viernes, 29 de febrero de 2008

Vera o los nihilistas



Personajes del Prólogo

Pedro Saburoff (un posadero).

Vera Saburoff (su hija).

Miguel (un campesino).

Dimitri Saburoff.

Nicolás.

Coronel Kotemkin.



Personajes de la obra

Ivann, el Zar.

Príncipe Pablo Maraloffsky (primer ministro de Rusia).

Príncipe Petrovitch.

Conde Ruvaloff.

Marqués de Poivrand.

Barón Raff.

Conde Petruchoff.

Un Paje.

Coronel de la Guardia.



Nihilistas.

Pedro Tchernavitch (Presidente de los nihilistas).

Alexis Ivanacievitch (conocido como un estudiante de medicina).





Prólogo.

Escena: Una posada rusa. Una gran puerta que se abre a un paisaje nevado al fondo de la escena.

Personajes: Pedro Saburoff, Miguel, Vera, Coronel, Sargento, Soldado, Presidiario, Dimitri.


Pedro (calentando sus manos en una estufa).- ¿Todavía no volvió Vera, Miguel?

Miguel.- No, Padre Pedro, todavía no; hay sus buenas tres millas a la oficina de correo, y además tiene que ordeñar la vaca, y esa tostada es un animal muy raro y con muchas mañas para que la maneje una muchacha.

Pedro.- ¿Por qué no fuiste con ella, pedazo de tonto? Nunca te querrá si no andas siempre detrás de sus talones; a las mujeres les gusta que sean cargosos con ellas.

Miguel.- Ella dice que ya soy demasiado cargoso, Padre Pedro, y temo que, después de todo no me quiera nunca.

Pedro.- ¡Bah! ¡bah!, muchacho. ¿Por qué no habría de quererte? Eres joven, y no serías mal parecido si Dios o tu madre te hubieran dado otra cara. ¿No eres guardabosque del Príncipe Maraloffsky? ¿No tienen una buena granja, y la mejor vaca del pueblo? ¿Qué más quiere una chica?

Miguel.- Pero Vera, Padrecito Pedro...

Pedro.- Vera, muchacho, tiene demasiadas ideas en la cabeza. Ya no creo mucho en las ideas; me ha ido bastante bien en la vida sin ellas. ¿Por qué no han de hacer lo mismo mis hijos? Ahí lo tienes a Dimitri. Podía haberse quedado aquí y atender la posada; muchos jóvenes hubieran saltado de alegría si se lo ofrecieran en tiempos duros como éstos. ¡Pero el mocoso atolondrado y estúpido, tiene que ir a Moscú a estudiar Derecho! ¿Para qué necesita saber Derecho? Que cada uno cumpla con su deber, y nadie lo molestará, eso es lo que digo.

Miguel.- ¡Sí, Padrecito, pero dicen que un buen abogado puede faltar a la ley todas las veces que quiera, sin que nadie pueda decirle una palabra! El hombre que conoce la ley, conoce su deber.

Pedro.- Es verdad, Miguel: si un hombre conoce la ley, no hay nada ilegal que no pueda hacer cuando le parece. Por eso todos se hacen abogados. Eso es para lo único que sirven. ¡Y ahí lo tienes, y hace meses que no nos escribe una letra! qué buen hijo, ¿eh?

Miguel.- Vamos, vamos, Padrecito Pedro. Las cartas de Dimitri seguramente se habrán perdido... quizás el nuevo cartero no sabe leer; parece bastante estúpido, y Dimitri, bueno, era el mejor tipo de la aldea. ¿Se acuerda cómo mató de un tiro al oso en el corral durante el gran invierno?

Pedro.- ¡... qué buen tiro! Yo mismo nunca hice uno mejor.

Miguel.- ¡Y para el baile...! ¡En la Navidad de hace dos años dejó cansados a dos violinistas!

Pedro.- ¡Sí, sí! era un muchacho alegre. Es la chica la que se quedó con la seriedad... ahí anda, seria como un cura, varios días seguidos.

Miguel.- Vera siempre está pensando en los demás.

Pedro.- Ese es su error, muchacho. Hay que dejar a Dios y a nuestro Padre el Zar que se encarguen del mundo. No es asunto mío remendar los rasgones de mi vecino. El año pasado, el viejo Miguel murió helado en su trineo durante la tormenta de nieve, y su mujer y sus hijos murieron después, cuando llegó la mala temporada ... ¿pero qué tengo yo que ver con eso? Yo no hice el mundo. Que Dios y el Zar se hagan cargo de él. Y luego vino la añubia, y con ella la peste negra, y los sacerdotes no se daban tiempo para enterrar a los muertos, y los muertos estaban tirados por los caminos... hombres y mujeres juntos. ¿Pero qué tengo yo que ver con eso? Yo no hice el mundo. Que Dios y el Zar se ocupen de él. O dos otoños atrás, cuando el río creció de repente, y se llevó la escuela, y todos los niños y niñas que estaban adentro murieron... Yo no hice el mundo. Que Dios y el Zar se ocupen de él.

Miguel.- Pero, Padrecito Pedro...

Pedro.- No, no, muchacho; nadie podría vivir si echara la alforja de su vecino a la espalda. (Entra Vera vestida de campesina) Bueno, muchacha, has tardado bastante... ¿dónde está la carta?

Vera.- Hoy no ha llegado ninguna, Padre.

Pedro.- Ya lo sabía.

Vera.- Pero mañana llegará una, Padre.

Pedro.- ¡Maldito sea, hijo desagradecido!

Vera.- ¡Oh! No diga eso, Padre; debe de estar enfermo.

Pedro.- Sí, enfermo de lujuria, quizás.

Vera.- ¿Cómo se atreve a decir eso de él, Padre? Usted sabe que no es cierto.

Pedro.- ¿Y a dónde se va el dinero, entonces? Miguel, escucha. Yo le di a Dimitri la mitad de la fortuna de su madre para que pagara a los abogados de Moscú. Sólo me ha escrito tres veces, y las tres pidiendo dinero. Lo tuvo, no por deseo mío, sino de ella (señalando a Vera), y ahora hace cinco meses, casi seis, que no sabemos nada de él.

Vera.- Padre, él volverá.

Pedro.- ¡Sí! Los hijos pródigos vuelven siempre; pero que él no vuelva nunca a oscurecer mi puerta.

Vera (se sienta, pensativa).- Algún mal le ha sucedido; debe de estar muerto. ¡Oh Miguel!, estoy tan afligida por Dimitri.

Miguel.- ¿Nunca amarás a otro que no sea él, Vera?

Vera (sonriendo).- No sé; hay muchas cosas que hacer en el mundo además de amar.

Miguel.- Ninguna otra vale la pena, Vera.

Pedro.- ¿Qué ruido es ése, Vera? (Se escucha un ruido metálico).

Vera (levantándose y acercándose a la puerta).- No sé, Padre; no parece un cencerro. Si no, pensaría que Nicolás había vuelto de la feria. ¡Oh! Padre, son soldados que bajan por la colina... uno de ellos va a caballo. ¡Qué hermosos parecen! Pero hay algunos hombres con ellos... ¡Llevan cadenas! Deben de ser salteadores. ¡Oh, no los deje entrar, Padre! No podría soportar su vista.

Pedro.- ¡Hombres con cadenas! Entonces estamos de suerte, hija mía. Me habían dicho que éste iba a ser el nuevo camino a Siberia, para llevar los presidiarios a las minas, pero yo no lo creí. ¡Apúrate, Vera, apúrate! Moriré rico, después de todo. Ahora no faltarán buenos parroquianos. Un hombre honesto debe poder ganarse la vida de vez en cuando con esos bandidos.

Vera.- ¿Son bandidos esos hombres, Padre? ¿Qué han hecho?

Pedro.- Creo que son de esos nihilistas contra los cuales nos ponen en guardia los sacerdotes. No te quedes parada sin hacer nada, hija mía.

Vera.- Entonces, supongo que serán todos hombres perversos.

Se escuchan afuera gritos de ¡Alto! Era un oficial ruso con un pelotón de soldados y ocho hombres encadenados, cubiertos de harapos; uno de ellos, al entrar levanta las solapas de su abrigo hasta las orejas y esconde la cara; algunos soldados hacen guardia a la puerta otros se sientan; los prisioneros permanecen de pie.

Coronel.- ¡Posadero!

Pedro.- Sí, Coronel.

Coronel (señalando a los nihilistas).- Déles a esos hombres un poco de pan y agua.

Pedro (para sí mismo).- No voy a sacar mucho de este pedido.

Coronel.- ¿Y para mí, qué tienes de comer?

Pedro.- Tasajo de venado muy bueno, Excelencia... y aguardiente de centeno.

Coronel.- ¿Nada más?

Pedro.- Sí, más aguardiente, Excelencia.

Coronel.- ¡Qué zoquetes son estos campesinos! ¿Tienes una habitación mejor que ésta?

Pedro.- Sí, señor.

Coronel.- Llévame. Sargento, ponga sus hombres afuera, y vigile para que ninguno de estos bribones hable con nadie. Nada de escribir cartas, perros, o los hago azotar. Y ahora, el venado. (A Pedro, que le hace una reverencia) ¡Quítate del medio, estúpido! ¿Quién es esa muchacha? (Ve a Vera).

Pedro.- Mi hija, Alteza.

Coronel.- ¿Sabe leer y escribir?

Pedro.- Sí, señor.

Coronel.- Entonces, es una mujer peligrosa. A ningún campesino se le debe permitir que haga esas cosas. Arar los campos, recoger las cosechas, pagar los impuestos, y obedecer a los amos... ese es vuestro deber.

Vera.- ¿Quiénes son nuestros amos?

Coronel.- Muchacha: estos hombres van a las minas, condenados a prisión perpetua, por hacer esa misma pregunta estúpida.

Vera.- Entonces, los han condenado injustamente.

Pedro.- Vera, deja quieta tu lengua. Es una muchacha tonta, señor, que habla demasiado.

Coronel.- Todas las mujeres hablan demasiado. ¡Vamos! ¿Dónde está el venado? Conde, lo estoy esperando. ¿Cómo puede ver algo en una muchacha con manos tan toscas? (Sale con su ayuda de campo y Pedro, y pasa a una habitación interior).

Vera (a uno de los nihilistas).- ¿No quiere sentarse? Usted debe de estar cansado.

Sargento.- ¡Vamos, muchacha! Nada de hablar con mis prisioneros.

Vera.- Quiero hablar con ellos. ¿Cuánto quiere?

Sargento.- ¿Cuánto tienes?

Vera.- ¿Dejará que se sienten esos hombres, si le doy esto? (Se quita su collar de campesina). Es todo lo que tengo. Era de mi madre.

Sargento.- Bueno, parece bastante lindo, y es pesado. ¿Qué quieres hacer con estos hombres?

Vera.- Están hambrientos y son desdichados. ¡Déjeme ir con ellos!

Un soldado.- Déjela a la muchacha, si nos paga.

Sargento.- Bueno, haz como quieras. Si el Coronel te ve, es capaz de mandarte con nosotros, preciosa.

Vera (se acerca a los nihilistas).- Siéntense; deben de estar cansados. (Les sirve comida) ¿Quiénes son ustedes?

Un presidiario.- Nihilistas.

Vera.- ¿Quién les puso las cadenas?

Presidiario.- Nuestro Padre el Zar.

Vera.- ¿Por qué?

Presidiario.- Por amar demasiado la libertad.

Vera (al presidiario que esconde su cara).- ¿Qué querían hacer?

Dimitri.- Dar libertad a treinta millones de personas esclavizadas a un solo hombre.

Vera (sobresaltándose al escuchar la voz).- ¿Cuál es tu nombre?

Dimitri.- No tengo nombre.

Vera.- ¿Dónde están tus amigos?

Dimitri.- No tengo amigos.

Vera.- ¡Déjame verte la cara!

Dimitri.- No verías más que sufrimiento. Me han torturado.

Vera (le quita bruscamente el abrigo de la cara).- ¡Dios mío! ¡Dimitri! ¡Mi hermano!

Dimitri.- ¡Chist! Vera; cálmate. Mi padre no debe enterarse; se morirá. Creí que podía libertar a Rusia. Una noche, en un café, escuché a unos hombres que hablaban de la libertad. Parecían hablar de un nuevo Dios. Me uní a ellos. Allí fue a parar el dinero. Hace cinco meses, nos prendieron. Me encontraron imprimiendo el diario. Me han condenado a prisión perpetua en las minas. No podía escribir. Pensé que era mejor para ustedes pensar que estaba muerto, porque nos llevan a un sepulcro viviente.

Vera (mirando alrededor).- Tienes que huir, Dimitri. Yo ocuparé tu lugar.

Dimitri.- Imposible. Lo único que puedes hacer es vengarnos.

Vera.- Los vengaré.

Dimitri.- ¡Escucha! hay una casa en Moscú...

Sargento.- ¡Prisioneros! ¡Atención! ... viene el Coronel... muchacha, tu tiempo ha terminado.

Entran el Coronel, el ayudante de campo y Pedro.

Pedro.- Espero que el venado haya sido del gusto de su Alteza. Lo cacé yo mismo.

Coronel.- Hubiera sido mejor que hablaras menos de él. Sargento, prepárese. (Le entrega una bolsa). ¡Aquí tienes, bribón estafador!

Pedro.- ¡Mi fortuna está hecha! ¡Que su Alteza viva muchos años! Espero que su Alteza pase muy seguido por aquí.

Coronel.- ¡Por San Nicolás, espero que no! Hace demasiado frío. (A Vera.) Muchacha, no vuelvas a preguntar cosas que no te importan. No me olvidaré de tu cara.

Vera.- Tampoco yo de la suya, ni de lo que hace.

Coronel.- Ustedes, los campesinos, se están poniendo muy insolentes desde que dejaron de ser siervos, y el knut es la mejor escuela para enseñarles política. Sargento, ¡marche!

El Coronel se da vuelta y se adelanta hacia el frente del escenario. Los prisioneros salen en doble fila. Al pasar junto a Vera, Dimitri deja caer un papel al suelo; ella lo cubre con el pie y permanece inmóvil.

Pedro (que ha estado contando el dinero que el Coronel le dio).- ¡Que su Alteza tenga una larga vida! Espero ver pronto otra tanda. (Súbitamente ve a Dimitri, que está a punto de atravesar la puerta, lanza un grito y se precipita hacia el.) ¡Dimitri!, ¡Dimitri! ¡Qué haces aquí! Es inocente, se lo aseguro. Pagaré por él. ¡Tome su dinero! (Lo arroja al suelo.) Tomen todo lo que tengo, denme mi hijo. ¡Villanos! ¡Vi1lanos! ¿a dónde lo llevan?

Coronel.- A Siberia, anciano.

Pedro.- ¡No, no! ¡Llévenme en lugar de él!

Coronel.- Es un nihilista.

Pedro.- ¡Usted miente, usted miente! ¡Es inocente! (Los soldados lo hacen retroceder empujándolo con sus fusiles y le cierran la puerta en la cara.) ¡Dimitri! ¡Dimitri! ¡Un nihilista! ¡Un nihilista! (Se desploma sobre el piso).

Vera (que ha permanecido inmóvil, recoge ahora el papel que tiene bajo su pie y lo lee).- Calle Tchernavaya, 99, Moscú. Sofocar todos los sentimientos que haya en mí; ni amar ni ser amado; no tener piedad ni recibirla; ni casarme ni ser dado en matrimonio, hasta que llegue el final. Hermano mío, cumpliré el juramento. (Besa el papel.) ¡Serás vengado!

Vera permanece inmóvil, sosteniendo el papel en su mano levantada. Pedro yace en el suelo. Miguel, que acaba de entrar, se inclina sobre él.

FIN DEL PRÓLOGO


Acto Primero.

Escena: La casa de la calle Tchernavaya 99, Moscú. Una gran buhardilla iluminada por una lámpara de aceite que cuelga del techo. Algunos hombres enmascarados están de pie, en silencio y distantes unos de otros. Un hombre con una máscara escarlata escribe en una mesa. Una puerta en el fondo. Un hombre vestido de blanco, con una espada, junto a la puerta. Se escuchan golpes en la puerta. Entran figuras con capas y máscaras.


Contraseña: Per crucem ad lucem.

Respuesta: Per sanguinem ad libertatem. (Por la cruz a la luz. Por la sangre a la libertad).

Un reloj da la hora. Los conspiradores forman un semicírculo en medio de la escena.

Presidente.- ¿Cuál es la palabra?

Primer conspirador.- Nabat.

Presidente.- ¿La respuesta?

Segundo conspirador.- Kallt.

Presidente.- ¿Qué hora es?

Tercer conspirador.- La hora de sufrir.

Presidente.- ¿Qué día?

Cuarto conspirador.- El día de la opresión.

Presidente.- ¿Qué año?

Quinto conspirador.- El año de la esperanza.

Presidente.- ¿Cuál es nuestro número?

Sexto conspirador.- Diez, nueve y tres.

Presidente.- El Galileo tuvo menos para conquistar el mundo; pero ¿cuál es nuestra misión?

Séptimo conspirador.- Dar la libertad.

Presidente.- ¿Cuál es nuestro credo?

Octavo conspirador.- Aniquilar.

Presidente.- ¿Nuestro deber?

Noveno conspirador.- Obedecer.

Presidente.- Hermanos, las preguntas han sido bien respondidas. Sólo hay nihilistas presentes. Veámonos las caras. (Los conspiradores se quitan las máscaras.) Miguel, recita el juramento.

Miguel.- Sofocar cualquier sentimiento que haya en nosotros; ni amar ni ser amados; ni tener piedad ni recibirla; ni casarse ni ser dado en matrimonio, hasta que llegue el final; apuñalar secretamente de noche; poner veneno en la bebida; volver el padre contra el hijo y a la mujer contra el marido; sin miedo, sin esperanza, sin futuro, sufrir, aniquilar, vengarse.

Presidente.- ¿Estamos todos de acuerdo?

Conspiradores.- Estamos todos de acuerdo. (Se reparten en distintas direcciones por el escenario).

Presidente.- Ya ha pasado la hora, Miguel, y ella todavía no ha llegado.

Miguel.- ¡Ojala estuviera aquí! Poco podemos hacer sin ella.

Alexis.- ¿No la habrán detenido, Presidente? La policía le sigue el rastro, lo sé.

Miguel.- Tú pareces siempre muy enterado de los movimientos de la policía de Moscú... demasiado enterado para ser un conspirador leal.

Presidente.- ¡Si esos perros la han tomado, la bandera roja del pueblo ondeará en una barricada en cada calle, hasta que la encontremos! Ha sido una imprudencia de ella el ir al baile del Gran Duque. Así se lo dije, pero ella respondió que quería alguna vez ver cara a cara al Zar y a toda su maldita ralea.

Alexis.- ¡Fue al Baile de Palacio!

Miguel.- Yo no tengo miedo. Es tan difícil de apresar como una loba, y el doble de peligrosa; además, está bien disfrazada. Esta noche es un baile de máscaras. ¿Pero tenemos alguna noticia del Palacio, presidente? ¿Qué hace ahora el sangriento déspota, además de torturar a su propio hijo? Y a propósito, ¿qué clase de mozo es el Zarevitch? ¿Alguno de ustedes lo ha visto? Se cuentan de él historias extrañas. Dicen que ama al pueblo, pero un hijo de rey nunca lo hace. Es imposible criarlos así.

Presidente.- Desde que volvió del extranjero, hace un año, su padre lo ha tenido en rigurosa prisión en el palacio.

Miguel.- ¡Una excelente preparación para hacer de él un tirano cuando le llegue el turno! ¿Pero hay alguna novedad?

Presidente.- Mañana se reunirá el Consejo, a las cuatro, para tratar un asunto secreto que el Comité no ha podido averiguar.

Miguel.- Una reunión de Consejo en el palacio de un rey es seguramente para algún crimen. ¿Pero en qué sala se reunirá?

Presidente (leyendo una carta).- En la sala amarilla, la de los tapices, que lleva el nombre de la Emperatriz Catalina.

Miguel.- No me interesan los nombres largos. Quiero saber dónde está.

Presidente.- No puedo decírtelo, Miguel. Yo sé más del interior de las prisiones que de los palacios.

Miguel (dirigiéndose súbitamente a Alexis).- ¿Dónde está ese salón, Alexis?

Alexis.- En el primer piso, mirando al patio interior. Pero, ¿por qué lo preguntas, Miguel?

Miguel.- ¡Por nada, por nada, muchacho! Simplemente me interesa mucho la vida y los movimientos del Zar, y sabia que tú podías decirme todo lo que se refiere al palacio. Cualquier pobre estudiante de medicina de Moscú conoce todo lo que hay que saber de las casas del rey. Es su obligación, ¿no es cierto?

Alexis (aparte).- ¿Es posible que Miguel sospeche de mi? Esta noche se porta de una manera extraña. ¿Por qué no viene ella? Todo el fuego de la revolución parece convertirse en cenizas amodorradas cuando ella no está aquí.

Miguel.- ¿Has atendido muchos enfermos en tu hospital últimamente, muchacho?

Alexis.- Hay uno que está enfermo de muerte y que me agradaría curar, pero no puedo.

Miguel.- ¿Si? ¿Y quién es?

Alexis.- Rusia, nuestra madre.

Miguel.- La educación de Rusia es trabajo para un cirujano, y tiene que hacerse con el cuchillo. No me gusta tu método de medicina.

Presidente.- Profesor, hemos leído las pruebas de su último articulo; de veras es muy bueno.

Miguel.- ¿De qué trata, Profesor?

Profesor.- El tema, querido hermano, es el asesinato considerado como método de reforma política.

Miguel.- No creo mucho en la pluma y el papel para las revoluciones. Un puñal hace más que cien epigramas. De todos modos, leamos la última producción de nuestro sabio. Dénmela. La leeré yo mismo.

Profesor.- Hermano, tú nunca respetas la puntuación; deja que lo lea Alexis.

Miguel.- Sí, tiene la palabra tan suelta como si fuera algún joven aristócrata; por mi parte, no me interesan los signos de puntuación si el sentido es claro.

Alexis (leyendo).- El pasado ha pertenecido al tirano, y lo ha profanado; el futuro es nuestro, y nosotros lo santificaremos. ¡Si santifiquemos el futuro que haya al menos una revolución que no haya sido concebida en el crimen y criada en el asesinato!

Miguel.- Ellos nos hablaron con la espada, y con la espada les responderemos. Tú eres demasiado delicado para nosotros, Alexis. Aquí sólo deben estar hombres cuyas manos estén encallecidas por el trabajo o manchadas por la sangre.

Presidente.- ¡Tranquilo, Miguel, tranquilo! ¡Alexis es el corazón más valiente que hay entre nosotros!

Miguel (aparte).- Esta noche tendrá que ser muy valiente.

Se escuchan el sonido de los cascabeles de un trineo.

Una voz (afuera).- Per crucem ad lucem. (Respuesta del hombre que está de guardia): Per sanguinem ad libertatem.

Entra Vera cubierta con una capa. Cuando se la saca, aparece en traje de baile de gala.

Vera.- ¡Dios salve al pueblo!

Presidente.- ¡Bien venida, Vera, bien venida! Estábamos descorazonados hasta que te vimos; pero ahora siento que la estrella de la libertad ha venido para sacarnos de la noche.

Vera.- ¡Es de noche, ciertamente, hermano! ¡Una noche sin luna ni estrellas! ¡Rusia está sacudida hasta lo profundo de su corazón! ¡El hombre Iván, al que todos llaman Zar, hiere ahora a nuestra madre con una daga más mortal que la que ninguna tiranía forjó jamás contra la vida del pueblo!

Miguel.- ¿Qué ha hecho ahora el tirano?

Vera.- Mañana, la Ley marcial será proclamada en toda Rusia.

Todos.- ¡Ley marcial! ¡Estamos perdidos! ¡Estamos perdidos!

Alexis.- ¡Ley marcial! ¡Imposible!

Miguel.- ¡Tonto! Nada es imposible en Rusia fuera de la reforma.

Vera.- ¡Sí, la Ley marcial! Los últimos derechos a los que el pueblo se aferraba le han sido arrebatados. Sin juicio, sin apelación, sin acusador siquiera, nuestros hermanos serán arrancados de sus casas, fusilados como perros en las calles, desterrados a morir de frío en la nieve, a morir de hambre en el calabozo, a pudrirse en las minas. ¿Sabes lo que quiere decir Ley marcial? Significa el estrangulamiento de toda una nación. Las calles estarán llenas de soldados día y noche. Habrá un centinela en cada puerta. Nadie se atreverá a salir de su morada, excepto los espías o traidores. Acorralados en las guaridas en que vivimos, encontrándonos furtivamente, hablando con el corazón palpitante; ¿qué podemos hacer ahora por el bien de Rusia?

Presidente.- Podemos sufrir, por lo menos.

Vera.- Ya lo hemos hecho demasiado tiempo. Ahora ha llegado la hora de aniquilar y de vengarnos.

Presidente.- Hasta ahora el pueblo ha soportado todo.

Vera.- Porque no entendía nada. Pero ahora, nosotros, los nihilistas, le hemos dado el fruto del conocimiento para que comieran de él, y el día del sufrimiento silencioso ha terminado para Rusia.

Miguel.- ¡Ley marcial, Vera! Nos trae nuevas terribles.

Presidente.- Es la orden de muerte para la libertad en Rusia.

Vera.- O la señal de la revolución.

Miguel.- ¿Estás segura de que es cierto?

Vera.- Aquí está la proclama. Se la robé yo misma en el baile de esta noche, a un joven tonto, uno de los secretarios del Príncipe Pablo, quien se la había entregado para que la hiciera copiar. Por eso llegué tan tarde.

Vera entrega la proclama a Miguel, quien la lee.

Miguel.- Para asegurar la seguridad pública... Ley marcial. Por orden del Zar, padre de su pueblo. ¡Padre de su pueblo!

Vera.- ¡Sí! Un padre cuyo nombre no ha de honrarse, cuyo reino tiene que cambiarse en República, cuyas deudas no deben perdonarse, porque nos ha despojado del pan nuestro de cada día; que no tiene poder, ni justicia, ni gloria, ahora y por los siglos de los siglos.

Presidente.- Alrededor de esta hora tiene que reunirse el Consejo mañana. La proclama no ha sido firmada aún.

Alexis.- No lo será mientras yo tenga una lengua con que argumentar.

Miguel.- O mientras yo tenga manos con las que herir.

Vera.- ¡Ley marcial! ¡Oh Dios, qué fácil es para un rey matar su pueblo de a millares, pero nosotros no podemos librarnos de un solo hombre coronado en toda Europa! ¿Qué aterradora majestad tienen esos hombres, que hace insegura la mano, traicionera la daga, inocuo el disparo de pistola? ¿No son hombres con pasiones como nosotros, vulnerables a las mismas enfermedades, de carne y hueso, no distintos a nosotros? ¿Qué hizo temblar a Olgiatti en el momento de crisis suprema de la vida de Roma, y qué hizo que le faltase el vigor a Guido, cuando debía ser de hierro y acero? ¡Malditos sean esos tontos de Nápoles, Berlín y España! ¡Creo que si yo estuviera frente a frente con algunos de los hombres con corona, mis ojos verían con más claridad, mi golpe sería más seguro, mi cuerpo cobraría una fuerza y poder que no son propios! ¡Oh! ¡Pensar qué es lo que se interpone entre nosotros y la libertad de Europa! ¡Unos cuantos hombres ancianos, llenos de arrugas; unos cuantos viejos chochos, débiles, temblequeantes, a los que un niño podría estrangular por un ducado, o una mujer apuñalar en una sola noche! ¡Eso nos separan de la libertad! Pero ahora pareciera que la casta de los hombres ha muerto y que la tierra, inactiva, se ha cansado de dar a luz sus hijos, pues de lo contrario ningún perro coronado corrompería el aire de Dios viviendo en él.

Todos.- ¡Pruébanos! ¡Pruébanos! ¡Pruébanos!

Miguel.- También a ti te probaremos algún DIA, Vera.

Vera.- ¡Ruego a Dios que así sea! ¿No he sofocado todos los sentimientos que hubiera en mi, y no cumpliré mi juramento?

Miguel. (al Presidente).- ¡Ley marcial, Presidente! Vamos no hay tiempo que perder. Todavía tenemos doce horas antes de la reunión del Consejo. ¡Doce horas! Se puede derrocar una dinastía en menos de ese tiempo.

Presidente.- Si, o perder la cabeza.

Miguel y el Presidente se retiran a un ángulo de la escena y se sientan a cuchichear. Vera toma la proclama y la lee para sí. Alexis la observa y repentinamente se precipita hacia ella.

Alexis.- ¡Vera!

Vera.- ¡Alexis!, ¿qué haces aquí? ¡Chiquillo tonto! ¿No te había rogado que te apartaras de nosotros? Todos los que nos hallamos aquí estamos condenados a morir antes de tiempo, nuestro hado es expiar mediante el sufrimiento el bien que hagamos; pero tú, con tu alegre cara de niño, eres aún demasiado joven para morir.

Alexis.- Nunca se es demasiado joven para morir por la patria.

Vera.- ¿Por qué vienes aquí noche tras noche?

Alexis.- Porque amo al pueblo.

Vera.- Pero tus compañeros estudiantes pueden echarte de menos. Ya sabes cuántos espías hay en la universidad. ¡Oh, Alexis, tienes que irte! Ya ves qué desesperados nos ha hecho el sufrimiento. No hay lugar aquí para un ser como tú. No debes volver.

Alexis.- ¿Por qué tienes tan mala opinión de mí? ¿Por qué he de vivir mientras mis hermanos sufren?

Vera.- Tú me hablaste una vez de tu madre. Dijiste que la amabas. ¡Piensa en ella, por favor!

Alexis.- Ya no tengo más madre que Rusia, mi vida le pertenece, para quitármela o dejármela; pero esta noche estoy aquí para verte. Me han dicho que sales mañana para Novgorod.

Vera.- Debo hacerlo. Allí están perdiendo ánimo, y tengo que atizar la llama de la revolución hasta que se convierta en un resplandor que enceguezca a todos los reyes de Europa. Si se aprueba la Ley marcial, me necesitarán todavía más allí. No hay límite, parece, para la tiranía de un solo hombre; pero tiene que haber un límite para el sufrimiento de todo un pueblo. Son demasiados los nuestros que han muerto en el patíbulo o en las barricadas: ahora les ha llegado el turno a ellos de ser victimas.

Alexis.- Dios sabe que estoy contigo. Pero no debes ir. La policía vigila todos los trenes buscándote. Cuando te arresten, tienen órdenes de encerrarte sin juicio en los calabozos más profundos del palacio. Yo lo sé... no interesa cómo. ¡Oh! Piensa que sin ti nuestra vida se queda sin su sol, ¡cómo el pueblo perderá a su guía y la libertad perderá a su sacerdotisa! ¡Vera, no debes ir!

Vera.- Tienes razón; me quedaré. Viviré un poco más por la libertad, viviré un poco más por Rusia.

Alexis.- Cuando mueras, Rusia quedará conmovida; cuando tú mueras, yo perderé toda esperanza... toda. Vera, las nuevas que traes son espantosas... ¡Ley marcial! ... es demasiado terrible. ¡No lo sabía! ¡Por mi vida, que no lo sabía!

Vera.- ¿Cómo podías saberlo? Es un plan demasiado cuidado. Ese gran Zar Blanco, cuyas manos están rojas con la sangre del pueblo que ha asesinado, cuya alma está ennegrecida por la iniquidad, es el conspirador más astuto de todos nosotros. ¡Oh! ¿Cómo es posible que Rusia haya dado a luz dos corazones como el tuyo y el suyo?

Alexis.- Vera, el Emperador no ha sido siempre así. Hubo un tiempo en que amaba al pueblo. Es ese demonio, al que Dios maldiga, el Príncipe Pablo Maraloffski, el que lo ha llevado a ser lo que es. Te juro que abogaré por el pueblo ante el Emperador.

Vera.- ¡Abogar ante el Zar! ¡Chiquillo tonto! Sólo los condenados a muerte ven a nuestro Zar. Además, ¿qué le importaría una voz que clama misericordia? El grito de una nación que agoniza no ha conmovido ese corazón de piedra.

Alexis (aparte).- Con todo, le pediré clemencia. No puede hacer más que matarme.

Profesor.- Aquí están las proclamas, Vera. ¿Te parece que servirán?

Vera.- Las leeré. ¡Qué hermoso está! Me parece que nunca tuvo un aspecto tan noble como esta noche. ¡Feliz la libertad que tiene un amante como éste!

Alexis.- Bueno, Presidente, ¿qué cavila usted?

Miguel.- Estamos pensando en el mejor modo de matar osos. (Susurra algo al Presidente y lo lleva aparte).

Profesor (a Vera).- ¿Y las cartas de nuestros hermanos de París y Berlín? ¿Qué respuesta debemos enviarles?

Vera (las toma mecánicamente).- Si yo no hubiera sofocado mis sentimientos, si no hubiera jurado no amar ni ser amada, me parece que habría podido amarlo. ¡Oh! ¡Soy una necia! ¡Yo misma soy una traidora! ¿Pero por qué vino a sumarse a nosotros con su cara joven y hermosa, su corazón inflamado por la libertad, su alma blanca y pura? ¿Por qué me hace sentir a veces que podría aceptarlo como mi rey, aunque soy republicana? ¡Oh, necia, necia, necia! ¡Infiel a tu juramento! ¡Débil como el agua! ¡Haberlo hecho! ¡Recuerda lo que eres ... nihilista, nihilista!

Presidente (a Miguel).- Pero te prenderán, Miguel.

Miguel.- Creo que no. Llevaré el uniforme de la Guardia Imperial, y el Coronel que está de servicio es uno de los nuestros. Está en el primer piso, ¿recuerda? y puedo apuntar desde lejos.

Presidente.- ¿No debo decírselo a nuestros hermanos?

Miguel.- ¡Ni una palabra, ni una palabra! Hay un traidor entre nosotros.

Vera.- ¡Vamos! ¿Son éstas las proclamas? Sí, están bien. Envía quinientas a Kiev, Odesa y Novgorod, quinientas a Varsovia, y que distribuyan el doble en las provincias del Sur, aunque esos estúpidos campesinos rusos no se interesan mucho en nuestras proclamaciones, y menos en nuestros martirios. Cuando se dé el golpe, tiene que ser en la ciudad, no en el campo.

Miguel.- Sí, y con la espada, no con la pluma de ganso.

Vera.- ¿Dónde están las cartas de Polonia?

Profesor.- Aquí.

Vera.- Desdichada Polonia. Las águilas de Rusia se han cebado en su corazón. No tenemos que olvidar a nuestros hermanos de allá.

Presidente.- ¿Es cierto, Miguel?

Miguel.- Sí, doy mi vida como garantía.

Presidente.- Entonces, que se cierren las puertas. Alexis Ivanacievitch, que entraste en nuestros registros como estudiante de medicina en Moscú. ¿Por qué no nos avisaste de este sanguinario proyecto de Ley marcial?

Alexis.- ¿Yo, presidente?

Miguel.- ¡Sí, tú! Armas como éstas no se forjan en un día. ¿Por qué no nos informas? Una semana antes había para colocar la mina, para alzar la barricada, para dar por lo menos un golpe de defensa de la libertad. Pero ahora el momento ha pasado. ¡Es tarde, demasiado tarde! ¿Por qué lo guardaste en secreto, te pregunto?

Alexis.- ¡Miguel, hermano mío! ¡Por la mano de la libertad te aseguro que eres injusto conmigo! No sabía nada de esta ley repugnante. ¿Cómo podía saberlo?

Miguel.- ¡Porque eres un traidor! ¿A dónde fuiste al salir de aquí la última noche que nos reunimos?

Alexis.- A mi casa, Miguel.

Miguel.- ¡Mentiroso! Yo te seguí. Saliste de aquí una hora después de medianoche. Envuelto en una gran capa, cruzaste el río en un bote, una milla después del segundo puente, y diste al botero una moneda de oro, ¡tú, el pobre estudiante de medicina! Giraste dos veces, y te escondiste en una arcada tanto tiempo que casi había decidido darte muerte con mi puñal inmediatamente, sólo que me gusta cazar. ¿Así que pensaste que habías eludido cualquier seguimiento? ¡Tonto! Yo soy un sabueso que nunca pierde el rastro. Te seguí de calle en calle. Al fin te vi. cruzar rápidamente la Plaza de San Isaac, susurrar al centinela una contraseña secreta, entrar en el palacio por una puerta privada con tu propia llave.

Conspiradores.- ¿Al palacio?

Vera.- ¡Alexis!

Miguel.- Aguardé. Una espantosa guardia tras otra, a lo largo de nuestra larga noche rusa, aguardé, para matarte con tu salario de Judas todavía caliente en tus manos. Pero nunca regresaste; nunca saliste de aquel palacio. vi. al sol, rojo como la sangre, levantarse a través de la niebla amarillenta sobre la ciudad lóbrega; vi amanecer un nuevo día de opresión sobre Rusia; pero nunca regresaste. ¿De modo que pasas tus noches en el palacio? Conoces la contraseña de los centinelas; tienes una llave de la puerta secreta. Eres un espía... nunca confié en ti, en tus manos suaves y blancas, tu cabello enrulado, tus lindos modales. No tienes ninguna marca de sufrimiento; no puedes ser del pueblo. ¡Eres un espía... un espía... traidor!

Todos.- ¡Mátalo! ¡Mátalo!

Vera (precipitándose para ponerse delante de Alexis).- ¡Atrás, Miguel, te digo! ¡Atrás todos! ¡No os atreváis a ponerle una mano encima! ¡Es el corazón más noble que hay entre nosotros!

Todos.- ¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Es un espía!

Vera.- ¡Poned un dedo sobre él, y os abandono a vuestra suerte!

Presidente. -Vera, ¿no escuchaste lo que Miguel dijo de él? Pasó toda la noche en el palacio del Zar. Tiene la contraseña y una llave privada. ¿Qué puede ser sino un espía?

Vera.- ¡Bah! No le creo a Miguel. ¡Es mentira! ¡Es mentira! Alexis, di que es mentira.

Alexis.- Es verdad; Miguel ha contado lo que vio. Pasé la noche en el palacio del Zar. Miguel ha dicho la verdad.

Vera.- ¡Atrás, os digo! ¡Atrás! Alexis, no me importa. Confío en ti: tú no nos traicionarás; tú no venderías al pueblo por dinero. ¡Tú eres honesto, leal! ¡Oh, di que no eres un espía!

Alexis.- ¿Espía? Vosotros sabéis que no. Estoy con vosotros, hermanos, hasta la muerte.

Miguel.- Sí, hasta la muerte.

Alexis.- Vera, tú sabes que soy leal.

Vera.- Lo sé bien.

Presidente.- ¿Por qué estás aquí, traidor?

Alexis.- Porque amo al pueblo.

Miguel.- ¿Entonces puedes ir al martirio por él?

Vera.- Tienes que matarme primero, Miguel, antes de poner un dedo sobre él.

Presidente.- Miguel, no podemos perder a Vera. Está encaprichada en hacer que este muchacho viva. Podemos retenerlo aquí esta noche. Hasta este momento no nos ha traicionado.

Ruido de pasos de soldados afuera. Golpean la puerta.

Una voz.- ¡Abran, en nombre del Emperador!

Miguel.- Nos ha traicionado. ¡Esto es obra tuya, espía!

Presidente.- ¡Vamos, Miguel, vamos! No hay tiempo para degollarnos uno a otro mientras tenemos que salvar nuestras cabezas.

Voz.- ¡Abran, en nombre del Emperador!

Presidente.- Hermanos, poneos las máscaras. Miguel, abre la puerta. Es nuestra única posibilidad.

Entran el General Kotemkin y soldados.

General.- Todos los ciudadanos honestos deben estar en sus casas una hora antes de medianoche, y no puede haber reuniones de más de cinco personas. ¿Conocen ustedes la proclama, amigos?

Miguel.- ¡Sí! Ustedes han ensuciado todas las paredes de Moscú con ella.

Vera.- ¡Tranquilo, Miguel, tranquilo! No, señor, no la conocemos. Somos una compañía de actores ambulantes que vamos de Samara a Moscú para divertir a su Majestad Imperial el Zar.

General.- Pero yo escuché gritos antes de entrar. ¿Qué eran?

Vera.- Estábamos ensayando una nueva tragedia.

General.- Tus respuestas son demasiado honestas para ser verdaderas. Vamos, ¡déjenme ver quiénes son! ¡Quítense esas máscaras de comediantes! ¡Por San Nicolás, preciosa! Si tu cara es como tu cuerpo, debes ser un bocado elegido. ¡Vamos, hermosa, quiero ver tu cara primero que la de los demás!

Presidente.- ¡Dios mío! ¡Si ve que es Vera, todos estamos perdidos!

General.- Nada de coqueterías, muchacha. Vamos, quítate la máscara, te digo, o le diré a mis guardias que lo hagan por ti.

Alexis.- ¡Atrás, General Kotemkin!

General.- ¿Quién eres tú, amigo, que hablas con una lengua tan rápida a tus superiores? (Alexis se quita la máscara.) ¡Su Alteza Imperial el Zarevitch!

Todos.- ¡EI Zarevitch! ¡Estamos perdidos!

Presidente. -Yo sabía que era un espía. Nos entregará a los soldados.

Miguel (a Vera).- ¿Por qué no me dejaste matarlo? ¡Vamos, tenemos que luchar hasta la muerte para hacerlo!

Vera.- ¡Tranquilo! No nos traicionará.

Alexis.- Es un capricho, General. Usted sabe cómo mi padre me aleja del mundo y me tiene encarcelado en el palacio. Me aburriría mortalmente si no pudiera salir disfrazado de noche y tener algunas aventuras románticas en la ciudad. Me encontré con estos honrados comediantes hace unas horas.

General.- ¿Son actores, Príncipe?

Alexis.- Si, y muy ambiciosos. Sólo les interesa actuar delante de los príncipes.

General.- Os juro, Alteza, que tenia la esperanza de haber hecho una buena redada de nihilistas.

Alexis.- ¿Nihilistas en Moscú, General? ¿Con usted al frente de la policía? ¡Imposible!

General.- Eso le digo siempre a vuestro padre el Emperador. Pero en la reunión de Consejo de hoy se dijo que esa mujer, Vera Saburoff, ha sido vista en esta ciudad. La cara del Emperador se puso tan blanca como la nieve que hay afuera. No creo haber visto nunca un hombre tan aterrorizado.

Alexis.- ¿Entonces es una mujer peligrosa esa Vera Saburoff?

General.- La más peligrosa de Europa.

Alexis.- ¿La vio usted alguna vez, General?

General.- Si. Hace cinco años, cuando yo era un simple Coronel, en una posada; ella era una vulgar camarera. Si entonces hubiera sabido en qué habría de convertirse, la hubiera azotado hasta la muerte en el camino. No es una mujer: es una especie de demonio. Durante los ú1timos dieciocho meses la he estado persiguiendo, y logré verla una vez, en septiembre, en las afueras de Odesa.

Alexis.- ¿Cómo la dejó escapar, General?

General.- Iba solo, y mató de un tiro a uno de mis caballos cuando estaba a punto de alcanzarla. Si la vuelvo a ver otra vez, no perderé la oportunidad. El Emperador ha prometido veinte mil rubios por su cabeza.

Alexis.- Espero que lo logre, General. Pero mientras tanto usted está aterrorizando a esta pobre gente y estropeando la tragedia. Buenas noches, General.

General.- Si, pero me gustaría verles las caras, Alteza.

Alexis.- No, General; no debe usted pedir eso. Usted sabe cómo son estos gitanos. No les gusta que los miren.

General.- Si. Pero, Alteza...

Alexis (altivamente).- General, son amigos míos, y eso basta. ¡Buenas noches! Y, General, ni una palabra de mi pequeña aventura aquí.

General.- No lo olvidaré, Príncipe. ¿Pero no desea que lo acompañemos al Palacio? El Baile del Estado está casi terminando y lo esperan a usted.

Alexis.- Allí estaré, pero volveré solo. Recuerde: ni una palabra sobre mis actores ambulantes.

General.- ¿O de vuestra hermosa gitana, eh, Príncipe? ¡Vuestra hermosa gitana! La verdad, me hubiera gustado verla antes de irme: tiene unos ojos muy hermosos; por lo que se ve a través de la máscara. Bueno, buenas noches, Alteza; buenas noches.

Alexis.- Buenas noches, General.

Salen el General y los soldados.

Vera (arrancándose la máscara).- ¡Salvados! ¡Y por ti!

Alexis (tomando su mano).- ¿Confiáis ahora en mi, hermanos?



TELÓN




Acto segundo.

Escena: Cámara del Consejo en el Palacio del Emperador. Paredes recubiertas de tapices amarillos. Una mesa, con un sillón de honor reservado para el Zar; una ventana detrás, que se abre a un balcón. A medida que se desarrolla la escena va oscureciéndose la luz exterior.

Personajes: Príncipe Pablo Maraloffsky, Príncipe Petrovitch, Conde Ruvaloff, Barón Raff, Conde Petruchof.


Príncipe Petrovitch.- De modo que, finalmente, el cabeza hueca de nuestro Zarevitch ha sido perdonado y retornará aquí su asiento.

Príncipe Pablo.- Así es, a menos que lo hayan concebido como un castigo extra. Por mi parte, al menos, encuentro que estos Consejos son muy agotadores.

Príncipe Petrovitch.- Es muy natural: usted habla continuamente.

Príncipe Pablo.- No; pienso que ha de ser porque a veces tengo que escuchar.

Conde Ruvaloff.- De todos modos, cualquier cosa es mejor que estar encerrado en una especie de prisión, como estaba él... sin que le permitieran nunca asomarse al mundo.

Príncipe Pablo.- Mi estimado Conde, para la gente romántica, como es él, el mundo siempre parece mejor visto de lejos, y una prisión donde le dejan a uno encargarse la cena no es de ningún modo un mal lugar. (Entra el Zarevitch. Los cortesanos se levantan.) ¡Ah! ¡Buenas tardes, Príncipe! Vuestra Alteza parece un poco pálido hoy.

Zarevitch (después de una pausa).- Hoy necesito un cambio de aire.

Príncipe Pablo (sonriendo).- He ahí una aspiración altamente subversiva. Vuestro padre, el Emperador desaprobaría cualquier reforma del termómetro ruso.

Zarevitch (amargamente).- Mi padre, el Emperador, me ha tenido seis meses encerrado en este calabozo llamado palacio. Esta mañana me ha levantado bruscamente para hacerme presenciar cómo ahorcaban a unos desdichados nihilistas. La sanguinaria carnicería me: dio náuseas, aunque era un noble espectáculo ver cómo saben morir estos hombres.

Príncipe Pablo.- Cuando seáis tan viejo como yo, Príncipe, comprenderéis que hay pocas cosas más fáciles que vivir mal y morir bien.

Zarevitch.- ¡morir bien! Esa lección no puede habérsela enseñado a usted la experiencia, por más que sepa cómo vivir mal.

Príncipe Pablo (encogiéndose de hombros).- ¡experiencia! Ese es el nombre que los hombres dan a sus errores. Yo nunca cometo ninguno.

Zarevitch (amargamente).- No; los crímenes están más en su línea.

Príncipe Petrovitch (al Zarevitch).- El Emperador estaba muy preocupado por vuestra tardanza en llegar al baile anoche, Príncipe.

Conde Ruvaloff (riéndose).- Creo que pensó que los nihilistas habían irrumpido en el Palacio y os habían secuestrado.

Barón Raff.- Si lo hubieran hecho, os habrían privado de una danza encantadora.

Príncipe Pablo.- Y de una excelente cena. Gringoire se superó realmente a sí mismo con su ensalada. ¡Sí, puede reírse usted, Barón! Pero preparar una buena ensalada es algo mucho más difícil que guisar una cuenta. Hacer una buena ensalada es ser un diplomático brillante... El problema es totalmente idéntico en ambos casos: saber exactamente cuánto aceite hay que añadir al vinagre.

Barón Raff.- ¡Un cocinero y un diplomático! ¡Un excelente paralelo! SI yo tuviera un hijo tonto, lo haría ser una de las dos cosas.

Príncipe Pablo.- Veo que su padre no era de la misma opinión, Barón. Pero, créame, se equivoca al menospreciar la cocina. En cuanto a mí mismo, la única inmortalidad que deseo es la de inventar una salsa nueva. Nunca tuve tiempo suficiente para pensar en ello, pero siento que lo llevo dentro de mí. Siento que está dentro de mí.

Zarevitch.- Ciertamente, usted ha errado el oficio, Príncipe Pablo: el cordon bleu le hubiera sentado mucho más que la Gran Cruz de Honor. Pero usted sabe que no hubiera podido conservar limpio el delantal. Lo hubiera ensuciado demasiado pronto. Tiene usted las manos demasiado sucias.

Príncipe Pablo (haciendo una reverencia).- Que voulez-vous? Yo manejo los asuntos de vuestro padre.

Zarevitch (amargamente).- ¡Usted desbarata los asuntos de mi padre, querrá decir! ¡Usted es el genio maligno de su vida! Antes que llegara usted, le quedaba todavía algo de amor. Es usted el que ha amargado su carácter, el que ha vertido en sus oídos el veneno de los consejos traidores, el que lo ha hecho odiar por todo el pueblo, el que lo ha convertido en lo que es... ¡un tirano!

Los cortesanos se miran significativamente uno al otro.

Príncipe Pablo (con calma).- Veo que vuestra Alteza necesita efectivamente cambiar de aire. Pero yo también he sido hijo mayor. (Enciende un cigarrillo). Sé lo que sucede cuando un padre se niega a morirse para complacer a uno.

El Zarevitch se adelanta hacia el frente del escenario y se apoya en la ventana, mirando hacia afuera.

Príncipe Petrovitch (al Barón Raff).- ¡Chiquilín estúpido! Lo mandarán al exilio o a otro sitio peor si no se cuida.

Barón Raff.- ¡Qué error ser sincero!

Príncipe Petrovitch.- La única locura que usted nunca cometió, Barón.

Barón Raff.- Uno tiene solamente una cabeza, ¿sabe usted, Príncipe?

Príncipe Pablo.- Mi querido Barón, su cabeza es lo último que nadie quisiera quitarle. (Saca una cajita de rapé y se la ofrece al Príncipe Petrovitch).

Príncipe Petrovitch.- ¡Gracias, Príncipe! ¡Gracias!

Príncipe Pablo.- Muy delicado, ¿no es cierto? Lo consigo directamente de Paris. Pero todo ha degenerado allí bajo esta vulgar República. Las côtelettes à limpériale se desvanecieron, por supuesto, con Bonaparte, y las omelettes se marcharon con los Orleans. La belle France está enteramente echada a perder, Príncipe, a causa de la mala moral y la mala cocina. (Entra el Marqués de Poivrand). ¡Ah, Marqués! Espero que Madame la Marquise se encuentre bien.

Marqués de Poivrand.- Usted debería saberlo mejor que yo, Príncipe Pablo; usted la ve más que yo (juego de palabras con la expresión you see more of her, lo cual, según el énfasis que se ponga al decirlo puede significar usted la ve más que yo, o bien, usted ve más de ella que yo, dependiendo, insistimos, en el énfasis con que se diga).

Príncipe Pablo.- Quizás veo más en ella, Marqués. Su esposa es realmente una mujer encantadora, tan llena de sprit, y muy satírica; continuamente habla de usted cuando estamos juntos.

Príncipe Petrovitch (mirando al reloj).- Su Majestad está algo retrasado hoy, ¿no es cierto?

Príncipe Pablo.- ¿Qué le ha pasado, querido Petrovitch? Parece muy mohíno. ¿No se habrá peleado con su cocinero, supongo? ¡Qué tragedia para usted! Perdería todos sus amigos.

Príncipe Petrovitch.- Temo no ser tan afortunado. Usted olvida que todavía me quedaría mi bolsa. Pero, por una vez, se equivoca usted: mi cocinero y yo estamos en excelentes términos.

Príncipe Pablo.- ¿Entonces ha recibido carta de sus acreedores o de la señorita Vera Saburoff? Ambos componen más de la mitad de mi correspondencia. Pero, realmente, no necesita alarmarse. Yo encuentro las más violentas proclamaciones del Comité Ejecutivo, como le dicen, repartidas por mi casa. Nunca las leo; por regla general tienen muy mala ortografía.

Príncipe Petrovitch.- Se equivoca nuevamente, Príncipe: los nihilistas me dejan tranquilo, por una razón u otra.

Príncipe Pablo (aparte).- Es verdad. La indiferencia es la venganza que el mundo se toma de las mediocridades.

Príncipe Petrovitch.- Estoy aburrido de la vida, Príncipe. Desde que la temporada de ópera terminó, soy un mártir perpetuo del ennui.

Príncipe Pablo.- La maladie du siècle. Usted necesita un nuevo excitante, Príncipe. Veamos... usted ha estado casado dos veces ya; supongamos que pruebe... el enamorarse una vez.

Barón Raff.- No logro entender su modo de ser.

Príncipe Pablo (sonriendo).- Si mi modo de ser hubiera sido hecho para adecuarse a su comprensión más que a mis necesidades, temo que yo hubiera hecho una figura muy pobre en el mundo.

Conde Ruvaloff.- Parece que no hay nada en la vida que usted no tome a broma.

Príncipe Pablo.- ¡Ah, mi querido Conde! La vida es una cosa demasiado importante para hablar en serio de ella.

Zarevitch (volviendo de la ventana).- No creo que el modo de ser del Príncipe Pablo sea tal misterio. Seria capaz de apuñalar a su mejor amigo con el fin de escribir un epigrama en su lápida.

Príncipe Pablo.- ¡Pardiez! Preferiría perder a mi mejor amigo antes que a mi peor enemigo. Para tener amigos, sabe usted, sólo hace falta tener buen carácter; pero cuando un hombre pierde todos sus enemigos tiene que haber en él algo despreciable.

Zarevitch (amargamente).- Si el tener enemigos es una medida de la grandeza, entonces usted debe ser de veras un coloso, Príncipe.

Príncipe Pablo.- Si, Alteza, sé que soy el hombre más odiado de Rusia, excepto vuestro padre, por supuesto. A él no parece gustarle mucho, dicho sea de paso; pero a mí, si, os lo aseguro. (Amargamente). Me encanta pasear en coche por las calles y ver cómo la canalla frunce el ceño en cada esquina. Me hace sentir que soy una potencia en Rusia: ¡un hombre contra millones! Además no tengo ambición de ser un héroe popular para ser coronado de laureles un DIA y sepultado a pedradas al día siguiente; prefiero morir apaciblemente en mi propio lecho.

Zarevitch.- ¿Y después de muerto?

Príncipe Pablo (encogiéndose de hombros).- El cielo es un despotismo. Me sentiré allí como en mi casa.

Zarevitch.- ¿Piensa usted alguna vez en el pueblo y en sus derechos?

Príncipe Pablo.- El pueblo y sus derechos me aburren. Ambos me dan náuseas. En estos tiempos modernos, el ser vulgar, iletrado, zafio y vicioso parece darle a un hombre una maravillosa infinitud de derechos que sus honrados padres jamás soñaron. Creedme, príncipe, en una buena democracia todo hombre debería ser un aristócrata, pero la gente que en Rusia trata de echarnos a empellones no son mejores que los animales de nuestros cotos, y están hechos para disparar sobre ellos, la mayoría.

Zarevitch (excitado).- Si efectivamente son zafios, iletrados, vulgares, peores que las bestias del campo, ¿quién los hizo así? (Entra el Ayudante de Campo).

Ayudante de Campo.- ¡Su Majestad Imperial, el Emperador! (El Príncipe Pablo mira al Zarevitch y sonríe).

Entra el Zar, rodeado de su guardia.

Zarevitch (precipitándose a recibirlo).- ¡Señor!

Zar (nervioso y atemorizado).- ¡No te acerques demasiado a mí, muchacho! ¡No te acerques demasiado, te digo! Siempre hay algo en un heredero de la corona que no es saludable para su padre. ¿Quién es ese hombre que está allí? ¿Qué está haciendo? ¿Es un conspirador? ¿Lo han registrado? Denle hasta mañana para confesar; luego, ¡ahórquenlo! ... ¡ahórquenlo!

Príncipe Pablo.- Señor, os estáis anticipando a la historia. Este es el Conde Petruchoff, vuestro nuevo embajador en Berlín. Ha venido a besaros las manos por su designación.

Zar.- ¿Besarme las manos? Eso es una conspiración. Quiere envenenarme. Bueno, que bese la mano de mi hijo; es casi lo mismo.

El Príncipe Pablo hace señas al Príncipe Petruchoff de que salga de la habitación. Salen Petruchoff y los guardias. El Zar se deja caer en su silla. Los cortesanos permanecen en silencio.

Príncipe Pablo (aproximándose).- ¡Señor! ¿Quiere vuestra Majestad...?

Zar.- ¿Por qué me sobresalta así? No, no quiero. (Observa nerviosamente a los cortesanos). ¿Por qué entrechoca usted su espada, señor? (Al Conde Ruvaloff). ¡Quítese eso! No admito que nadie lleve espada en mi presencia (mirando al Zarevitch); menos que nadie, mi hijo. (Al Príncipe Pablo). ¿No está enojado conmigo, Príncipe? ¿No me abandonará, no es cierto? Dígame que no me abandonará. ¿Qué desea? Puede contar con todo... con todo.

Príncipe Pablo (haciendo una profunda reverencia).- Señor, para mi es suficiente contar con vuestra confianza. (Aparte). Temía que se fuera a vengar y me diera otra condecoración.

Zar (volviendo a su sillón).- Bien, caballeros.

Marqués de Proivand.- Señor, tengo el honor de presentaros un leal memorial de vuestros súbditos de la Provincia de Arcángel, en la que expresan su horror ante el último atentado contra la vida de vuestra Majestad.

Príncipe Pablo.- El penúltimo, debió usted decir, Marqués. ¿No ve que está fechado hace dos semanas?

Zar.- Hay buena gente en la Provincia de Arcángel... gente honesta, leal. Me aman mucho... gente sencilla, leal; déles un nuevo santo... no cuesta nada. Bueno, Alexis (volviéndose al Zarevitch)... ¿cuántos traidores ahorcaron esta mañana?

Zarevitch.- Fueron estrangulados siete hombres, Señor.

Zar.- Debieron ser tres mil. ¡Ojala este pueblo tuviera un solo cuello, para poder estrangularlo con un solo lazo! ¿Dijeron algo? ¿A quién denunciaron? ¿Qué confesaron?

Zarevitch.- Nada, Señor.

Zar.- Entonces debieron torturarlos. ¿Por qué no los torturaron? ¿Tendré siempre que luchar a ciegas? ¿No sabré nunca de qué raíz brotan estos traidores?

Zarevitch.- ¿Qué otra raíz de descontento puede haber en el pueblo que no sea la tiranía y la injusticia de sus gobernantes?

Zar.- ¿Qué has dicho, muchacho? ¡Tiranía! ¡Tiranía! ¿Soy acaso un tirano? Yo amo al pueblo. Soy su padre. Así me llaman en cada proclama oficial. Ten cuidado, muchacho, ten cuidado. Todavía no pareces curado de la necedad de tu lengua. (Se acerca al Príncipe Pablo y le pone la mano en el hombro). Príncipe Pablo, dígame, ¿vino mucha gente esta mañana a ver ahorcar a los nihilistas?

Príncipe Pablo.- La horca, por supuesto, es ahora mucho menos novedosa en Rusia que hace tres o cuatro años, Señor; y vos sabéis cuán fácilmente la gente se cansa hasta de las mejores diversiones. Pero la plaza y las azoteas de las casas estaban realmente casi colmadas, ¿no es cierto, Príncipe? (Al Zarevitch, que no se da por aludido).

Zar.- Está bien; todos los ciudadanos leales debían haber estado allí. Les hubiera mostrado qué les espera. ¿Arrestó usted a alguien de la turba?

Príncipe Pablo.- Sí, Señor. A una mujer, por maldecir vuestro nombre. (El Zarevitch se sobresalta de ansiedad). Era la madre de dos de los criminales.

Zar (mirando al Zarevitch).- Hubiera debido bendecirme por librarla de sus hijos. Mándela a la prisión.

Zarevitch.- Las prisiones de Rusia ya están demasiado llenas, Señor. No hay lugar en ellas para ninguna nueva victima.

Zar.- Entonces es porque no mueren suficientemente rápido. debería poner a más de uno en cada celda. No los tiene bastante tiempo en las minas. Si lo hace, es seguro que morirán; pero usted es demasiado misericordioso. Yo soy también demasiado misericordioso. Envíela a Siberia. Es seguro que morirá en el camino. (Entra un Ayudante de Campo). ¿Qué es eso? ¿Qué es eso?

Ayudante de Campo.- Una carta para su Majestad Imperial.

Zar (al Príncipe Pablo).- No la abriré. Puede haber algo adentro.

Príncipe Pablo.- Seria una carta muy decepcionante si no lo hubiera, Señor. (Toma la carta y la lee).

Príncipe Petrovitch (al Conde Ruvloff).- Sin duda es una mala noticia. Conozco demasiado bien esa sonrisa.

Príncipe Pablo.- Es del Jefe de Policía de Arcángel, Señor. El Gobernador de la Provincia fue asesinado de un tiro esta mañana por una mujer, cuando entraba en el patio de su propia casa. La asesina ha sido apresada.

Zar.- Yo nunca confié en el pueblo de Arcángel. Es un nido de nihilistas y conspiradores. Quíteles sus santos; no los merecen.

Príncipe Pablo.- Vuestra Alteza los castigaría más severamente dándoles uno extra. ¡Tres gobernadores muertos a tiros en tres meses! (Se ríe para si mismo). Señor, permitidme recomendaros a vuestro leal súbdito, el Marqués de Poivrand, como nuevo gobernador de vuestra Provincia de Arcángel.

Marqués de Poivrand (presurosamente).- Señor, soy inadecuado para el puesto.

Príncipe Pablo.- Marqués, es usted demasiado modesto. Créame, no hay en Rusia ninguna persona a quien yo prefiriese ver de gobernador en Arcángel más que a usted. (Susurra algo al oído del Zar).

Zar.- Muy acertado, Príncipe Pablo; usted siempre está acertado. Vea que las cartas del Marqués se preparen de inmediato.

Príncipe Pablo.- Puede partir esta misma noche, Señor. Lo echaré mucho de menos, Marqués. Siempre me ha agradado extremadamente su gusto para los vinos y para las esposas.

Marqués de Poivrand (al Zar).- ¿Partir esta noche, Señor? (El Príncipe Pablo susurra algo al oído del Zar).

Zar.- SI, Marqués, esta noche. Es mejor ir en seguida.

Príncipe Pablo.- Yo me preocuparé de que Madame la Marquise no esté demasiado sola mientras usted está afuera. No necesita, pues, alarmarse por ella.

Conde Ruvaloff (al Príncipe Petrovitch).- Yo me alarmaría más por mi mismo.

Zar.- ¡El Gobernador de Arcángel muerto en su propio patio por una mujer! No estoy a salvo aquel. No estoy a salvo en ninguna parte con ese demonio de la revolución, Vera Saburoff, aquí en Moscú. Príncipe Pablo, ¿está todavía aquel esa mujer?

Príncipe Pablo.- Me informan que estuvo anoche en el baile del Gran Duque. Me cuesta creerlo, pero es cierto que ella se había propuesto salir para Novgorod hoy. La policía ha estado vigilando todos los trenes en su busca, pero, por una razón u otra, no viajó. Algún traidor debe haberle advertido. Pero todavía la atraparé. La caza de una mujer bonita siempre es excitante.

Zar.- Tiene que perseguirla con sabuesos, y cuando la haya atrapado, yo la descuartizaré miembro por miembro. La estiraré en el potro hasta que su blanco cuerpo pálido quede enroscado y retorcido como un papel en el fuego.

Príncipe Pablo.- ¡Oh, daremos inmediatamente otra batida en su busca, Señor! El Príncipe Alexis ayudará, estoy seguro.

Zarevitch.- Usted nunca necesitó ayuda para arruinar a una mujer, Príncipe Pablo.

Zar.- ¡Vera, la nihilista, en Moscú! ¡Santo Dios! ¿No sería mejor morir inmediatamente la muerte de perro que me preparan, en vez de vivir como vivo ahora? No dormir nunca, o, si lo hago. soñar sueños tan horribles que el infierno mismo sería la paz, comparado con ellos. No confiar en nadie sino en los que he comprado; no comprar a nadie que sea digno de confianza. ¡Ver un traidor en cada sonrisa, un veneno en cada plato, una daga en cada mano! ¡Yacer despierto de noche, escuchando de hora en hora el furtivo reptar del asesino para colocar la mira mortal! ¡Todos sois espías! ¡Y tú el peor de todos... tú, mi propio hijo! ¿Quién de vosotros es el que esconde esas sangrientas proclamas debajo de mi almohada, o en la mesa donde me siento? ¿Quién de todos vosotros es el Judas que me traiciona? ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ... Pensar que hubo un tiempo, en nuestra guerra con Inglaterra, cuando nada me podía atemorizar. (Esto con más calma y emoción). Me lancé a caballo al corazón carmesí de la guerra, y recuperé un águila que esos isleños salvajes nos habían arrebatado. Los hombres decían entonces que yo era valiente. Mi padre me dio la Cruz de Hierro al Valor. ¡Oh, si pudiera verme ahora, con esta librea del cobarde siempre en mis mejillas! (Se deja caer en la silla). Nunca conocí el amor, cuando era niño. Me gobernaron con el terror; ¿de qué modo podría gobernar ahora? (Se levanta bruscamente). Pero tendré mi venganza; tendré mi venganza, Por cada hora que he yacido despierto de noche, esperando el lazo o la daga, pasarán años en Siberia, siglos en las minas. ¡Sí, tendré mi venganza!

Zarevitch.- ¡Padre, tened piedad del pueblo! Dadles lo que piden.

Príncipe Pablo.- Y comenzad, Señor, por vuestra propia cabeza: tienen una especial afición por ella.

Zar.- ¡El pueblo! ¡El pueblo! ¡Un tigre que yo he dejado en libertad para que se lance sobre mí! ... Pero lucharé con él hasta la muerte. He terminado con las medidas a medias. Aplastaré a esos nihilistas de un solo golpe. No quedará en Rusia un hombre vivo, ni tampoco una mujer. ¿De qué me sirve ser Emperador, si una mujer puede tenerme a raya? Vera Saburoff estará en mi poder, lo juro, antes que se cumpla una semana, aunque tenga que quemar toda mi ciudad para encontrarla. ¡Será azotada con el knut, ahogada en la fortaleza, estrangulada en la plaza!

Zarevitch.- ¡Dios mío!

Zar.- Durante dos años sus manos han estado tendidas hacia mi cuello; por dos años ha transformado mi vida en un infierno, pero me vengaré. ¡Ley marcial, Príncipe! Ley marcial en todo el imperio; ésa será mi venganza. Una buena medida, Príncipe, una buena medida.

Príncipe Pablo.- Y económica, además. En seis meses eliminaré vuestra población sobrante, y os ahorrará todo gasto en tribunales de justicia; no harán falta ahora.

Zar.- Muy cierto. Hay demasiada gente en Rusia; se gasta demasiado dinero en ella; demasiados tribunales de justicia. Los cerraré.

Zarevitch.- Señor, reflexionad que...

Zar.- ¿Cuándo puede tener lista la proclama, Príncipe Pablo?

Príncipe Pablo.- Hace seis meses que está impresa, Señor. Sabía que la necesitaríais.

Zar.- ¡Muy bien! ¡Muy bien! Comencemos inmediatamente. ¡Ah, Príncipe, si todos los reyes de Europa tuvieran un ministro como usted...!

Zarevitch.- Habría menos reyes en Europa de los que hay.

Zar (cuchichea aterrado con el Príncipe Pablo).- ¿Qué ha querido decir? ¿Confía usted en él? Su prisión no lo ha curado todavía. ¿Tengo que desterrarlo? ¿Lo...? (Cuchichea). El Emperador Pablo lo hizo. La Emperatriz Catalina, que está allí (señala un cuadro que está en la pared), lo hizo. ¿Por qué no yo?

Príncipe Pablo.- Majestad, no hay necesidad de alarmarse. El Príncipe es un joven muy ingenuo. Pretende estar consagrado al pueblo, y vive en el palacio; predica el socialismo, y tiene un salario que alimentaría a una provincia. Algún día descubrirá que la mejor cura para el republicanismo es la corona real, y cortará en trozos el gorro rojo de la libertad para hacer condecoraciones para su Primer Ministro.

Zar.- Tiene razón. Si realmente amara al pueblo, no sería hijo mío.

Príncipe Pablo.- Si viviera con el pueblo una semana, sus malas cenas lo curarían pronto de su democratismo. ¿Empezamos, Señor?

Zar.- Inmediatamente. Lea la proclama. Caballeros, siéntense. ¡Alexis, Alexis, ven te digo, y escucha! Será una buena práctica para ti. Algún día lo harás tu mismo.

Zarevitch.- Ya he oído demasiado. (Ocupa su asiento. El Conde Ruvaloff le susurra algo al oído).

Zar.- ¿Qué cuchichea ahí, Conde Ruvaloff?

Conde Ruvaloff.- Le estaba dando un buen consejo a Su Alteza Real, Majestad.

Príncipe Pablo.- El Conde Ruvaloff es el típico manirroto, Señor; siempre prodiga lo que más falta le hace. (Coloca unos papeles delante del Zar). Creo, Señor, que aprobaréis esto. Amor al pueblo, Padre del pueblo, Ley Marcial, y las alusiones de costumbre a la Providencia en la última línea. Todo lo que ahora hace falta es la firma de vuestra Majestad Imperial.

Zarevitch.- ¡Señor!

Príncipe Pablo (presurosamente).- Prometo a vuestra Majestad aplastar hasta el último nihilista de Rusia en seis meses si firmáis la proclama; hasta el último nihilista de Rusia.

Zar.- ¡Dígalo de nuevo! Aplastar hasta el último nihilista de Rusia; aplastar a esa mujer, su jefa, que me hace la guerra en mi propia ciudad. Príncipe Pablo Maraloffski, os nombro Mariscal de todo el Imperio ruso para ayudaros a aplicar la Ley Marcial. Déme la proclama: la firmaré inmediatamente.

Príncipe Pablo.- Aquí Señor.

Zarevitch (se levanta precipitadamente y pone sus manos sobre el papel).- ¡Deteneos! ¡Deteneos, os digo! Los sacerdotes le han quitado ya el cielo al pueblo, y vos queréis quitarle también la tierra.

Príncipe Pablo (presurosamente).- No tenemos tiempo, Príncipe, ahora. Este chico lo va a arruinar todo. La pluma, Señor.

Zarevitch.- ¿Cómo? ¿Una cosa tan pequeña estrangulará a una nación, asesinará a un reino, hundirá un imperio? ¿Quiénes somos nosotros para atrevemos a imponer este edicto de terror al pueblo? ¿Tenemos nosotros menos vicios que ellos para traerlos a juicio delante de nosotros?

Príncipe Pablo.- ¡EI Príncipe es un comunista! Quiere que los pecados se repartan igualitariamente, como la propiedad.

Zarevitch.- El mismo sol nos calienta, el mismo aire nos nutre; están hechos de carne y sangre iguales a las nuestras. ¿En qué son distintos de nosotros, salvo que ellos mueren de hambre mientras nosotros estamos hartos, que trabajan mientras nosotros holgazaneamos, que están enfermos mientras nosotros envenenamos, que ellos mueren mientras nosotros...?

Zar.- ¿Cómo te atreves...?

Zarevitch.- Yo me atrevo a todo por el pueblo, pero vos lo despojáis de los derechos comunes de los hombres.

Zar.- El pueblo no tiene ningún derecho.

Zarevitch.- Entonces tiene grandes agravios. Padre, ellos han ganado vuestras batallas: ¡desde los bosques de pino del Báltico hasta las palmeras de la India han cabalgado en las poderosas alas de la victoria! Joven como soy, he visto oleada tras oleada de hombres vivientes escalar arrolladoramente las cumbres de la batalla para morir; sí, y arrebatar peligrosas conquistas a la balanza de la guerra cuando la marejada de sangre parecía romper por encima de nuestras águilas.

Zar (algo conmovido).- Esos hombres están muertos. ¿Qué tengo yo que ver con ellos?

Zarevitch.- ¡Nada! Los muertos están tranquilos; ya no podéis hacerles daño. Duermen su último y largo sueño. Algunos, en las aguas de Turquía; otros, en las cumbres, barridas por el viento, de Noruega y Dinamarca. Pero por éstos, los que están vivos, nuestros hermanos, ¿qué habéis hecho por ellos? Os pidieron pan, les disteis una piedra. Querían pan, los flagelasteis con azotes. ¡Vos mismo habéis sembrado las semillas de esta revolución! ...

Príncipe Pablo.- ¿Y no estamos ahora cortando la cosecha?

Zarevitch.- ¡Oh, hermanos míos! Mucho mejor hubiera sido que murierais en medio de los clamores de hierro de la batalla, y no que regresarais a un desatino como éste. Los animales de la selva tienen sus guaridas, y las bestias feroces tienen sus cavernas, pero el pueblo de Rusia, conquistador del mundo, no tiene dónde reclinar su cabeza.

Príncipe Pablo.- Tienen el tajo del verdugo.

Zarevitch.- ¡EI tajo! Si, usted ya mató las almas a su capricho; ahora querría matar sus cuerpos.

Zar.- ¡Chiquilín insolente! ¿Has olvidado quién es el Emperador de Rusia?

Zarevitch.- ¡No! El pueblo reina por la gracia de Dios. Vos deberíais ser su pastor; habéis huido como el mercenario, y habéis dejado que los lobos se lanzaran contra ellos.

Zar.- ¡Llévenselo! ¡Llévenselo! ¡Príncipe Pablo!

Zarevitch.- ¡Dios ha dado a su pueblo lengua con que hablar; vos queréis cortársela para que permanezcan mudos en la agonía y silenciosos en la tortura! Pero Él les ha dado manos para golpear con ellas, ¡y ellos golpearán! ¡Ah, sí! Del seno dolorido y atribulado de este desdichado país puede salir una revolución, como un hijo sangriento, y daros muerte.

Zar (levantándose de un salto).- ¡Demonio! ¡Asesino! ¿Por qué me desafías así en mi propia cara?

Zarevitch.- ¡Porque soy un nihilista! (Los ministros se sobresaltan y se ponen de pie; hay un silencio de muerte durante unos minutos).

Zar.- ¡Nihilista! ¡Nihilista! Víbora que yo he alimentado, traidor que yo he acariciado, ¿éste es tu sangriento secreto? ¡Príncipe Pablo Maraloffski, Mariscal del Imperio Ruso, arrestad al Zarevitch!

Ministros.- ¡Arrestar al Zarevitch!

Zar.- ¡Un nihilista! ¡Si has sembrado con ellos, cosecharás con ellos! ¡Si has hablado con ellos, te pudrirás con ellos! ¡Si has vivido con ellos, con ellos morirás!

Príncipe Petrovitch.- ¡Morir!

Zar.- ¡Que una plaga se lleve a todos los hijos! ¡No debería haber más matrimonios en Rusia cuando es posible criar serpientes como tú! ¡Arresten al Zarevitch, les digo!

Príncipe Pablo.- ¡Zarevitch! Por orden del Emperador, os ruego que me entreguéis la espada. (El Zarevitch entrega la espada, el Príncipe Pablo la coloca sobre la mesa).

Zarevitch.- Verá usted que no tiene manchas de sangre.

Príncipe Pablo.- ¡Muchacho necio! No naciste para conspirador; no sabes guardar la lengua. Los héroes están fuera de lugar en un palacio.

Zar (se hunde en la silla con los ojos fijos en el Zarevitch).- ¡Oh, Dios! Mi propio hijo está contra mí, mi propia carne y sangre está contra mí; pero ahora me he librado de todos ellos.

Zarevitch.- La poderosa hermandad a la cual pertenezco tiene miles como yo, ¡diez mil mejores que yo! (El Zar se estremece en su asiento). La estrella de la libertad ya ha aparecido, y a lo lejos oigo la marea poderosa de la Democracia que rompe contra estas costas malditas.

Príncipe Pablo (al Príncipe Petrovitch).- En ese caso, usted y yo tenemos que aprender a nadar.

Zarevitch.- Padre, Emperador, Majestad Imperial, no abogo por mi propia vida, sino por las vidas de mis hermanos, el pueblo.

Príncipe Pablo (amargamente).- Vuestros hermanos, el pueblo, Príncipe, no están satisfechos con sus vidas; siempre quieren quitársela también a sus prójimos.

Zar (levantándose).- Estoy cansado de tener miedo. Ahora he terminado con el terror. Desde este DIA proclamo la guerra al pueblo. Como ellos han obrado conmigo, así obraré yo con ellos. Los torturaré hasta convertirlos en polvo, y aventaré sus partículas en el aire. Habrá un espía en cada casa, un traidor en cada corazón, un verdugo en cada aldea, un cadalso en cada plaza. La plaga, la lepra o la fiebre serán menos mortíferas que mi ira; haré de cada frontera un cementerio, de cada provincia un lazareto, y curaré a los enfermos con la espada. Tendré paz en Rusia, aunque sea la paz de los muertos. ¿Quién dijo que soy un cobarde? ¿Quién dijo que tenía miedo? ¡Mirad: así es cómo aplastaré a este pueblo bajo mis pies! (Toma la espada del Zarevitch de encima de la mesa y la pisotea.).

Zarevitch.- ¡Cuidado, padre! La espada que pisáis puede volverse contra vos y heriros. El pueblo sufre largamente, pero la venganza llega por fin, la venganza de manos rojas y pies silenciosos.

Príncipe Pablo.- ¡Bah! El pueblo es mal tirador. Siempre le yerran a uno.

Zarevitch.- Hay veces en que el pueblo es el instrumento de Dios.

Zar.- ¡Sí! Y otras veces los reyes son el flagelo de Dios para el pueblo. ¡Llévenselo! ¡Llévenselo! ¡Que entren mis guardias! (Entra la Guardia Imperial. El Zar señala al Zarevitch, que está de pie, solitario, a un costado de la escena). Lo llevaremos a la prisión nosotros mismos. ¡Prisión! No confío en la prisión. Se escaparía y me mataría. Lo haré fusilar aquí, en medio del patio, por los soldados. No quiero volver a ver su cara. (Los guardias toman y se llevan al Zarevitch). ¡No, déjenlo! No confío en los guardias. ¡Son todos nihilistas! (Al Príncipe Pablo). En usted sí confío; usted no tiene piedad. (Abre de par en par la ventana y sale al balcón).

Zarevitch.- Si tengo que morir por el pueblo, estoy dispuesto. Un nihilista más o menos en Rusia, ¿qué importa?

Príncipe Pablo (mirando el reloj).- Esto nos echará a perder el almuerzo. ¡Qué molesta es la política... y los hijos mayores!

Una Voz (afuera, en la calle).- ¡Dios salve al pueblo! (El Zar recibe un balazo y cae tambaleando dentro de la habitación).

Zarevitch (se desprende de los guardias y se precipita hacia él).- ¡Padre!

Zar.- ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Fuiste tú! ¡Asesino!



TELÓN




ACTO III-IV

Acto tercero.

Escena: Es la misma del Acto primero. La misma situación. Un hombre, vestido de amarillo, con una espada desenvainada, en la puerta.

Contraseña, afuera: Vae tyrannis (¡Ay de los tiranos!).

Respuesta: Vae victis -se repite tres veces- (¡Ay de los vencidos!).

Entran los conspiradores, que forman un semicírculo, enmascarados y embozados.

Presidente.- ¿Qué hora es?

Primer conspirador.- La hora de herir.

Presidente.- ¿Qué día?

Segundo conspirador.- El día de Marat.

Presidente.- ¿De qué mes?

Tercer conspirador.- El mes de la libertad.

Presidente.- ¿Cuál es nuestro deber?

Cuarto conspirador.- Obedecer.

Presidente.- ¿Nuestro credo?

Quinto conspirador.- Parbleu, Monsieur le president, nunca supe que ustedes tuvieran uno.

Conspiradores.- ¡Un espía! ¡Un espía! ¡Quítenle la máscara! ¡Quítenle la máscara! ¡Un espía!

Presidente.- Cierren las puertas. Hay personas que no son nihilistas.

Conspiradores.- ¡Quítenle la máscara! ¡Quítenle la máscara! ¡Mátenlo! ¡Mátenlo! (Los conspiradores enmascarados se quitan las máscaras). ¡Príncipe Pablo!

Vera.- ¡Demonio! ¿Quién lo indujo a entrar en la guarida del león?

Conspiradores.- ¡Mátenlo! ¡Mátenlo!

Príncipe Pablo.- En vérité, Messieurs, no son ustedes excesivamente hospitalarios en su bienvenida.

Vera.- ¡Bienvenida! ¿Qué bienvenida podemos darle si no es una daga o un dogal?

Príncipe Pablo.- Realmente, no sospechaba que los nihilistas fueran tan selectivos. Permítame asegurarle que si yo no hubiera tenido siempre una entre a la mejor sociedad y a las peores conspiraciones, nunca hubiera podido ser Primer Ministro de Rusia.

Vera.- El tigre no puede cambiar su naturaleza, ni la serpiente puede perder su veneno. ¿Y usted se ha convertido en amigo del pueblo?

Príncipe Pablo.- Mon Dieu, non, Mademoiselle. Prefiero hablar de chismes en un salón que de traición en un sótano. Además, odio a la chusma vulgar, que huele a ajo, fuma mal tabaco, se levanta temprano y cena un solo plato.

Presidente.- ¿Qué tiene usted entonces que ganar con una revolución?

Príncipe Pablo.- Mon ami, no me queda nada que perder. Ese chiquilín cabeza de chorlito, el nuevo Zar, me ha desterrado.

Vera.- ¿A Siberia?

Príncipe Pablo.- No, a París. Me ha confiscado mis propiedades, me ha despojado de mi cargo y de mi cocinero. No me queda nada fuera de mis condecoraciones. Estoy aquí para vengarme.

Presidente.- Entonces tiene derecho a ser uno de nosotros. También nosotros nos reunimos aquí para vengarnos.

Príncipe Pablo.- Ustedes necesitan dinero, por supuesto. Nadie que lo tenga entra jamás en una conspiración. Aquí tienen. (Arroja el dinero sobre la mesa). Ustedes tienen tantos espías que pienso que necesitan información. Bueno, comprobarán que yo soy el hombre mejor informado de Rusia sobre los abusos de nuestro gobierno. Yo mismo los hice casi todos.

Vera.- Presidente, no confío en este hombre. Nos ha causado demasiado mal en Rusia para dejarlo marcharse tranquilamente.

Príncipe Pablo.- Créame, Mademoislle, está equivocada. Seré un aporte sumamente valioso para este círculo; y en cuanto a ustedes, caballeros, si no pensase que me serían útiles, no hubiera arriesgado mi pescuezo viniendo a meterme en medio de ustedes, o no hubiera cenado una hora antes de lo usual para llegar a tiempo.

Presidente.- Sí, si él hubiera querido espiarnos, Vera, no hubiera venido en persona.

Príncipe Pablo (aparte).- No, hubiera mandado a mi mejor amigo.

Presidente.- Además, Vera, es precisamente el hombre indicado para darnos la información que necesitamos acerca de ciertos asuntos que tenemos en manos esta noche.

Vera.- Será así, si usted lo desea.

Presidente.- Hermanos, ¿es vuestro deseo que el Príncipe Pablo Maraloffski sea admitido y preste el juramento de los nihilistas?

Conspiradores.- ¡Sí lo es, sí lo es!

Presidente (presentándole una daga y un papel).- Príncipe Pablo, ¿la daga o el juramento?

Príncipe Pablo (sonríe sardónicamente).- Prefiero aniquilar que ser aniquilado. (Toma el papel).

Presidente.- Recuerde: traiciónenos, y mientras la tierra tenga prisiones o acero. mientras los hombres puedan herir o las mujeres traicionar, no escapará a la venganza. Los nihilistas nunca olvidan a sus amigos ni perdonan a sus enemigos.

Príncipe Pablo.- ¿Realmente? No pensaba que fueran ustedes tan civilizados.

Vera (paseándose de un lado a otro por detrás).- ¿Por qué no está aquí? No se quedará con la Corona. Lo conozco bien.

Presidente.-Firme. (El Príncipe Pablo firma). Usted dijo que creía que no teníamos credo. Estaba equivocado. ¡Léalo!

Vera.- Esto es peligroso, Presidente. ¿Qué podemos hacer con este hombre?

Presidente.- Podemos usarlo. Tiene valor para nosotros, esta noche y mañana.

Vera.- Quizás no habrá mañana para ninguno de nosotros; pero le hemos dado nuestra palabra; está más seguro aquí que en su palacio.

Príncipe Pablo (leyendo).- ¡Los derechos de la humanidad! En los viejos tiempos, los hombres ejercían por sí mismos sus derechos a medida que vivían, pero hoy día cualquier bebé parece nacer con un manifiesto social más grande que él en la boca. La naturaleza no es un templo sino un taller; exigimos el derecho de trabajar. ¡Ah! Estoy dispuesto a renunciar a mis derechos, en este aspecto.

Vera (paseándose de un lado al otro).- ¡Oh! ¿No Llegará nunca? ¿No llegará nunca?

Príncipe Pablo.- La familia, por ser subversiva de la verdadera unidad socialista y comunal, tiene que ser aniquilada. Sí, Presidente, estoy enteramente de acuerdo con el artículo 5. Una familia es un tremendo estorbo, especialmente cuando uno no está casado. (Tres golpes a la puerta).

Vera.- ¡Alexis, por fin!

Contraseña.- Vae tyrannis!

Respuesta.- Vae victis! (Entra Miguel Stroganoff).

Presidente.- ¡Miguel, el regicida! ¡Hermanos, honremos al hombre que ha dado muerte a un rey!

Vera (aparte).- ¡Oh, todavía vendrá!

Presidente.- Miguel, ha salvado a Rusia.

Miguel.-- ¡Sí, Rusia quedó libre por un momento, cuando cayó el tirano, pero el sol de la libertad ha vuelto a ponerse, como la falsa aurora que engaña nuestros ojos en el otoño!

Presidente.- La terrible noche de la tiranía no ha pasado aún para Rusia.

Miguel (apretando su cuchillo).- Un golpe más, y el fin habrá llegado.

Vera (aparte).- ¡Un golpe más! ¿Qué quiere decir? ¡Oh, imposible! ¿Pero, por qué no está con nosotros? ¡Alexis! ¡Alexis! ¿por qué no estás aquí?

Presidente.- ¿Pero cómo escapaste, Miguel? Dijeron que te habían apresado.

Miguel.- Llevaba el uniforme de la Guardia Imperial. El Coronel que estaba de servicio era un hermano, y me dio el santo y seña. Con él, crucé a salvo por entre las tropas, y, gracias a mi buena suerte, llegué a la muralla antes de que cerraran las puertas.

Presidente.- ¡Qué suerte que se asomara al balcón!

Miguel.- ¿Suerte? La suerte no existe. Fue el dedo de Dios el que lo condujo allí.

Presidente.- ¿Y dónde has estado estos tres días?

Miguel.- Escondido en la casa del sacerdote Nicolás, en el cruce de los caminos.

Presidente.- Nicolás es un hombre honesto.

Miguel.- Sí, bastante honesto para un sacerdote. Estoy aquí para vengarme de un traidor.

Vera (aparte).- ¡Oh Dios! ¿No llegará nunca? ¡Alexis! ¿Por qué no estás aquí? ¡No puedes haberte convertido en un traidor!

Miguel (viendo al Príncipe Pablo).- ¡El Príncipe Pablo Maraloffski aquí! ¡Por San Jorge, una captura afortunada! ¡Esto tiene que haber sido obra de Vera! Ella es la única que puede haber inducido a esta serpiente a meterse en la trampa

Presidente.- El Príncipe Pablo acaba de prestar el juramento.

Vera.- Alexis, el Zar lo ha desterrado de Rusia.

Miguel.- ¡Bah! ¡Un pretexto para engañarnos! Lo retendremos aquí al Príncipe Pablo. y le encontraremos algún oficio en nuestro reino del terror. Está bien acostumbrado, para estas fechas, al trabajo sangriento.

Príncipe Pablo (acercándose a Miguel).- Fue un buen tiro largo, mon camarade.

Miguel.- He tenido mucha práctica en el tiro, desde niño, con los osos salvajes de Vuestra Alteza.

Príncipe Pablo.- ¿Mis guardabosques están, entonces, como los topos, siempre dormidos?

Miguel.- No, Príncipe, yo soy uno de ellos, pero, como usted, soy muy aficionado a robar lo que confían a mi custodia.

Presidente.- Ésta debe ser una atmósfera nueva para usted, Príncipe Pablo. Aquí nos decimos la verdad los unos a los otros.

Príncipe Pablo.- Pues les debe resultar algo muy desconcertante. Tiene usted una extraña mezcla aquí, Presidente.

Presidente.- ¿Reconoce usted muchos buenas amigos, supongo?

Príncipe Pablo.- Sí, en una aristocracia siempre hay más oropel que cerebro.

Presidente.- Pero usted también está aquí.

Príncipe Pablo.- ¿Yo? Como no puedo ser Primer Ministro, tengo que ser nihilista. No hay alternativa.

Vera.- ¡Oh, Dios mío! ¿No llegará nunca? El reloj está por dar la hora. ¿No llegará nunca?

Miguel (aparte).- Presidente, ¿sabe qué tenemos que hacer? Es mal cazador el que deja vivo el lobezno para que vengue a su padre. ¿Cómo podemos hacer para llegar a ese muchacho? Tiene que ser esta noche. Mañana, arrojará al pueblo algún plato de sopa con sus reformas, y será demasiado tarde para ser República.

Príncipe Pablo.- Tiene mucha razón. Los buenos reyes son el único enemigo peligroso que tiene la democracia, y si ha comenzado por desterrarme, puede estar seguro de que se propone ser un buen patriota.

Miguel.- Estoy harto de reyes patriotas; lo que Rusia necesita es una República.

Príncipe Pablo.- Messieurs, les he traído dos documentos que creo les interesarán: la proclama que este joven Zar proyecta hacer pública mañana, y un plano del Palacio de Invierno, donde duerme esta noche. (Les entrega el papel).

Vera.- No me atrevo a preguntar qué están tramando. ¡Oh! ¡Por qué no estará aquí Alexis!

Presidente.- Príncipe, es una información sumamente valiosa. Miguel, tenías razón. Si no es esta noche, será demasiado tarde. Lee esto.

Miguel.- ¡Ah! Una tajada de pan arrojada a una nación muerta de hambre. Una mentira para engañar al pueblo. (La rasga). Tiene que ser esta noche. No le creo. ¿Hubiera retenido su corona si amara al pueblo? ¿Pero .cómo podremos llegar hasta él? , ¿y nosotros, que no pudimos soportar el látigo del padre, sufriremos el azote del hijo? ... no; sea lo que fuere, tiene que ser destruido; sea lo que fuere, es malo.

Príncipe Pablo.- Las llaves de la puerta privada que da a la calle. (Entrega las llaves).

Presidente.- Príncipe, estamos en deuda con usted.

Príncipe Pablo (sonriendo).- Esa es la condición normal de los nihilistas.

Miguel.- Sí, pero ahora estamos pagando nuestra deuda con intereses. Dos emperadores en una semana. Eso equilibra el balance. Hubiéramos derribado un primer ministro si no hubiera venido usted.

Príncipe Pablo.- Ah, siento que me lo haya dicho. Despoja a mi visita de todo su pintoresquismo y aventura. Pensé que ponía en peligro mi cabeza viniendo aquí, y me dice usted que la he salvado. Uno puede estar seguro de decepcionarse si trata de encontrar romance en la vida moderna.

Miguel.- No es tan romántico perder la cabeza, Príncipe Pablo.

Príncipe Pablo.- No, pero muchas veces tiene que ser muy pesado conservarla. ¿No le sucede así a usted, a veces? (El reloj da las seis).

Vera (hundiéndose en una silla) - ¡Oh, ha pasado la hora! ¡Ha pasado la hora!

Miguel (al Presidente).- Recuerde que mañana será demasiado tarde.

Presidente.- Hermanos, la hora ha llegado. ¿Quién de nosotros falta?

Conspiradores.- ¡Alexis! ¡Alexis!

Presidente.- Miguel, lee la Regla 7.

Miguel.- Cuando un hermano desobedece a una citación para que comparezca, el presidente preguntará si hay algo contra él.

Presidente.- ¿Hay algo contra nuestro hermano Alexis?

Conspiradores.- ¡Lleva una corona! ¡Lleva una corona!

Presidente.- Miguel, lee el Articulo 7 del Código de la Revolución.

Miguel.- Entre los nihilistas y todos los hombres que llevan corona, hay una guerra a muerte.

Presidente.- Hermanos, ¿qué decís? Alexis, el Zar; ¿es culpable o no?

Todos.- ¡Es culpable!

Presidente.- ¿Cuál ha de ser su castigo?

Todos.- ¡Muerte!

Presidente.- Preparen el sorteo; ha de ser esta noche.

Príncipe Pablo.- ¡Ah, esto se está poniendo realmente interesante! Ya temía que las conspiraciones fueran tan aburridas como las cortes.

Profesor Marfa.- Mi fuerte es más bien escribir panfletos que disparar tiros. Con todo, un regicida siempre tiene un lugar asegurado en la historia.

Príncipe Pablo.- Debería recordar además, Profesor, que si lo toman preso, como probablemente lo tomarán, y lo ahorcan, como ciertamente lo harán, no quedará nadie para leer sus artículos.

Presidente.- Hermanos, ¿estáis listos?

Vera (levantándose bruscamente).- Todavía no. todavía no. Tengo una palabra que decir.

Miguel (aparte).- ¡Que la peste se la lleve! Ya sabía yo que sucedería esto.

Vera.- Ese muchacho ha sido nuestro hermano. Noche tras noche ha puesto en peligro su vida por venir aquí. Noche tras noche, cuando cada calle estaba llena de espías y cada casa de traidores. Criado delicadamente, como hijo de un rey, ha vivido entre nosotros.

Presidente.- Sí, bajo un nombre falso. Nos mintió desde el comienzo. Nos miente hasta el final.

Vera.- Juro que es leal. No hay aquí ningún hombre que no le deba su vida un millar de veces. Cuando los sabuesos estaban sobre nosotros, aquella noche, ¿quién nos salvó de la cárcel, la tortura, la flagelación, la muerte, sino ése que vosotros tratáis de matar?

Miguel.- ¡Matar a todos los tiranos es nuestra misión!

Vera.- Él no es ningún tirano. ¡Lo conozco bien! El ama al pueblo.

Presidente.- Nosotros también lo conocemos: es un traidor.

Vera.- ¡Un traidor! Hace tres días podía haber traicionado a todos los que estamos aquí, y el cadalso hubiera sido vuestra sentencia. Él os dio a todos la vida una vez. Dadle un poco de tiempo... una semana, un mes, unos pocos días; pero ahora... ¡Oh Dios mío, ahora no!

Conspiradores (blandiendo las dagas).- ¡Esta noche!, ¡esta noche! ¡esta noche!

Vera.- ¡Silencio, víboras repletas de comida!

Miguel.- ¿No estamos aquí para aniquilar? ¿No cumpliremos nuestro juramento?

Vera.- ¡Vuestro juramento! ¡Vuestro juramento! ¡Estáis ávidos de lucro! Todas las manos están ansiosas por el botín del prójimo, todos los corazones están lanzados al pillaje y a la rapiña. ¿Quién de vosotros, si le pusieran una corona en la cabeza, entregaría un imperio a la turba para que se lo disputaran a la arrebatiña? El pueblo todavía no está preparado para tener una República en Rusia.

Presidente.- Todas las naciones están preparadas para la República.

Miguel.- Ese hombre es un tirano.

Vera.- ¡Un tirano! ¿No ha expulsado acaso a sus malos consejeros? El cuervo de mal agüero que acompañó la vida de su padre se encontró con las alas cortadas y con las garras cercenadas, y tuvo que venir aquí graznando venganza. ¡Oh, tened piedad de él! ¡Dadle una semana de vida!

Presidente.- ¡Vera abogando por un rey!

Vera (altivamente).- No abogo por un rey sino por un hermano.

Miguel.- Por un traidor a su juramento, un cobarde que debió arrojarles la púrpura a los necios que se la dieron. No, Vera, no. La casta de los hombres no ha muerto todavía ni la tierra perezosa se ha enfermado de dar a luz hijos. En Rusia, ningún hombre coronado contaminará el aire que hizo Dios viviendo en él.

Presidente.- Una vez nos pediste que te probásemos. Te hemos probado, y te hemos encontrado en falta.

Miguel.- Vera, yo no soy ciego; conozco tu secreto. Tú amas a ese muchacho, a ese joven príncipe de cara bonita, cabello enrulado, manos suaves y blancas. ¡Eres una tonta! ¡Te dejas engañar por una lengua mentirosa! ¿Sabes lo que hubiera hecho contigo ese muchacho que tú crees que te amaba? Te hubiera hecho su amante, hubiera usado tu cuerpo a su placer, te hubiera tirado a un lado cuando se cansase de ti; de ti, la sacerdotisa de la libertad, la llama de la revolución, la antorcha de la democracia.

Vera.- Lo que hubiese hecho conmigo importa poco. Con el pueblo, al menos, será leal. Ama al pueblo; a lo menos, ama a la libertad.

Presidente.- Entonces, jugaría al rey-ciudadano, ¿no es cierto?, mientras nosotros nos morimos de hambre. Nos halagaría con dulces palabras, nos engañaría con promesas, como su padre, nos mentiría, como nos ha mentido toda su raza.

Miguel.- Y tú, cuyo solo nombre ha hecho temblar por su vida a todos los déspotas, tú, Vera Saburoff, ¡quieres traicionar a la libertad por un amante y al pueblo por un enamorado!

Conspiradores.- ¡El sorteo! ¡El sorteo!

Vera.- Miguel, ¡tu boca miente! Yo no lo amo. Él no me ama.

Miguel.- ¿Tú no lo amas? Entonces, ¿tiene que morir?

Vera (con un esfuerzo, retorciéndose las manos).- Sí, es justo que muera. Ha violado su juramento. No debe haber en Europa ningún hombre con corona. ¿No lo juré as? Para ser fuerte, nuestra República debe estar impregnada de la sangre de los reyes. Como murió el padre, así también tiene que morir el hijo. Pero no esta noche, no esta noche. Rusia, que ha soportado siglos de injusticia, puede esperar la libertad una semana. Dadle una semana.

Presidente.- No queremos saber nada contigo. Déjanos, y vete con ese joven que amas.

Miguel.- Aunque lo encuentre en tus brazos, lo mataré.

Conspiradores.- ¡Esta noche! ¡Esta noche! ¡Esta noche!

Miguel (levantando su mano).- ¡Un momento! Tengo algo que decir. (Se acerca a Vera; habla en voz muy baja). Vera Saburoff, ¿has olvidado a tu hermano? (Se detiene para ver el efecto; Vera se estremece). ¿Has olvidado aquella cara joven, pálida de hambre; esos miembros jóvenes retorcidos por la tortura; las cadenas de hierro con que lo hicieron caminar? ¿Qué semana de libertad le dieron? ¿Qué piedad le mostraron durante un día? (Vera se desploma en una silla). ¡Oh, entonces hablabas bien locuazmente de venganza, bien locuazmente de libertad! Cuando dijiste que querías venir a Moscú, tu anciano padre te tomó por las rodillas y te suplicó que no lo dejaras morir sin hijos y solo. Todavía me parece que oigo resonar sus gritos en mis oídos, pero tú te mostraste tan sorda con él como las rocas que están al borde del camino. Tú dejaste a tu padre aquella noche, y tres semanas después murió de dolor. Tú me escribiste que te siguiera. Así lo hice; primero fue porque te amaba; pero pronto me curaste. Todos los sentimientos benévolos que había en mi corazón, el amor, la humanidad, los marchitaste y los destruiste, como el gusano devora el trigo. Me ordenaste que expulsara de mi corazón el amor como una cosa vil; convertiste mi mano en hierro y mi corazón en piedra; me dijiste que viviera para la libertad y la venganza. Así lo hice. ¿Pero qué has hecho tú?

Vera.- ¡Que se saquen las suertes! (Los Conspiradores aplauden).

Príncipe Pablo (aparte).- ¡El Gran Duque llegará al trono antes de lo que esperaba! Con seguridad será un buen rey, bajo mi guía. Es muy cruel con los animales y nunca cumple su palabra.

Miguel.- Ahora vuelves por fin a ser tú misma, Vera.

Vera (permanece de pie en el centro sin moverse).- ¡El sorteo, el sorteo! Ya no soy más una mujer. Mi sangre parece haberse convertido en hiel; mi corazón está frío como el acero; mi mano será más mortífera. Desde el desierto y la tumba, la voz de mi hermano prisionero clama a gritos y me ordena descargar el golpe por la libertad. ¡El sorteo, el sorteo!

Presidente.- Estamos listos, Miguel, tú tienes el derecho de sacar la suerte el primero; eres un regicida.

Vera.- ¡Dios mío, que venga a mis manos! ¡A mis manos! (Sacan las suertes de una urna que tiene en la tapa una calavera).

Presidente.- ¡Abrid las cédulas!

Vera (abriendo su cédula).- ¡La suerte es mía! ¡Ved, el signo de la sangre está en mi cédula! Dimitri, hermano mío, ahora tendrás tu venganza.

Presidente.- Vera Saburoff, has sido elegida para el regicidio. Dios ha sido bueno contigo. ¿La daga o el veneno? (Le presenta la daga y la ampolla).

Vera.- Confío más en mi mano con la daga. Nunca falla. (Toma la daga). Voy a atravesarle el corazón, como él me lo atravesó a mí. ¡Traidor!, ¡dejarnos por un cintajo, por una hojalata, por una chuchería, mentirme cada DIA que vino aquí, olvidarnos en una hora! Miguel tenia razón, no me amaba, ni tampoco al pueblo. Me parece que si llegara a ser madre y tuviera un varón, envenenaría mi pecho, para que no se convirtiera en un traidor o un rey. (El Príncipe Pablo dice algo en voz baja al Presidente).

Presidente.- Sí, Príncipe Pablo, ése es el mejor modo. Vera, el Zar duerme esta noche en su propia alcoba, en el ala norte del palacio. Aquí está la llave de la puerta privada que da a la calle. Se te dirá la contraseña de los guardias. Sus servidores personales serán narcotizados. Lo encontrarás solo.

Vera. Está bien. No fallaré.

Presidente.- Esperaremos afuera, en la Plaza de San Isaac, debajo de la ventana. Cuando el reloj dé las doce en la torre de San Nicolás, harás la señal de que el perro está muerto.

Vera.- ¿Y cuál será la señal?

Presidente.- Nos arrojarás la daga ensangrentada.

Miguel.- Chorreando con la vida del traidor.

Presidente.- Si no lo haces, sabremos que te han arrestado, nos abriremos paso al interior del palacio, y te arrancaremos de sus guardias.

Miguel.- Y lo mataremos en medio de ellos.

Presidente.- Miguel, ¿tú nos guiarás?

Miguel.- Sí, yo os guiaré. Procura que la mano no te falle, Vera Saburoff.

Vera.- ¡Tonto! ¿Es tan difícil matar a un enemigo?

Príncipe Pablo (aparte).- Esta es la tercera conspiración en la que he participado dentro de Rusia. Siempre terminan en un voyage en Siberia para mis amigos y una nueva decoración para mí mismo.

Miguel.- Ésta es la última conspiración, Príncipe.

Presidente.- A las doce en punto, la daga ensangrentada.

Vera.- Sí, roja con la sangre de ese corazón falaz. (De pie en medio de la escena). Sofocar cualquier sentimiento que haya en mí, no amar ni ser amada, no tener piedad ni merecerla, ni amar ni ser amada ¡Sí, es un juramento! ¡Un juramento! Me parece que el espíritu de Carlota Corday ha entrado ahora en mí. Esculpiré mi nombre en el mundo y me contarán entre las grandes heroínas. Si, el espíritu de Carlota Corday late en cada una de mis venas más pequeñas, y endurece mi mano de mujer para herir, como yo endurecí mi corazón de mujer para odiar. Aunque seria en sueños, no vacilaré. Aunque duerma apaciblemente, no erraré mi golpe. Alégrate, hermano mío, en tu celda sofocante; alégrate y ríete esta noche. Esta noche ese Zar que acaba de echar las plumas, saldrá por la posta con los pies ensangrentados para el infierno, y se saludará allí con su padre... ¡EI Zar! ¡Oh traidor, mentiroso, infiel a su juramento, infiel a mí! ¡Jugar al patriota entre nosotros y ahora llevar una corona; vendernos como Judas por treinta piezas de plata, traicionarnos con un beso! (Con más pasión) ¡Oh, Libertad, oh madre poderosa del tiempo eterno, tu manto está empurpurado con la sangre de los que murieron por ti! Tu trono es el Calvario del pueblo, tu corona, una corona de espinas. ¡Oh, madre crucificada! ¡El déspota ha atravesado con un clavo tu mano derecha, y el tirano lo ha hecho con tu izquierda! Tus pies están taladrados por el hierro. Cuando estabas sediento, llamaste a los sacerdotes para que te dieran agua, y te dieron una bebida amarga. Te clavaron una lanza en el costado. Se burlaron de ti en tu agonía a través de las edades. Aquí, en tu altar, ¡oh Libertad, me consagro a tu servicio; haz conmigo lo que quieras! (Blande la daga). Ahora ha llegado el final, y por tus sagradas heridas, ¡oh madre crucificada, oh Libertad, te juro que Rusia se salvará!



TELÓN





Acto cuarto

Escena: Antecámara de la alcoba privada del Zar. Grandes ventanas en el fondo, con las cortinas corridas.

Presentes: Príncipe Petrovitch, Barón Raff, Marqués de Poivrand, Conde Rivaloff.

Príncipe Petrovich.- Ha comenzado bien, el joven Zar.

Barón Raff (encogiéndose de hombros).- Todos los Zares jóvenes comienzan bien.

Conde Ruvaloff.- Y terminan mal.

Marqués de Poivrand.- Bueno, no tengo derecho a quejarme. Sea como fuere, me ha hecho un gran servicio.

Príncipe Petrovitch.- Anuló su designación para Arcángel, supongo.

Marqués de Poivrand.- Sí, mi cabeza no hubiera estado a salvo allí ni una hora.

(Entra el General Kotemkin).

Barón Raff.- ¡Ah, General! ¿Alguna noticia de nuestro joven y romántico Emperador?

General Kotemkin.- Tiene razón al llamarlo romántico, Barón; hace una semana lo encontré divirtiéndose en una bohardilla con una compañía de cómicos ambulantes. Hoy, su capricho consiste en hacer volver a todos los convictos que están en Siberia y amnistiar a todos los que él llama presos políticos.

Príncipe Petrovitch.- ¡Presos políticos! ¡Si la mitad de ellos no son mejores que los vulgares asesinos!

Conde Ruvaloff.- ¿Y la otra mitad es mucho peor?

Barón Raff.- ¡Oh, usted es Injusto con ellos!, con seguridad, Conde. El comercio al por mayor ha sido siempre más respetable que el comercio al menudeo.

Conde Ruvaloff.- Pero realmente es demasiado romántico. Se opuso ayer a que yo tuviera el monopolio del impuesto a la sal. Dijo que el pueblo tenía derecho a disponer de sal barata.

Marqués de Poivrand.- ¡Oh, eso no es nada! ¡Con decirle que se opone a que haya un banquete oficial todas las noches porque hay hambre en las provincias del sur! (El joven Zar entra sin ser visto y escucha todo lo que sigue).

Príncipe Petrovitch.- Quelle bêtise! Cuanto más hambre tiene el pueblo, mejor. Les enseña la autoabnegación, una excelente virtud, Barón.

Barón Raff.- Así me lo han dicho muchas veces.

General Kotemkin.- Habló también de un parlamento, y dijo que el pueblo tendrá diputados que lo representen.

Barón Raff.- ¡Como si no hubiera ya suficiente camorra en las calles! Ahora tenemos que darle al pueblo un recinto para hacerlo. Pero, Messieurs, lo peor falta aún. Amenaza con una reforma completa del servicio público, con el fundamento de que el pueblo sufre demasiados impuestos.

Marqués de Poivrand.- No puede decirlo en serio. ¿para qué sirve el pueblo sino para sacarle dinero? Pero hablando de impuestos, mI querido Barón, tiene usted que darme mañana cuarenta mil rublos; mi esposa dice que necesita imprescindiblemente un nuevo brazalete.

Conde Ruvaloff (aparte al Barón Raff).- Supongo que es para hacer juego con el que le dio el Príncipe Pablo la semana pasada.

Príncipe Petrovitch.- Necesito disponer en seguida de sesenta mil rubios, Barón. Mi hijo está abrumado de deudas de honor que no puede pagar.

Barón Raff.- ¡Qué hijo excelente! ¡Con qué esmero imita a su padre!

General Kotemkin.- Ustedes siempre consiguen dinero. Yo nunca logro un simple kopeck. Es inaceptable. ¡Es ridículo! Mi sobrino está por casarse. Tengo que conseguirle la dote.

Príncipe Petrovitch.- Mi querido General, su sobrino debe ser un turco perfecto. Aparece casándose regularmente tres veces por semana.

General Kotemkin.- Bueno, quiere una dote para consolarse.

Conde Ruvaloff.- Estoy harto de la ciudad. Quiero una casa de campo.

Barón Raff.- Lo siento por ustedes, Caballeros. Está fuera de cuestión.

Príncipe Petrovitch.- ¿Y mi hijo, Barón?

General Kotemkin.- ¿Y mi sobrino?

Marqués de Poivrad.- ¿Y mi casa de la ciudad?

Conde Ruvaloff.- ¿Y mi casa de campo?

Marqués de Poivrand.- ¿Y el brazalete de diamantes de mi esposa?

Barón Raff.- ¡Caballeros, imposible! El antiguo régimen ha muerto en Rusia; el funeral comienza hoy.

Conde Ruvaloff.- Entonces esperaré que resucite.

Príncipe Petrovitch.- Sí, pero, en attendant, ¿qué vamos a hacer?

Barón Raff.- ¿Qué hemos hecho siempre en Rusia cuando un Zar propone reformas? ... nada. Usted olvida que somos diplomáticos. Los hombres de pensamiento no deben tener nada que ver con la acción. Las reformas, en Rusia, son siempre muy trágicas, pero siempre terminan en una farsa.

Conde Ruvaloff.- Quisiera que el Príncipe Pablo estuviera aquí. Dicho sea de paso, creo que este chico es demasiado ingrato con él. Si ese viejo astuto del Príncipe no lo hubiera proclamado inmediatamente Emperador, sin darle tiempo para pensarlo, creo que hubiera entregado la corona al primer zapatero remendón que encontrase por la calle.

Príncipe Petrovitch.- ¿Pero cree usted, Barón, que el Príncipe Pablo se irá realmente?

Barón Raff.- Ha sido desterrado.

Príncipe Petrovitch.- Sí, ¿pero se irá?

Barón Raff.- Estoy seguro; por lo menos me contó que había enviado dos telegramas a París para encargar la cena.

Conde Ruvaloff.- ¡Ah, eso cierra la cuestión!

Zar (adelantándose).- El Príncipe Pablo hubiera hecho mejor enviando un tercer telegrama y ordenando (los cuenta) seis cubiertos más.

Barón Raff.- ¡El diablo!

Zar.- No, Barón, el Zar. ¡Traidores! En el mundo no habría malos reyes si no hubiera malos ministros, como ustedes. Los hombres como ustedes son los que hacen naufragar los poderosos imperios contra la roca de su propia grandeza. Nuestra madre, Rusia, no tiene necesidad de hijos tan desnaturalizados. Ahora ya es tarde para repararlo. La tumba no puede devolver los muertos ni el cadalso las víctimas que ustedes hicieron. Pero yo seré más misericordioso. ¡Les concedo la vida! Esa es la maldición que echo sobre ustedes. Pero si alguno de ustedes se encuentra en Moscú mañana a la noche, las cabezas de todos no quedarán sobre los hombros.

Barón Raff.- Es maravilloso como nos recordáis a vuestro padre, Señor.

Zar.- Os destierro a todos de Rusia. Vuestras propiedades quedan confiscadas en favor del pueblo. Podéis llevaros los títulos con vosotros. Las reformas, en Rusia, Barón, siempre terminan en una farsa. Tendrá usted una gran oportunidad, Príncipe Petrovich, para ejercitar la autoabnegación, esa virtud excelente. ¿De modo que piensa usted, Barón, que un Parlamento en Rusia no sería nada más que un local para las camorras? Bueno, me encargaré de que le envíen regularmente las actas de cada sesión.

Barón Raff. - Señor, añadís un nuevo horror al exilio.

Zar.- Pero ahora tendrá usted mucho tiempo para la literatura. Olvida que es usted un diplomático. Los hombres de pensamiento no deben tener nada que ver con la acción.

Príncipe Petrovitch.- Señor, sólo hablábamos en broma.

Zar.- Entonces, os destierro por vuestros chistes malos. Bon voyage, Messieurs. Si apreciáis en algo vuestras vidas, tomaréis el primer tren para París. (Salen los Ministros). Rusia tiene suerte al librarse de hombres como éstos. Son los chacales que siguen el rastro del león. No tienen valor más que para el robo y el pillaje. De no ser por esos hombres, y por el Príncipe Pablo, mi padre hubiera sido un buen rey, y no hubiera muerto de un modo tan terrible como murió. ¡Qué extraño! ¡Las partes más reales de la propia vida siempre parecen un sueño! ¡La reunión del Consejo, la terrible ley destinada a matar al pueblo, el arresto, el grito en el patio, el tiro de pistola, las manos ensangrentadas de mi padre, y luego ... la corona! Uno puede, algunas veces, estar vivo durante años sin vivir en absoluto, y de pronto toda la vida viene a condenarse en una sola hora. No tuve tiempo de pensar. Antes de que el espantoso grito de muerte de mi padre hubiera muerto en mis oídos, me encontré con la corona en la cabeza, el manto de púrpura envolviéndome, y me escuché llamar rey. Entonces lo hubiera abandonado todo; me parecía sin ningún valor; pero ahora, ¿puedo abandonar? ¿Sí, Coronel? (Entra el Coronel de la Guardia).

Coronel.- ¿Qué santo y seña desea Vuestra Imperial Majestad que se dé esta noche?

Zar.- ¿Santo y seña?

Coronel.-- Para el cordón de guardias, Señor, que custodian de noche el palacio.

Zar.- Puede retirarlos. No los necesito. (Sale el Coronel). (Se dirige hacia la corona depositada sobre una mesa) ¿Qué sutil poder está oculto en esta baratija brillante, la corona, que le hace a uno sentirse un dios cuando la lleva? Tener en la mano este mundo de colores encendidos, extender el brazo hasta los confines últimos de la tierra, ceñir los mares con el propio galeón; convertir al país en una carretera para los propios invitados; ¡eso es llevar una corona! ¡Llevar una corona! El más humilde siervo de Rusia, si es amado, está mejor coronado que yo. ¡Hasta qué punto el amor inclina la balanza! ¡Qué pobre parece el más vasto imperio de este áureo mundo cuando se lo compara con el amor! Enjaulado en este palacio, con espías que husmean cada uno de mis pasos, no he sabido nada de ella; no la he visto desde aquella hora terrible, hace tres días, .cuando me encontré repentinamente convertido en el Zar de este vasto desierto, Rusia. ¡Oh, si pudiera verla por un momento, decirle ahora el secreto de mi vida que nunca me atreví a formular antes; decirle por qué llevo esta corona, cuando había jurado guerra eterna contra todos los coronados! Esta noche hubo una reunión. Recibí la citación por una mano desconocida... ¿pero cómo podía ir? Yo, que había faltado a mi juramento ¡que había faltado a mi juramento!

(Entra un Paje).

Paje.- Son más de las once, Señor. ¿Me haré cargo de la primera guardia en vuestra alcoba, Señor?

Zar.- ¿Para que habría de guardarme, muchacho? Las estrellas son mis mejores centinelas.

Paje.- Su Imperial Majestad, vuestro padre, deseaba que no lo dejaran nunca solo mientras dormía.

Zar.- Mi padre era molestado por malos sueños. Vete a la cama, muchacho; es cerca de la medianoche, y estas horas tan avanzadas echarán a perder esas rojas mejillas. (El Paje trata de besarle la mano). ¡No, no! Hemos jugado demasiadas veces juntos para que hagas eso. ¡Oh! ¡Respirar el mismo aire que ella y no verla! La luz parece haberse marchado de mi vida, el sol se ha ido de mis días.

Paje.- Señor... Alexis, ¡dejad que me quede con vos esta noche! ¡Os amenaza algún peligro! ¡Tengo el presentimiento de que es así!

Zar.- ¿Por qué habría de temer? He desterrado de Rusia a todos mis enemigos. Pon el brasero aquí, cerca de mí, hace mucho frío y quisiera sentarme junto a él un rato. Vete, muchacho; tengo muchas cosas que pensar esta noche. (Se dirige al fondo de la escena. Descorre un cortinado. Una vista de Moscú iluminado por la luna). Ha caído mucha nieve desde la puesta del sol. ¡Qué blanca y fría parece mi ciudad bajo esta luna pálida! ¡Y, sin embargo, qué corazones ardientes y fogosos laten en esta gélida Rusia, con toda su escarcha y su nieve! ¡Oh, verla un momento! ¡Decírselo todo! ¡Decirle por qué soy rey! Pero ella no duda de mí; dijo que confiaba en mí. Aunque he violado mi juramento, tendrá confianza. Hace mucho frío. ¿Dónde está mi capa? Dormiré una hora. Luego he pedido mi trineo, y aunque muera en ello, tengo que ver a Vera esta noche. ¿No te dije que te fueras, muchacho? ¿Qué? ¿Tendré que jugar al tirano tan pronto? ¡Vete, vete! No puedo vivir sin verla. Mis caballos estarán aquí dentro de una hora. ¡Una hora entre yo y el amor! ¡Qué pesado está el humo de este carbón! (Sale el Paje. Se acuesta en un sofá junto al brasero).

(Entra Vera, envuelta en una capa negra).

Vera.- ¡Dormido! ¡Dios, eres benévolo! ¿Quién lo librará ahora de mis manos? ¡Aquí está! ¡EI demócrata que quería hacerse rey, el republicano que ha usado una corona, el traidor que nos ha mentido! Miguel tenía razón. No amaba al pueblo. No me amaba a mí. ¡Oh! ¿Por qué habrá un veneno tan mortífero en unos labios tan dulces? ¿No tenía ya suficiente oro en sus cabellos, que quiso deslucirlo con esta corona? Pero mi día ha llegado; ¡el día del pueblo, de la libertad, ha llegado! ¡Tu día, hermano, ha llegado! Aunque he sofocado todos mis sentimientos, no hubiera pensado que era tan fácil matar. Un golpe... y todo ha terminado; y luego puedo lavar mis manos en el agua. ¡Vamos! yo salvaré a Rusia. ¡Lo he jurado! (Levanta la daga para dar el golpe).

Zar (levantándose bruscamente, la toma de ambas manos).- ¡Vera, tú aquí! Mi sueño no era un sueño. ¿Por qué me dejaste tres días solo, cuando más te necesitaba? ¡Oh Dios! ¿Piensas que soy un traidor, un mentiroso, un rey? Lo soy, por amor a tl. Vera, fue por ti que violé mi juramento y llevo la corona de mi padre. Quisiera poner a tus pies esta poderosa Rusia, que tú y yo hemos amado tanto; quisiera darte esta tierra por escabel de tus pies, poner la corona en tu cabeza. El pueblo nos amará. Lo gobernaremos con el amor, como un padre gobierna a sus hijos. Habrá libertad en Rusia para que todos piensen como les dicta el corazón. He desterrado a los lobos que nos depredaban; he traído a tu hermano de Siberia; he abierto las fauces lóbregas de la mina. El correo ya está en camino. Dentro de una semana, Dimitri y todos los que están con él, se hallarán en su tierra. El pueblo será libre... ya es libre ahora. Cuando me dieron esta corona, se las hubiera arrojado de vuelta, a no ser por ti, Vera. ¡Oh Dios! En Rusia los hombres acostumbran llevar regalos a la que aman. Yo me dije, llevaré a la mujer que amo, un pueblo, un imperio, ¡un mundo! Vera, es por ti, solamente por ti que conservo esta corona; sólo por ti soy rey. ¡Oh, te he amado más a ti que a mi juramento! ¿Por qué no quieres hablarme? ¿No me amas? ... ¡No me amas! Has venido para advertirme de algún complot contra mi vida. ¿Qué vale la vida sin ti? (Los Conspiradores murmuran afuera).

Vera.- ¡Oh! ¡Estás perdido! ¡Perdido! ¡Perdido!

Zar.- No, aquí estás a salvo. Faltan todavía cinco horas para el amanecer. Mañana, te presentaré a todo el pueblo...

Vera.- ¡Mañana ...!

Zar.- Te coronaré con mis propias manos emperatriz en esa gran catedral que construyeron mis padres.

Vera (suelta violentamente las manos, y se pone de pie de un salto).- ¡Soy nihilista! ¡No puedo llevar una corona!

Zar (cae a sus pies).- No soy un rey ahora. Solamente soy un niño que te amó más que a su honor, más que a su juramento. Por amor al pueblo, yo hubiera sido un patriota. Por amor a ti, he sido un traidor. Vayámonos juntos, viviremos entre la gente común. No soy rey. Trabajaré para ti como un campesino o como un siervo. ¡Oh, ámame tú también un poco! (Los Conspiradores murmuran afuera).

Vera (apretando la daga).- Sofocar todos los sentimientos que haya en mí, ni amar ni ser amada, ni tener piedad mi... ¡Oh! ¡Soy una mujer! ¡Dios se apiade de mí, soy una mujer! ¡Oh, Alexis, también yo he violado mi juramento; soy una traidora! Te amo. ¡Oh, no hables, no hables! ... (lo besa en los labios) ... la primera, la última vez. (Él la aprieta en sus brazos; se sientan juntos en el diván).

Zar.- Ahora podría morir.

Vera.- ¿Qué tiene la muerte que hacer en tus labios? Tu vida, tu amor, son enemigos de la muerte. No hables de muerte. Todavía no, todavía no.

Zar.- No sé por qué la muerte ha entrado en mi corazón. Quizá la copa de la vida está demasiado llena de placeres para durar. Ésta es nuestra noche de bodas.

Vera.- ¡Nuestra noche de bodas!

Zar.- Y si la muerte viniera en persona, me parece que podría besar su boca pálida y libar su dulce veneno en ella.

Vera.- ¡Nuestra noche de bodas! ¡No, no! La muerte no debe sentarse al banquete. No existe la muerte.

Zar.- No existirá para nosotros. (Los Conspiradores murmuran afuera).

Vera.- ¿Qué es eso? ¿No oíste nada?

Zar.- Solamente tu voz, ese reclamo de cazador que seduce mi corazón y lo lleva como a un pobre pajarito hacia la rama impregnada con la liga.

Vera.- Me pareció que alguien reía.

Zar.- Era solamente el viento y la lluvia; la noche está llena de tempestad. (Los Conspiradores murmuran afuera).

Vera.- Debió de ser eso. ¡Oh! ¿Dónde están tus guardias? ¿Dónde están tus guardias?

Zar.- ¿Dónde iban a estar sino en su casa? No viviré enjaulado entre las espadas y el acero. El amor a su pueblo es la mejor guardia personal de un rey.

Vera.- ¡El amor de un pueblo!

Zar.- Querida. Estás a salvo aquí. Nada puede dañarte. ¡Amor mío, yo sabia que confiabas en mí! Tú dijiste que confiarías en mí.

Vera.- He tenido confianza. Amor mío, el pasado parece solamente un sueño gris y pesado, del cual han despertado nuestras almas. Esto es la vida, por fin.

Zar.- ¡Si, por fin la vida!

Vera.- ¡Nuestra noche de bodas! ¡Oh, déjame beber hasta saciarme de amor esta noche! No querido, todavía no. ¡Qué silencio! y sin embargo, me parece que el aire estuviera lleno de música. Es algún ruiseñor, que cansado de estar en el sur, ha venido para cantar en este norte yermo, para los amantes como nosotros. Es el ruiseñor. ¿No lo escuchas?

Zar.- ¡Querida, mis oídos están cerrados para todos los sonidos dulces, excepto tu voz, y mis ojos están ciegos a todas las imágenes, menos a la tuya; de lo contrario, hubiera escuchado ese ruiseñor y hubiera visto al sol de la mañana, con su vestidura de oro, salir furtivamente del oriente sombrío antes de su hora, por los celos que siente de que tú seas dos veces más hermosa!

Vera.- Sin embargo, quisiera que hubieses escuchado el ruiseñor. Siento que ese pájaro no volverá a cantar.

Zar.- No es un ruiseñor. Es el amor, que canta extático de alegría porque tú te has ligado a él con un voto. (El reloj comienza a dar las doce). ¡Oh, escucha querida! Es la hora del amor. Ven, salgamos afuera y escuchemos cómo una torre tras otra responden al toque de medianoche por encima de la vasta ciudad blanca. ¡Nuestra noche de bodas! ¿Qué es eso? ¿Qué es eso? (Fuertes murmullos de los Conspiradores en la calle).

Vera (se separa bruscamente de él y se precipita a través de la escasa escena).- ¡Los invitados a la boda han llegado ya! ¡Ah, sí, tendrán su señal! (Se hunde el puñal en el cuerpo). ¡Tendrán su señal! (Se precipita hacia la ventana).

Zar (la intercepta lanzándose entre ella y la ventana y le arranca la daga de las manos).- ¡Vera!

Vera (abrazándose a él).- ¡Devuélveme la daga! ¡Devuélveme la daga! ¡En la calle hay hombres que vienen por tu vida! ¡Tus guardias te han traicionado! Esta daga ensangrentada es la señal de que estás muerto. (Los Conspiradores comienzan a gritar en la calle). ¡No hay un momento que perder! ¡Arrójala! ¡Arrójala! Ya nada puede salvarme. Esta daga está envenenada. Siento ya la muerte en mi corazón. No había otro camino que éste.

Zar (manteniendo la daga fuera de su alcance).- La muerte está en mi corazón; moriremos juntos.

Vera.- ¡Oh amor, amor, amor! ¡Ten compasión de nosotros! Los lobos te asedian... ¡tienes que vivir, por la libertad, por Rusia., por mí! ¡Oh, tú no me amas! ¡Me ofreciste una vez tu imperio! ¡Dame ahora esa daga! ¡Oh, eres cruel! ¡Mi vida por la tuya! ¿Qué importa? (Fuertes gritos en la calle, ¡Vera, Vera! ¡Al rescate! ¡Al rescate!).

Zar.- La amargura de la muerte ya ha pasado para mí.

Vera.- ¡Oh, ya se abren camino por la puerta! ¡Mira! ¡Un hombre cubierto de sangre está detrás de ti! (El Zar se da vuelta por un instante) ¡Ah! (Vera le arranca la daga y la arroja fuera por la ventana).

Conspiradores (abajo).- ¡Viva el pueblo!

Zar.- ¿Qué has hecho?

Vera.- ¡He salvado a Rusia! (Muere).



TELÓN

1 comentario:

Anónimo dijo...

ya habia leido parte de esa obra.

saludos libertarios!

que la difusión educativa continue.