lunes, 18 de febrero de 2008

El inconfundible hedor de la Autoridad

¿Dispondría nuestra capacidad volitiva del suficiente terreno despejado como para lanzarse hacia una demoledora crítica del llamado “socialismo científico”? Quién se atreva a tal cosa deberá ser consciente de que en su planeo no hallará red alguna bajo sus pies, y de que los críticos que se apretujan en sus butacas, tengan lentes viejas o nuevas, quedarán insensibles a la opinión de los espectadores, y sin paliativos le acusarán de irresponsable, de anticuado o de amateur, de “bien pagado” o de “fullero”… o en un lenguaje que nos es tristemente más cercano, le acusarán de “traidor”.

Y es que siempre que se plantea un asunto como este podemos tener la seguridad de que acabará por recurrirse a un mismo lugar común. Muchos podrán verlo como una decimonónica disyuntiva entre “Marxismo versus Anarquismo” otros como el trasnochado “Marx: ángel o demonio”, o cualquier forma de exageración, pero quienes solo vean eso, creo que únicamente han despumado la superficie.

La verdadera piedra de toque me parece una, ese antiquísimo antagonismo que pocos han osado abordar, aquel que reza: “Autoridad versus Libertad” o, más simplificadamente: “Sí o no a la Autoridad”. Es esta la dialéctica que se ha establecido, y en ella desgraciadamente, ni toda la hechicería de Hegel puede hallar una síntesis.

Esta no es como muchos pueden prejuzgar una cuestión de escuelas o ideologías, pues quién esto suscribe se convertiría en el mayor enemigo del Anarquismo si este supusiera o promoviera forma alguna de opresión, de la misma manera que aplaudiría y se adscribiría el Marxismo si este se atreviera a condenar la Autoridad. Sin embargo, lo que ha hecho impracticables los caminos son otros lodos bien distintos.

No importa que Marx tuviera tal programática sobre la filosofía, sobre la historia o sobre la economía, todo eso no son más que proyectos, hipótesis, quimeras cuestionables, criticables, deseables o enraizadas en algo que podrá germinar en el campo de la realidad. Por mucho que se la haya querido convertir en una panacea resistente a todas la parihuelas, la realidad es que ofrece las mismas soluciones o problemas que la Politeaia de Platón, el comunismo de los cristianos primitivos, las soluciones materialistas de Holbach y Feurbach, las tesis positivistas de Comte o el estructuralismo de Foucault y el existencialismo de Heidegger… todas ellas no son más que respuestas a un único problema ¿Cuál es la mejor solución de hallar la realización, completa, integral y feliz de la vida del Individuo, de todos los Individuos?.

Algunos han mantenido posturas utilitaristas, otros aristocráticas, otros estatalistas, y casi todos autoritarias.

La mayoría han creído que la “felicidad del hombre” pasaba por el inequívoco cauce de la Autoridad, otros ni siquiera se lo han planteado… y tan solo unos pocos han sabido refutar tal acervo.

Pero ¿Qué problema puede plantear la Autoridad? Algunos como Georges Darien, después de años viendo en ella una lacra para el Individuo, desistieron y la vieron como condición ineludible, simplemente se dieron por vencidos. Otros como Engels haciendo uso de un “exceso de sal gruesa” quisieron reducir el asunto a premisas algo frívolas: “los más aptos mandan y los menos obedecen, nada funcionaría si no fuera así” (Parece sacado del Gorgias de Platón, concretamente de las opiniones de Calicles).

Estas tesis han ido “derivando” hasta posturas igualmente inasumibles aún por sus propios postuladores. Los “marxistas más avanzados” supieron ver un peligro en la autoridad del partido, otros incluso coincidieron con los Malatesta, Goldman, Nieuwenhuis, Grave, Albert Libertad y Croiset, y supieron verlo en el sindicalismo, los más osados se atrevieron a llegar mucho más lejos y supieron verlo en el Estado… sin embargo, ni uno solo de ellos quiso o pudo verlo en el propio concepto de Autoridad.

Mientras Pannekoek y Mattick atacaban a esos elementos “reformistas” o “contra-revolucionarios”, quedaban totalmente insensibles a los estragos de la Autoridad. Muchos podrán preguntarnos ¿es que acaso la Autoridad causa estragos?, algunos ocultarán sus conocimientos sobre tales cosas intentado mostrarse deliberadamente ignorantes en el asunto, otros simplemente tratarán de reducirlo todo a la banalidad.

Nos recuerdan perfectamente a los capitalistas cuando tratan de justificar su sistema, para ellos un sistema en el que el capital desapareciera, o no estuviera concentrado en unas pocas manos, representaría una locura, un caos (a muchos les sonará familiar el caso que se presenta cuando después de haber explicado los parangones de un sistema comunista no estatal alguien les espeta: “No, el comunismo sería un imposible porque entonces todos querrían tener coches de lujo”, es algo absurdo, completamente kafkiano, pero siempre que se habla de abolición de la propiedad privada a todo el mundo le suele escandalizar una potencial “socialización” de “deportivos”). Es una reminiscencia de cuando se anunciaba la muerte de Dios, también los curas siguen muertos de miedo.

A grosso modo el capital o Dios, no son más que distintas formas de poder, poco importa que hablemos de papel moneda, de tierras feudales, o de sal y conchas, quien tenga más manda más, y por ende vive mejor. Poco importa que hablemos de Jehová, de Ala, de Jesús, o de Gog de Magog, quien consiga convencernos de su existencia y preeminencia, incluso de su cólera, tendrá el poder sobre nosotros, ergo obtendrá mejores condiciones de vida.

Si el poderoso ejecuta el poder tan solo para mejorar su existencia, o si además obtiene un plus de placer derivado de un factor psicológico, es algo que aquí no nos compete, la cuestión es que las condiciones económicas que sufre el “pueblo”, y los modelos de producción que se ponen en práctica, no derivan solo de un período histórico, ni exclusivamente del clima o la geografía, derivan especialmente de los métodos que los oligarcas necesitan emplear para perpetuar su hegemonía, pues la actividad productiva de los trabajadores no gira hoy en día en torno a sus necesidades materiales, sino en torno a la forma más eficiente de poder saciar las mal llamadas “necesidades” de los jerarcas. Si las necesidades de los Individuos permanecen casi invariables a través de los tiempos, comida, agua, abrigo y techumbre, los medios que los poderosos ponen en práctica para reportarse todo esto, exponencialmente multiplicado, deben de ir variando, pues también la paciencia de la gente se agota.

En una sociedad medieval el poder se establece mediante la tierra, en una sociedad burguesa el poder se establece mediante el dinero, en una primitiva por la habilidad para cazar y producir herramientas, y en todas ellas por la fuerza y la astucia. Cuando una generación se agota y se vislumbra el cambio Revolucionario se queman los cartuchos y una nueva forma de dominio se establece, y es ante esa nueva bestia bíblica ante la cual ahora debemos postrarnos. La gente podrá poner esto en duda… si es así que miren esa extraña coincidencia por la cual los que ahora tienen el dinero son los mismos que ahora tienen el poder.

Se habla del “valor real” de las cosas, pero un billete no es más que un bono, difícilmente valdrá nada por sí mismo, tampoco una concha marina, estos no son más que unidades de cambio, se establece entonces que quien atesore más también importa más, es cierto que con esos fetiches obtienen mejoras en su existencias pero ¿acaso estas no le reportan además una cuota de autoridad sobre los demás que antes no tenían?.

Muchos se negarán a reconocer la autoridad como nociva, y creerán que podrán pillar a cualquiera en un renuncio tan solo con comparar a esta autoridad mayestática sobre los bienes de la tierra, con otras demostraciones de autoridad más “cotidianas”. Pues bien aceptamos el reto, es este mi sentir Anarquista: “Toda muestra de Autoridad es deleznable”.

Que un sacerdote pertenezca a una empresa que atesora propiedad y dinero, y que por consiguiente atesore poder (y viceversa pues el círculo vicioso trasmuta las causas en efectos) es algo que les da igual, que el chamán o gurú de turno hicieran lo mismo, pues también, que el capitalista, el noble, el prócer o el cazador recolector lo hicieran, ídem… para los que así piensan la adquisición monopolística de los medios de producción, y el acaparamiento especulativo de los bienes de consumo por parte de un individuo -o selecto grupo de individuos- son un fenómeno que no crea ni reproduce poder. Cuando la “artificial” escasez de alimentos se corresponde con una despiadada carestía de los mismos, los sujetos que deciden tales cosas, pero que no sufren sus nefastas consecuencias, no son, para los que no tienen una visión crítica de la autoridad, ostentadores de poder alguno sobre el resto de la población, así la economía responde a intrincadas leyes físicas, a flujos y reflujos, a factores externos ante los que la voluntad humana poco o nada puede hacer. De tal modo que los empresarios, desde el Henry Ford de antaño, hasta el actual gerente de la General Motors, y pasando por el propietario de una inmensa red de fábricas de repuestos en Taiwán, y los jerarcas estatalitas, fueran dictadores vestidos de caqui de cuño soviético o “limpios” genocidas demócratas de cuello blanco, tienen todos la misma cuota de poder que tú y que yo, sí sorprendido lector, sus deseos no se hacen realidad, no existen pléyades de esbirros dispuestos a acatar sus ordenes, y ni nuestro pan, ni nuestro destino, ni nuestras vidas, pueden peligrar por ninguna de sus órdenes… parece que tal cosa es la que nos pretenden hacer creer aquellos para los que la coyuntura económica se presenta como una cuestión absolutamente ajena a cualquier forma de Autoridad.

Para aquellos que son acríticos con la Autoridad no existe ningún mal en que un hombre, o élite de hombres, obligue al resto de Individuos a vivir tal y como a ese esnobista grupo le conviene, para ellos los intereses y mandatos de los que ostentan el poder no influyen para nada en el devenir global de elementos tales como la economía, la sociedad, etc., para ellos no existe relación alguna entre la encumbrada posición de los plutócratas, sus órdenes, designios, caprichos y apetencias, y el desigual y contradictorio sistema actual... y he aquí donde quizás reside lo peor del caso, en aquellos que aún habiendo hallado la relación, siguen sin ver la condición inmanentemente perversa y nociva de la Autoridad.

Son estos últimos aquellos que interpretan la Autoridad como un arma, aquellos que han conseguido comprender que existe una relación entre la propiedad y el poder, entre lo que se tiene y lo que se ostenta, pero que, sin embargo, han querido convencerse, ingenuamente, de que al ser una “herramienta de control” ellos también pueden, quieren y necesitan usarla. Que puedan y que quieran es un hecho consumado, ahora bien, que realmente la necesiten ya solo depende del “para qué”. Si entendemos que el sistema vigente es una lacra arbitraria, injusta, vertical, alienante, a causa del asfixiante peso que la Autoridad y el Capital ejercen sobre las personas ¿Cómo se puede pretender usar aunque solo sea uno de ellos para liberar a los Individuos de dicha opresión?, no nos cansaremos de repetirlo, el poder nunca tendrá agallas para extirparse a sí mismo, ni la esclavitud es capaz de crear libertad, ni la Autoridad lo es de instaurar un sistema libre y justo, lo único que saben incentivar los tres, y muy a su pesar, es la Rebelión contra los efectos que ellos mismos provocan, pero nada más, lo contrario sería pretender que del Capitalismo puede emanar la igualdad.

Imaginémonos por un momento esta suerte de paradoja, acaso los que piensan en la Autoridad como un simple instrumento utilizable en pos de la “emancipación proletaria” podrían llegar a especular con la hipótesis del capitalismo como otra herramienta “liberadora de obreros”, alcanzan nuestras elucubraciones mentales a poder reproducir un “movimiento revolucionario” que se dijera abocado a fortalecer y perpetuar los resortes capitalistas precisamente en loa de la igualdad, la justicia y la fraternidad… ¡ah sí! ¿No fue eso precisamente lo que hizo el bolchevismo?.

Llegados a este punto las defensas apasionadas de la Autoridad como “Deidad todopoderosa” suelen desaparecer, sin embargo, creyéndose que pueden situarla a un nivel y graduación distintas recurren a lo que creen que puede ser uno de sus homúnculos, las “pequeñas” muestras de autoridad que padecemos cada día. Quienes intentan tal adecuación son los mismos que nos dicen: “De acuerdo, la Autoridad puede tener una vertiente dañina, pero su existencia, y su uso son inevitables, sin la Autoridad no puede entenderse el mundo, ¿acaso todos los pequeños acuerdos de la vida no requieren de Autoridad?”. Estos argumentos desesperados son sin embargo muy útiles, pues nos ayudan a comprender las verdaderas motivaciones de los que aducen tales cosas; para quienes no conciben la Autoridad como algo nefasto toda muestra de solidaridad debe conllevar Autoridad, todo pacto, también… para ellos ponerse de acuerdo es Autoridad.

Sin embargo, ya se conocerá que Bakunin dijo alguna vez que no se oponía a toda “autoridad”, solo a la autoridad artificial, impositora y perenne (también es verdad que usaba el término “influencia” de forma indistinta), y añadía:

“Pero aún rechazando la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres de ciencia, nos inclinamos voluntariamente ante la autoridad respetable, pero relativa, muy pasajera, muy restringida, de los representantes de las ciencias especiales, no exigiendo nada mejor que consultarles en cada caso y muy agradecidos por las indicaciones preciosas que quieran darnos, a condición de que ellos quieran recibirlas de nosotros sobre cosas y en ocasiones en que somos más sabios que ellos; y en general, no pedimos nada mejor que ver a los hombres dotados de un gran saber, de una gran experiencia, de un gran espíritu y de un gran corazón sobre todo, ejercer sobre nosotros una influencia natural y legítima, libremente aceptada, y nunca impuesta en nombre de alguna autoridad oficial cualquiera que sea, terrestre o celeste. Aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de hecho, ninguna de derecho; porque toda autoridad o toda influencia de derecho, y como tal oficialmente impuesta, al convertirse pronto en una opresión y en una mentira, nos impondría infaliblemente, como creo haberlo demostrado suficientemente, la esclavitud y el absurdo. En una palabra, rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiadas, patentadas, oficiales y legales”.

De igual modo nos dice Godwin:

“Hay dos modos mediante los cuales un hombre que me supere en saber, puede serme útil: mediante su exposición de los argumentos que lo han llevado al conocimiento de la verdad o bien mediante la comunicación del juicio que ha formado sobre determinada cuestión, independientemente de las razones correspondientes. Esto último sólo tiene valor en relación con la exigüidad de nuestro conocimiento y del tiempo que sería necesario para adquirir la ciencia que actualmente ignoramos. Al respecto, no se me podrá reprochar si llamo a un maestro constructor para edificar mi casa o a un pocero para cavar un pozo; tampoco seré objeto de reproche, si trabajo personalmente bajo la dirección de esas personas. En estos casos, no disponiendo de tiempo o habilidad para adquirir personalmente los conocimientos necesarios en cada una de esas labores, confío en la ciencia de otros. Elijo por propia deliberación el objeto que quiero realizar; estoy convencido de que la finalidad es útil y conveniente; una vez llegado a esta conclusión, encomiendo la selección de los medios más adecuados a las personas cuya versación en la tarea es superior a la mía. La confianza que deposito en ellas participa de la naturaleza de la delegación. Pero es indudable que la palabra obediencia es absolutamente inapropiada para designar nuestra aceptación de los consejos que nos da el perito en una materia determinada… Si los hombres hubieran actuado siempre según los dictados de la propia conciencia, la depravación moral no se hubiera extendido sobre la tierra. El instrumento que sirvió para perpetuar graves males a través de las edades, ha sido el principio que permitió convertir grandes multitudes humanas en simples máquinas manejadas por unos pocos individuos. Cuando el hombre obedece a su propio juicio, es el ornamento del universo. Pero se convierte en la más despreciable de las bestias cuando obra por determinación de la obediencia pasiva y de la fe ciega. Dejando de examinar toda proposición que se le presenta como norma de conducta, deja de ser un sujeto capaz de conducta moral. En el acto de la sumisión, es sólo el instrumento ciego de los nefastos propósitos de su amo. Librado luego a sí mismo, se siente presa de las seducciones de la crueldad, de la injusticia y del libertinaje”.

Los Anarquistas posteriores no se han andado con remilgos, si diversos pensadores libertarios, tanto humanistas como nihilistas, han creído hallar el súmmun de la radicalidad al negarlo todo salvo la “autoridad de la ciencia, la razón y las leyes naturales”, el sentir de muchos otros Anarquistas -la mayoría profanos de teorías grandilocuentes- ha sido el de negar cualquier forma de Autoridad, se encubra tras las probetas, el cartesianismo o la Mater Natura. Bien es verdad que incluso los primeros se prestarían a negar sus premisas “naturalistas” si tras alguna de ellas se encontrara la corruptora presencia de la Autoridad política, pues han sabido demostrar una gran desconfianza hacia la ciencia cuando esta se ha revestido con los mantos del poder (casos paradigmáticos son el escepticismo de Bakunin y Malatesta).

Muchos teóricos no se han prestado a barnizar sus tesis más “recalcitrantes y transgresoras”, sin embargo en pos de una asimilación, a veces académica, a veces fingidamente popular, varios son los que han tenido que mesurar su lenguaje o directamente descafeinar sus argumentos, a fin de apartar el espectro de la “pan destrucción” de sus mensajes (han sido muchos los burgueses, de derechas o izquierdas, para los que las apologías societarias de Bakunin, su condena a los derramamientos de sangre, su constante fe en la “interactuación colectiva” y en los “irrompibles lazos humanos”, no han sido suficientes como para alejarlo del concepto del “sociópata” sediento de “devastación”).

Sin embargo, mantengo la curiosa idea de que la gente, como tú y como yo, siempre es más radical a la hora de interpretar una idea que los teóricos a la hora de formularla (paradójico proceso, ya que su formulación depende muchas veces de una concienzuda observación del descontento popular, del cual se “extraen” los elementos precisos para su posterior “estructuración”), así los que escucharon a Jan Huss fueron más positivamente extremistas que el propio Huss, y los que estudiaron a Rousseau, y los que leyeron a Zola, y los que lucharon junto a Zapata, también… por ello, cuando se habló de impugnar la Autoridad, los Anarquistas, de ayer y hoy, lo entendieron y sintieron como una impugnación integral y sin concesiones, y así lo siguen manteniendo. En pocas palabras esta frase de Sebastian Faure lo resume muy bien: “Los anarcosindicalistas han escrito en su bandera: “¡Muerte al Estado!”; los Anarquistas han escrito en la suya: “¡Muerte a la Autoridad!”.

Siendo coherentes con este aspecto -no por lealtad hacia una idea, sino por no abstraerse de la propia sensibilidad en beneficio de perspectivas ajenas- podemos afirmar, con toda la contundencia que nos permite nuestro verbo, que la vida sin Autoridad no solo es posible, sino deseable y salubre.

Hierran aquellos que creen que los pactos y los acuerdos son imposibles sin la Autoridad, pues, precisamente, si lo que se busca es que el carácter de los mismos sea voluntario, es únicamente prescindiendo de ella como puede asegurarse tal cosa. Algunos tratan de hacernos caer en un vergonzante sofisma, a modo de silogismo nos dicen: “Todos los pactos son acuerdos, y todos los acuerdos requieren de autoridad, ergo todo pacto es autoritario”. Así, de forma paranoica, en cualquier alianza, unión, amistad, colaboración, coincidencia y conjunción se pretende que veamos la oscura mano de la Autoridad, ¡Pero ojo!, esta pretensión no nace de una sincera preocupación por que conservemos nuestra Individualidad, aquí no se busca que nos pongamos en alerta ante un eventual y sibilino ataque de la Autoridad, sino todo lo contrario, se intenta que por medio de una burda estratagema nos convenzamos de que es imposible burlarla, de que es imposible vivir sin ella, de que ninguna de las actividades que corresponden al orden de nuestra existencia pueden transcurrir sin su concurso, así, al creernos inevitablemente ligados a ella, incapaces de mantenernos ajenos de su influencia y lejos de su alcance, nos arrojaremos, irreversiblemente, en sus garras.

Pero vayamos mejor al terreno de los ejemplos prácticos, así quizás, a modo de parábolas, podamos desmontar la escalerilla de mondadientes a la que suele recurrirse para evadirse de este tipo de debates. Supongamos, por un casual, que dos individuos quedaran a una hora determinada para charlar… según el planteamiento que trata de conciliarnos con la Autoridad, planear tal encuentro sin hacer uso de la misma sería ineludible, pues un individuo siempre tenderá y deberá imponerle su criterio a sus semejantes… pero veamos si realmente es así. Pongámonos en el caso de que a uno de los sujetos le gustaría quedar a las 10:00, y que a su amiga/o a las 9:00, ¿si conversaran para intentar hallar un acuerdo alguien podría acusarlos de que alguno de los dos está intentando ejercer algún tipo de Autoridad sobre el otro? Evidentemente No, pero barajemos opciones; si analizaran los pros y los contras de cada elección y terminaran por encontrar una solución intermedia ¿habría ahí Autoridad?, imaginemos que cada uno se pone en la posición del otro, y que los dos están dispuestos a llegar a un acuerdo y deciden como hora óptima las 9:30 ¿cabría ahí la Autoridad?, pensemos, sin embargo, que los motivos que uno esgrime son más urgentes que los del otro, pongamos que no puede quedar a las 10:00 porque a esa hora tiene otra cita, supongamos entonces que, como el primer individuo no tiene ninguna otra ocupación, accediera gustosamente a quedar a la hora convenida por el otro ¿podríamos hallar aquí a la Autoridad?, pero imaginemos entonces que no existe ningún motivo para que ninguno de los dos ceda, y que ambos quieren que prevalezca su decisión, ¿acaso si no llegaran a un acuerdo y los dos decidieran voluntariamente no verse ese día, tendríamos algún motivo para hablar en tal caso de Autoridad?... todas las respuestas se nos antojan necesariamente dignas de Perogrullo.

Cuando una persona y otra discuten para llegar a una conclusión satisfactoria para ambos, cuando la empatía de cada uno les lleva a encontrar un acuerdo voluntario y gratificante, o cuando el acuerdo es imposible y cada uno toma libremente su propio camino, no puede mentarse aquí a la Autoridad. Si una persona es persuadida por otra, si alguien, desconocedor de los detalles de un tema en concreto, pero dispuesto a discurrir y analizar por sí mismo los motivos que se le esgrimen, llega a encontrar plausible, o incluso aceptar con júbilo, el consejo de un prójimo versado en dicha materia, si uno coincide, en definitiva, con la propuesta que otro le ha arrojado, no por el brillo de sus galones, no por la fuerza de un báculo, no por el peso de un mamotreto literario, sino por la honestidad de sus argumentos, por la solvencia de sus razonamientos, por la sensatez de sus palabras, por la demostración factible de sus afirmaciones, no habría aquí hueco alguno para la ponzoña de la Autoridad. Simplemente, yo puedo ser persuadido por tus argumentos porque, después de mesurarlos y de reflexionar sobre ellos, he llegado a la conclusión de que pueden resultarme beneficiosos, puedo ser persuadido por ellos porque descubro la sinceridad de los mismos y empleo mi conciencia para que atestigüe la validez o invalidez de mis apreciaciones. Y eso, querido lector, no es Autoridad.

No es Autoridad, porque nadie me obliga a acatar tu voluntad mediante el procedimiento de la fuerza, no es Autoridad porque mi coincidencia con dicho argumento no es fruto de la extorsión o del chantaje, no es Autoridad porque ninguna coacción se ciñe sobre la yugular de mis facultades volitivas, no es Autoridad porque no existe pistola en mi sien, ni puño en mi cara que me obligue a acatar lo que solo el miedo nos hace aplaudir, no es Autoridad porque mis juicios de valor no se ven precedidos de un obligatorio acto de genuflexión, no es Autoridad porque mi elección no se ve condicionada por el sable o la charretera, no es Autoridad porque no he decidido presionado por el peso de mi hambre, ni deslumbrado por el prestigio de los “infames”, ni aplastado por el peso del oro, no es Autoridad porque mi voz no ha sido distorsionada por la reproducción caricaturesca a la que obligan las sotanas, no es Autoridad porque no es la alienadora maquinaria del Capital la que me obliga a abrir la boca so pena de ser aplastado por sus engranajes, no es Autoridad porque en mi decisión no ha pesado la amenaza de ley alguna, ni mazo judicial cuyos movimientos puedan poner en juego mi vida o mi simple suerte, no es Autoridad porque no es la sangre de la tortura, ni la condena de la ergástula la que me hace hablar o silenciarme… simplemente no es Autoridad, porque aún mi Voluntad puede decidir si quiero o si no quiero, si afirmo o si niego, si accedo o si rehúso, si acepto o si rechazo, sencillamente sigue siendo mi Voluntad, y no la de otro, la que marca mis actos, mi decisión sigue siendo decisión, y mi elección sigue siendo elección, pues todas ellas siguen siendo Mías.

Por si no hubiera quedado claro, llamamos Autoridad a la supresión obligatoria de un criterio en pos de otros, es Autoridad cuando mis actos e ideas están condicionados por la obediencia hacia determinado poder, es Autoridad cuando determinado poder condiciona mis actos e ideas mediante la obediencia a sus preceptos, es Autoridad cuando se me oprime, por el látigo o el embaucamiento, y se me obliga a hacer dejación de mi capacidad lectiva, y se me intenta enajenar forzosamente de mi Voluntad.

Las muestras son claras y no haría más falta seguir ahondando en ello, cuando los argumentos que le damos a algún semejante están precedidos por el amor y solo buscamos su beneficio, podemos hablar de colaboración, de libre interrelación, de empatía, pero no del encubierto antónimo de todas ellas: La Autoridad; es imposible establecer un marco propicio para que las primeras pudieran ser compatibles con la última, la dicotomía es inapelable, o existen las unas o prevalece la otra, pues cuando las primeras entran por la puerta la última se arroja por la ventana.

Cuando en uso de nuestra conciencia, decidimos, libre y voluntariamente, emprender cualquier camino, nadie, absolutamente nadie, puede impedirnos andar al ritmo que marquen nuestros pies, podrá aconsejársenos y recomendársenos cualquier ruta, podrá, si así lo deseamos, acompañársenos en nuestras exploraciones, encontrando así compañeros de senderos, se podrán incluso, siempre que lo requiramos, intervenir en el allanamiento del camino, facilitándose así nuestro viaje compartido, se podrá también, cuando nos hallemos perdidos, compartir nuestras interpretaciones del mapa… pero en esta odisea solo le corresponderá a cada uno trazar las sendas por las que quiera desgastar sus huesos, seremos el piloto de nuestra personal travesía, el navegante que leerá sus propias estrellas y que sabrá dibujar el norte de su propia brújula, seremos, en definitiva, aquel que, herrado o acertado, sepa poner las huellas de sus mismas pisadas… eso es, amigos míos, la Libertad, el tener la posibilidad de ir o venir allá por donde nuestra Voluntad se decida a vagabundear… me preguntáis todavía ¿qué es la Autoridad?, sencillamente, es la muerte de todas las opciones.

Se ha querido alumbrar como algo complicado, pero es un sentir que todos alguna vez, con un nombre o con otro, hemos podido experimentar ¿Quién no ha sentido alguna vez deseos de mandarlo todo al traste, de rehuir las miradas escrutadoras de los demás y decidir por nosotros mismos?, ¿Quién, sin conocer ni interesarse por el sustantivo de Anarquista, no ha ambicionado alguna vez ser el dueño de su propia vida, y poder coexistir con los demás, pero sin el peso de sus convencionalismos, sin el yugo de su Autoridad? Es esto lo que Teresa Claramunt supo expresarnos con su pluma, hermosamente llana, pero incisivamente lacerante: “Soy anarquista y, por lo tanto, desprecio las religiones todas, la propiedad individual, el capital y el Estado; desprecio ‘el qué dirán’ de las gentes, la crítica de los imbéciles y la calumnia de los villanos”.

Repetimos finalmente ¿Quién alguna vez no ha desamordazado a sus sentimientos y les ha dejado proclamar su desprecio furioso hacia tales cosas?

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