Congreso Rojo
(Semblanza del Congreso Nacional de la CNT, celebrado en el Teatro de la Comedia de Madrid el 10 de Diciembre de 1917, glosado por la pluma de Ángel Samblancat)
Las cosas no son del color del cristal o del ojo con que se miran, como dijo el poeta, sino del color con que ellas mismas se tiñen y se pintan. Lo mismo los hombres. El mundo, que a pesar de ser obra de Dios, es completamente insustancial, no tiene color. Abajo predomina el verde; arriba, el gris, esto es, el color de la rata, el color de la panza de burro. En la tierra, sin duda, hizo el Creador que superabundara el verde, porque quiso que en ella prevalecieran las bestias. Los hombres tampoco tienen color o individualidad. Casi todos son multitud, reata, recua o ácroma. Casi todos son de color de tripa de rata o de forro de gorra. Casi todos nuestros semejantes no son más que un esperpento de sastrería: ni fu, ni fa; ni limoná, ni chicha; ni leche, ni café. Y más pardas y cenizosas son las asambleas. Hay pocos hombres que conozcan las palabras áureas, las palabras sangrientas y que tallen y tajen al hablar. Y muchas veces sucede que esos hombres hachas, que esos hombres guillotinas devienen en las asambleas una pulverencia más, una gota de la balsa más, un ojo del queso más. Pero en este Congreso Rojo de la Comedia no ha ocurrido nada de eso. Era lo que estaba allí, al sol, una ropa lavada muchas veces y ni una sola hilada ha perdido su sólido tinte. Ninguna esencia se ha evaporado. Ninguna individualidad se ha achicado, ni ha disminuido su estatura. Antes bien ha habido muchas que se han agigantado.
El Congreso Rojo, la Cámara de los trabajadores, nada tiene que ver con el otro Congreso, chato, enano, con la otra Cámara de la vagancia, de la charlatanería, de la evanescencia y de los leones sarnosos. A este Congreso de los sindicatos o de los soviets, a este Senado de proletarios, nadie ha venido a borrarse ni a disolverse en la colectividad, ni a frotar su nariz con la del vecino para achatarse todos. El ideal no es hacer del individuo masa, sino dar a la masa personalidad. El Congreso Rojo de los trabajadores ha puesto en ridículo al Congreso gris y chile de los holgazanes. Cuando el uno se cerraba y moría de simpleza, de zoncera y ñoñez, el otro se abría y avivaba el mortecino rescoldo y amontonaba brasas y carbones encendidos sobre las consumidas cenizas. El Congreso Rojo ha celebrado sus sesiones entre sables y cascos de policías, entre dientes apretados y puños cerrados, entre crisis políticas, huelgas, lockouts y amenazas de próximas represiones y estados de guerra asoladores. Pero el soviet de Trabajadores no ha temblado ni se ha estremecido, ni ha respirado con dificultad alguna en el ambiente de intimidación. De los labios han fluido las palabras rojas y de los cerebros las ideas rojas.
Y la bandera roja de la Confederación Nacional del Trabajo ha quedado clavada en el mismo riñón del Madrid cortesano, de las Castillas paradas.
(Semblanza del Congreso Nacional de la CNT, celebrado en el Teatro de la Comedia de Madrid el 10 de Diciembre de 1917, glosado por la pluma de Ángel Samblancat)
Las cosas no son del color del cristal o del ojo con que se miran, como dijo el poeta, sino del color con que ellas mismas se tiñen y se pintan. Lo mismo los hombres. El mundo, que a pesar de ser obra de Dios, es completamente insustancial, no tiene color. Abajo predomina el verde; arriba, el gris, esto es, el color de la rata, el color de la panza de burro. En la tierra, sin duda, hizo el Creador que superabundara el verde, porque quiso que en ella prevalecieran las bestias. Los hombres tampoco tienen color o individualidad. Casi todos son multitud, reata, recua o ácroma. Casi todos son de color de tripa de rata o de forro de gorra. Casi todos nuestros semejantes no son más que un esperpento de sastrería: ni fu, ni fa; ni limoná, ni chicha; ni leche, ni café. Y más pardas y cenizosas son las asambleas. Hay pocos hombres que conozcan las palabras áureas, las palabras sangrientas y que tallen y tajen al hablar. Y muchas veces sucede que esos hombres hachas, que esos hombres guillotinas devienen en las asambleas una pulverencia más, una gota de la balsa más, un ojo del queso más. Pero en este Congreso Rojo de la Comedia no ha ocurrido nada de eso. Era lo que estaba allí, al sol, una ropa lavada muchas veces y ni una sola hilada ha perdido su sólido tinte. Ninguna esencia se ha evaporado. Ninguna individualidad se ha achicado, ni ha disminuido su estatura. Antes bien ha habido muchas que se han agigantado.
El Congreso Rojo, la Cámara de los trabajadores, nada tiene que ver con el otro Congreso, chato, enano, con la otra Cámara de la vagancia, de la charlatanería, de la evanescencia y de los leones sarnosos. A este Congreso de los sindicatos o de los soviets, a este Senado de proletarios, nadie ha venido a borrarse ni a disolverse en la colectividad, ni a frotar su nariz con la del vecino para achatarse todos. El ideal no es hacer del individuo masa, sino dar a la masa personalidad. El Congreso Rojo de los trabajadores ha puesto en ridículo al Congreso gris y chile de los holgazanes. Cuando el uno se cerraba y moría de simpleza, de zoncera y ñoñez, el otro se abría y avivaba el mortecino rescoldo y amontonaba brasas y carbones encendidos sobre las consumidas cenizas. El Congreso Rojo ha celebrado sus sesiones entre sables y cascos de policías, entre dientes apretados y puños cerrados, entre crisis políticas, huelgas, lockouts y amenazas de próximas represiones y estados de guerra asoladores. Pero el soviet de Trabajadores no ha temblado ni se ha estremecido, ni ha respirado con dificultad alguna en el ambiente de intimidación. De los labios han fluido las palabras rojas y de los cerebros las ideas rojas.
Y la bandera roja de la Confederación Nacional del Trabajo ha quedado clavada en el mismo riñón del Madrid cortesano, de las Castillas paradas.
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