discurrió, mirar sus papeles, sus libros y folletos le tranquilizaba, a veces, le irritaba. Todo parecía tan sencillo en ellos, “un día las arbitrariedades se acabarán, y esta era de oscuridad y dolor será sustituida por una de luz y amor”, todos decían, al unísono, algo parecido. Era como el credo cristiano, el “paraíso en la tierra”, y él se desesperaba porque nunca lo veía. A veces la angustia, la inmovilidad, el no poder hacer nada, le producía nauseas y fuertes dolores de cabeza, otras, esas palabras, tan gráficas, y bien documentadas, le servían de bálsamo… pero con el paso de los años cada vez se producía más lo primero, y menos lo segundo.


Miró la cazuela sobre su mesa, envuelta en cinta aislante, había clavos alrededor… sí, él odiaba a la gente, a esos borregos sumisos y dóciles, pero no quería hacerles daño, a su vez, los amaba. Él los exculpaba, él no los responsabilizaba, él los sabía tan ingenuos y engañados como sus padres, como sus amigos, como él mismo ¿O acaso el credo revolucionario le había convertido en un “iluminado”?


Cuando encuentras una idea que justifica y explica el mundo y todos sus fenómenos, esa idea te es válida, te resulta útil, te proporciona solución para todo… pero solo mientras se manifieste como una hipótesis. Cuando discutes, cuando dirimes los efectos de tal o cual causa, cuando intentas interpretar o analizar tu entorno, te resulta utilísima, pero, únicamente, si no te molestas en trascenderla de tal tarea. Así, existen pléyades de personas, jóvenes y ancianos, que anexionados a una idea, tan solo porque esta está teñida de “rojo”, son felices pues les reporta un conocimiento que los demás no tienen, les sitúa en un altar de superioridad del que nunca están obligados a bajar, pues eso es lo bueno de toda teoría, mientras sea solo teoría será válida.


El problema viene cuando hay hambre de “hechos”, cuando la teoría no nos sirve como “pasatiempo”, cuando no es un entretenimiento “burgués”, cuando cambiar el mundo es cuestión de vida o muerte, cuando es la única forma de saciar necesidades, de satisfacer fisiologías, cuando el que habla vive acuciado por el dolor y la angustia, cuando no sabe sobre que techo dormirá mañana, cuando su derecho a alimentarse peligra, cuando piensa en la revolución como la posibilidad de poder vivir. Es entonces, cuando la vida es insoportable, y las condiciones materiales insuficientes, la sensibilidad esta flor de piel, y la angustia es agobiante, cuando las teorías no nos sirven de nada.


El hombre llegó a comprender tales cosas, no quería palabras, tampoco quería lanzar su furia contra los que como él eran títeres, víctimas del demiurgo de turno, pero ¿qué hacer cuando no se quiere ser ni presa ni predador?... se asomó una última vez a la ventana, su cerebro se asentó, una especie de descarga eléctrica recorrió sus terminaciones nerviosas, era como un relámpago que atravesaba su ser. Había un sujeto, enclenque, insultantemente satisfecho, encorbatado. A su alrededor una grey de aduladores, devotos, acólitos, esbirros, profesionales de la humillación, en definitiva, pobre, y posiblemente, buena gente… el sujeto era adorado como un dios, un nuevo “becerro de oro”, esos que merecen el epíteto de “personas muy importantes”, en un coche descubierto, escoltado por numerosos lacayos.


El hombre cerró la ventana, corrió las cortinas, cogió su cazuela, por primera vez se dibujaba en su rostro algo parecido a una sonrisa. Lo pensó mejor y no se molestó en cerrar la puerta, no le haría daño a nadie, a ningún inocente. No quería matar borregos; era hora de acabar con el lobo… desde luego, mañana no iría a trabajar.

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