jueves, 8 de mayo de 2008

Epílogo

Epílogo
(por Teresa Azotacalles)

El resto de la historia ya la conocéis. Poco más se puede añadir. El cadáver fue encontrado aquella misma mañana, yacía frío y agarrotado. Su piel tenía la temperatura del mármol humedecido, y a pesar de la dureza, recordaba a una pieza de ropa empapada, quizás a una de esas esponjas que conservan el agua, ya helada, después del último baño.

Costó algo quitarle la pistola de su mano izquierda, pero no hizo falta partirle ninguna falange. Su padre lloraba y gritaba desconsolado, la policía se limitaba a reproducir, sin ninguna convicción ni interés, las típicas palabras de consuelo. Sonaban más bien a una exigencia de “decoro”, “constricción” y “saber estar”. Con cierto tono “chulesco” parecían querer decirle: “Ante estas eventualidades hay que saber conservar la honra ¡Mantenga la dignidad, hombre!”.

De tal modo iban repartiéndose sus tareas. Algunos, los que empezaban a sentirse molestos por los sollozos, se pedían entre ellos que sacaran de allí al padre. Otros se dedicaban con una mezcla de curiosidad e indiferencia (sí, aunque parezca una rara combinación, es esto lo que parecen experimentar los oteadores de balcones y ventanas, los que vigilan desde los bancos de los parques y demás, pero no los que se arremolinan y levantan sus cabezas, como los “perros de las praderas”, ante los accidentes o intervenciones policiales, esa categoría es desde luego otra especie de “fauna”, en ellos solo cabe la más descarada “fascinación”), a sacar alguna que otra fotografía, y a mirar al cadáver desde las más distintas posturas, haciendo sus correspondientes anotaciones.

Es muy posible, que la habitualidad de semejantes sucesos desterrara de sus mentes cualquier morboso gusto por la truculencia, sin embargo, es justo reconocer que alguno se deleitó, más de la cuenta, ante la cabeza ensangrentada de la chica.

Su pelo, esparcido sobre su cara, no dejaba verle bien el rostro, algunos coágulos se enredaban en sus cabellos, y les daban un tono aún más oscuro y un aspecto pastoso. Uno de los policías, con paso plomizo, pisó, por descuido, unas de sus manos… tuvo que hacerlo con bastante fuerza pues la mano quedo amoratada, así sería incinerada, pues a los muertos no les desaparecen los hematomas.

Un policía, de fingido aspecto afable, se llevó al padre hasta la entrada. Entre palabras suaves, pero no cálidas, se dedicó a interrogarle con una mezcla de rigurosidad y dejadez (sí, la misma que observamos en muchos funcionarios, y en general en casi todas las personas cuya labor es la de ofrecer un servicio precisamente a otras personas a las que se considera económica y socialmente “inferiores”, es lo que se comprueba ante muchos médicos, empleados de banca, abogados, aunque puede extenderse a cualquier profesión de “atención al publico” en la que el potencial “cliente” aparente ser pobre, siempre se percibe una actitud que raya en el desprecio).

El policía le pidió que volviera a repetir lo que llevaba gritando más de quince minutos, pero esta vez correspondiendo a un tono sosegado y sereno. El padre rompió a llorar aún con más fuerza y rabia. El policía asumió entonces un papel condescendiente, casi “comprensivo”. Le espetó, interrogativamente, que cómo una chica tan joven y guapa podía haberse suicidado.

El padre intentó hilvanar entonces la historia que ya conocéis. Le habló de quienes llevaban acosándola desde el colegio, de los mismos que le siguieron los pasos hasta su primer trabajo, de quienes no paraban de hostigarla y humillarla cuando se quedó en el paro, les contó incluso el incidente que tuvo cuando no pudo hacer frente a las facturas, las llamadas, los insultos, las amenazas, las agresiones. Cómo había intentado encontrar una casa apartada, alejarse de “ellos” y de la ciudad, de cómo su misérrima situación económica se lo impedía. Insistió en que ni sus amistades, ni conocidos, tenían nada que ver; eran “ellos”, y la policía los conocía muy bien… un momento ¿acaso la policía no podía estar directamente implicada?, ¿no se había posicionada ya con respecto a las amenazas y las agresiones?, ¿no podía incluso haber participado en ellas?... sí, el padre concluyó desesperado: ¡La policía era el perro guardián de los asesinos!

El agente figuró sentirse ofendido, lo trató de loco y como tal se ordenó que se lo llevaran… pero, no podían hacer eso, él acababa de hacer memoria, ellos tenían que aguardar, ella era diestra: ¡Diestra!, y el había visto perfectamente como retiraban el arma de su mano izquierda, eso demostraba su teoría, “ellos”, los de siempre, los que no paraban de molestarla y de acosarla, de inquietarla y perseguirla, de perturbarla y asediarla, los que nunca la dejaban en paz, la mataron, a quemarropa, eso explicaban las quemaduras en la sien, y después colocaron el arma en su lívida mano, no era un suicidio, como todos pensaban, era un ASESINATO… pero, nadie lo escuchó.

Dos hombres, con pertrechos médicos, se lo llevaron fuera de la casa, lo metieron en una ambulancia, y decretando que era una “crisis de ansiedad”, se pusieron en marcha. Lejos ya del hombre y de sus paroxísticos gritos, ajenos a oídos extraños, y ocultos a miradas furtivas, los policías se sonrieron unos a otros… el viejo sabía demasiado.

Como ya sabéis, el padre tenía razón, eran “ellos”, y la policía estaba implicada. Sus manos manchadas de sangre tenían suficientes billetes en los que limpiarse, la respetabilidad del “deber cumplido” les serviría de enjuague, y los asesinos, bien organizados y mejor establecidos, sabrían mantener el asunto alejado de suspicacias y rumores.

No había lugar para las dudas y las vacilaciones. La chica suponía un problema, era molesta, no solo por lo que sabía, sino por lo que estaba dispuesta a hacer. No era el momento por tanto de darle pábulo a las incertidumbres. En pos del “bien común” se había actuado correctamente.

Además no existían fundamentos que permitieran argumentar alguna sospecha. Nadie tenía ningún motivo para cuestionar nada, y si, por algún casual, alguien lo encontraba, ellos también sabrían encontrarlo a él… nadie se atrevería. Una víctima más solo era un dígito que sumar a un cuantioso haber.

Ella lo merecía, podían darse por satisfechos.

El cuerpo se incineraría ese mismo día, y con él se borrarían todas la pruebas incriminatorias… a sus conciencias adormecidas no les hacía falta repetirse más veces que la chica era digna de su suerte.

Era hora ya de que siguieran propagando sus huellas de sangre. La persecución que antecedía a la oleada de violencia, y a la eliminación sistemática, debía reanudarse cuanto antes. Ya tenían escogida, como buenos psicópatas, selectivos y organizados, a su próxima víctima.

Al fin la Sociedad podía seguir matando.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pueblo demasiado olvidadizo
Así nunca te levantaras
Deja de ser generoso
¡Me cago en Dios!
Patronos, burgueses y sacerdotes
¡Sangre de Dios!
Merecen colgar de un farol
¡Me cago en Dios!
Merecen colgar de un farol