Del 2 al 7 de Septiembre de 1872 se realizaba la dramatización de un Congreso de la AIT, en la ciudad de la Haya. Los actores principales, Marx y Engels, decidieron mandar a morir la Internacional a Nueva York, todo con tal de que está “no cayera en manos” de sus antagonistas, los “Anti-autoritarios”, que por cierto, no tuvieron la totalidad de su representación en dicho “espectáculo”.
Los “Anti-autoritarios”, que ya empezaban a ser llamados Anarquistas, no reconocieron los “acuerdos” unilaterales de dicho Congreso. En consecuencia realizarían, el 15 de Septiembre, el Congreso Internacional Anti-autoritario de Saint-Imier, insuflando aire a ese presunto cadáver en el que muchos pretendieron convertir a la Asociación Internacional de los Trabajadores.
La AIT desterrada de los marxistas acabaría muriendo después de su correspondiente agonía en 1876… la AIT Anti-autoritaria la sobreviviría un año más, aunque renacería como una nueva crisálida en la Internacional Negra de 1881.
Las disputas entre autoritarios y anti-autoritarios, centralitas y federalistas, socialistas científicos y socialistas revolucionarios, comunistas autoritarios y colectivistas autonomistas, el Consejo General y la Alianza, en definitiva, entre marxistas y Anarquistas, venía de atrás. Desde que se formo la AIT en 1864, gracias a la unión de “sindicalistas” ingleses y los llamados “proudhonianos” franceses, Marx se cuido mucho de no incomodar a ninguno de los dos grupos (a pesar de la fobia personal que sentía, especialmente, hacía los segundos). Los estatutos que ayudó a redactar iban en total sintonía con el autonomismo y el federalismo de los “proudhonianos franceses”, tuvo gran habilidad para despejar cualquier “niebla” de centralismo, y sobre todo para omitir toda cuestión política, es más, la archiconocida frase: “La emancipación proletaria será obra de los trabajadores mismos o no será”, representaba precisamente el credo apolítico y autonomista de los delegados franceses.
El primer Congreso de la AIT se celebro en Ginebra, el Septiembre de 1866, allí acudieron masivamente los “proudhonianos” (de los 60 delegados que acudieron, 33 provenían de Suiza y 17 de Francia, países en los que, junto con Bélgica, las ideas de Proudhon habían calado hondo). Esto turbo profundamente a Marx, que tuvo que plegar velas y maquillar su verdadero rostro, el mismo lo describe así en una carta a Kugelmánn: “Tuve mucho temor por el primer congreso de Ginebra. Sin embargo, en conjunto resultó mejor de lo que esperaba.... Yo no podía ni quería ir, pero escribí el programa de la delegación de Londres. Lo restringí deliberadamente a aquellos puntos que permiten un acuerdo inmediato y una acción concertada de los obreros y dan un alimento directo y un impulso a la exigencia de la lucha de clases y a la organización de los obreros en clase. Los caballeros de París llevaban las cabezas de las frases proudhonistas más vacías. Charlan sobre la ciencia y no saben nada. Desdeñan toda acción revolucionaria, esta es, toda acción que provenga de la propia lucha de clases, todos los movimientos sociales concentrados, y por lo tanto todos aquellos que pueden llevarse a cabo por medios políticos (por ejemplo la limitación legal de la jornada de trabajo) con el pretexto de la libertad y del antigubernamentalismo o individualismo, estos caballeros... predican en realidad la ciencia burguesa ordinaria, solo que porudhomísticamente idealizado. Proudhon ha causado un daño enorme. Su fingida crítica y su fingida oposición a los utopistas... atrajo y corrompió primero a la "Juventud brillante" y luego a los obreros, en particular a los de París, que, como obreros de comercios, están fuertemente atados, sin saberlo a la vieja basura. Ignorantes, vanidoso, presuntuosos, charlatanes, dogmáticos, arrogantes, estuvieron a punto de echarlo todo a perder, pues fueron al congreso en número que no guardaban relación alguna al de sus afiliados. En el informe los demoleré sin mencionar nombre”.
Pero los quebraderos de cabeza de Marx no se acabarían aquí, en el segundo Congreso, realizado en Lausana, en 1867 y también en Septiembre, la hegemonía “proudhoniana” iría en aumento. Estos consiguieron que se aceptaran sus planteamientos no solo sobre el mutualismo (con bastantes propuestas practicas), sino que además su punto de vista sobre lo “inútil y pernicioso del estatismo” también fue apoyado por arrolladora mayoría… así, la AIT se posicionaba contraría al Estado, y la influencia de Marx se hundía en las brumas de la inexistencia. De esta forma nos describe el mismo su colérica impotencia, plasmada en una carta a Engels: “En el próximo Congreso de Bruselas, les daré el golpe final a esos locos Proudhinistas. He conocido diplomáticamente todo el asunto y no quise salirles al encuentro personalmente mientras no fuese publicado mi libro (“El Capital”) y mientras nuestra asociación no echase raíces. También les daré una paliza en el informe oficial del congreso general. Pese a todos sus esfuerzos, los charlatanes parisienses no podrán impedir nuestra reelección”. Esta carta desmiente de forma incontestable a todos aquellos que afirmaban que Marx solo veía en el sillón presidencial del Consejo un mero puesto “de intendencia y administración”, de lo contrario no hubiera gastado tanta tinta y esfuerzos en asegurarse su “reelección”, ni hubiera utilizado dicho puesto como una férula ejecutiva, aplicada, por otra parte, con verdadera “mano de hierro”.
Sin embargo, el siguiente Congreso iba suponer un verdadero varapalo para él, posiblemente el que supondría la segunda peor derrota de toda su vida “política”. Hablamos del congreso de Bruselas, que como sus antecesores transcurría en septiembre, ahora en el año de 1868. Fue este el más concurrido de todos los congresos Internacionales, tanto de los anteriores como de los posteriores, aquí no solo acudieron mayoritariamente los delegados belgas y franceses, sino que los alemanes se presentaron en un gran número, lo cual hacía prever que “los sables estarían afilados y en todo lo alto” para dirimir de una vez esa pretendida rivalidad entre “marxistas” y “proudhonianos”.
Y efectivamente, la delegación “proudhoniana” por fin se iba a topar con una corriente mayoritaria que le arrebatara su preeminencia; los “proudhonianos” fueron eclipsados, pero no por la sombra del marxismo, no sería una postura partidaria de la autoridad o de la colaboración política, la que conseguiría imponérseles… fueron los anarco colectivistas los que lograron, no solo sustituir a los “proudhonianos” como “cuerpo mayoritario” de la AIT, sino que además pudieron establecer -a pesar de las eventuales desavenencias- una perfecta adecuación, incluso cierta compenetración, entre los anarquistas de signo mutualista y los de un cariz más escorado al colectivismo (tal es así que Bakunin consideraba como propias las victorias que los “proudhonistas” les habían infligido a Marx en los Congresos anteriores, y a pesar de las criticas que Bakunin realizaba contra determinados postulados “proudhonianos”, él mismo quería extrapolarlas a discordancias sobre “materialismo y perspectivas económicas y sociales”). Ambos grupos iban a encarnar, para Marx, sus correligionarios y expectativas, las pesadillas más desazonadoras y turbadoras que aún les perseguirían durante los próximos cuatro años.
El “taumaturgo” a quien se acuso de embrujar las ensoñaciones marxianas, fue el ya mencionado, y desventurado Mijaíl Bakunin. Años de presidio, de Revoluciones en las barricadas, de tormentos y epopeyas, de crédito -y hasta de descredito, fomentado por diversos burgueses, tintados de “rojo” o de “blanco”- ganado en París, Bohemia y, sobre todo, en Dresde, le había forjado cierta fama “cuasi-mitológica” que desvirtuaba bastante la esencia del individuo en sí, pues solía convertirle en un monstruo de fuerza titánica capaz de “comerse a los bebes de los propietarios”. Después de su “romántica” fuga de Siberia, y de un último intento frustrado de “revolución nacionalista” con los polacos, en 1864, sus experiencias en Italia le hicieron contemplar la realidad con un mismo sentir, pero desde una óptica con muy diverso nombre. Sus ansias y afanes libertarios dejaban de encausarse por fines “filosóficos o nacionales” y empezaba a canalizarse por la vía “social”, esa preocupación, siempre latente en el, ese nombre siempre en su pecho, empezaba a emanar también de sus labios; ahora se empezaba a hablar de un Bakunin integralmente Anarquista.
Así describe un periodista ruso su primera comparecencia en el Congreso Internacional, dando muestras de cómo el personaje, la figura, era capaz de desdibujar hasta a las miradas menos impresionables: “Yo recuerdo muy bien su impresionante entrada en la primera sesión del Congreso. Cuando, vestido como siempre con negligencia, su blusa gris abriéndose sobre un chaleco de franela y no sobre una camisa, subió con su pesado andar de campesino los peldaños de la tribuna donde se sentaba la presidencia, se elevó un clamor: ¡Bakunin!. Garibaldi abandonó el sillón presidencial, salió a su encuentro y lo abrazó. En la sala se encontraban muchos adversarios de Bakunin, pero todo el mundo se levanto y unos prolongados aplausos mostraron el entusiasmo general… Si se llama orador al hombre que satisface a un público literario y culto, que domina todos los secretos del estilo, cuyos discursos tienen un comienzo, un medio y un fin, como quiere Aristóteles, entonces Bakunin no era un orador. Pero era un magnifico tribuno popular, sobresalía en el arte de hablar a las masas, y esto en varios idiomas, lo cual no era menos admirable. Su alta estatura, la energía de sus gestos, su tono persuasivo, todo esto producía una fuerte impresión”.
Sin embargo, para Marx lo peor estaba aún por llegar… la influencia creciente de los anti-autoritarios no se debía solo al “prestigio revolucionario” que estos atesoraban, pues en el Congreso de Basilea de septiembre -como ya era tradición en la AIT- y en el año 1869, la preponderancia Anarquista iba a materializarse, también, en el campo de las ideas.
Los puntos claves: “El Estado y el derecho a la Herencia”… la defensa tramontana que los delegados marxistas hicieron de tales “instituciones” supusieron su fulminante derrota. He aquí el discurso que Bakunin pronuncio en dicho Congreso, el cual en calidad de “delegado de la Federación Italiana”, y después de atacar determinados conceptos “proudhonianos” (sobre todo en los referente al papel laboral y social de la mujer, a la preeminencia de la familia como base de la sociedad, y a diversos aspectos económicos) se dedico a aguijonear con virulencia ambos temas, helos aquí:
“Compañeros de la Asociación Internacional de Trabajadores: Estoy verdaderamente abrumado ante las reformas innumerables con que por una parte los honrados campesinos defienden el efecto de su trabajo con ayuda de mutualidades y de un crédito gratuito que de forma tan desinteresada como sorprendente obtendrán de bancos públicos. Además me admira que consideren a la familia como base esencial de la sociedad, a la propiedad individual de la tierra y la herencia como su condición, y al trabajo de la mujer como destructor de la vida doméstica.
Todavía contemplo con mayor asombro los razonamientos que el delegado Eccarius, en nombre y representación del Señor Marx, -que por cierto no se ha dignado estar presente en ningún Congreso obrero alejado de su feudo de Londres- adelanta en favor, no de la familia ni de una cooperativa, sino del mismo Estado, que en poder de los trabajadores, se hará dueño de la tierra y de todos los medios de producción para repartir el efecto del trabajo colectivo entre los miembros de la sociedad.
Dejando de lado todas estas complicaciones, los anarquistas estimamos que a la hora de encontrar remedio a los males y de conseguir la felicidad del género humano, no hace falta establecer nuevas leyes e instituciones, sino sencillamente abolir todas las existentes. Sólo de esta forma los hombres, uniéndonos libremente en federaciones cada vez más amplias, podremos construir nuestro destino social, sin interferencias de ningún poder artificial extraño, grande o pequeño, natural o sobrenatural.
Confieso mi profunda admiración por el señor Proudhon, que al construir su sistema económico se atrevió a dejar fuera de juego al Estado, demostrando su autoritarismo y su impotencia, y sustituyéndolo, aunque sólo sea en un acto genial de imaginación, por comunidades campesinas familiares y por mutualidades independientes de cualquier poder centralizado. Pero es preciso llevar su programa político hasta sus últimas consecuencias para conseguir la libertad absoluta de los hombres y hacer de ella el principio de cualquier sociedad del futuro.
De esta forma queremos la abolición de la familia jurídica y del matrimonio, tanto eclesiástico como civil, del que se deriva necesariamente el derecho a la herencia. Queremos también la igualación de los derechos políticos y socioeconómicos de las mujeres y los hombres, y queremos que la tierra pertenezca a las comunidades agrícolas que la trabajen y el capital y los instrumentos de producción a los obreros, unidos en asociación.
Queremos sobre todo que desaparezca el Estado y el principio de autoridad sobre el que se apoya, y con él todas las instituciones eclesiásticas, políticas, militares, burocráticas, jurídicas, académicas, financieras, económicas y cualquier otra que inventase el inagotable ingenio del hombre. Queremos la autonomía absoluta de cada individuo, cada federación de trabajadores, cada asociación de federaciones, y cada pueblo para ser lo que quiera ser, organizándose desde abajo hacia arriba de acuerdo con el principio intocable de la libertad.
Ya me doy cuenta de que todas estas aspiraciones de los anarquistas van a sonar como una descarga de pólvora en los oídos del señor Marx, esposo ejemplar de una aristócrata de muy buena familia, padre amantísimo de sus tres hijas y sobre todo profesor de filosofía, dispuesto a enseñar su doctrina infalible a esta serie de infelices obreros, por quienes seguramente siente el más profundo desprecio. Pero a pesar de todo debe escucharme sin perder la paciencia, por muy desagradables que sean mis pretensiones de anteponer la experiencia revolucionaria a cualquier sistema científico excluyente y definitivo.
Según el programa expuesto por el señor Marx en el primer Manifiesto Comunista, publicado hace ya más de veinte años, la primera obligación del proletariado obrero es conquistar el poder político y crear un nuevo Estado popular, regido de acuerdo con los principios de lo que solemnemente llama el centralismo democrático. Hasta tal punto que por medio de su inmensa tramoya jurídica intervendrá en la vida individual y colectiva, suprimiendo la espontaneidad de sus desgraciados súbditos y determinando su forma de ser y de pensar.
En cambio nosotros repetimos lo que ya hemos dicho en Berna ante la Liga por la Paz. Aborrecemos al comunismo porque es la negación de la libertad y no podemos concebir ni un pensamiento, ni un acto verdaderamente humano sin libertad. No somos comunistas porque el comunismo aspira a absorber todos los poderes de la sociedad en el Estado, que de esta forma centraliza inevitablemente en sus manos toda la propiedad. Nosotros queremos la desaparición del principio de autoridad y la abolición completa y sin marcha atrás del Estado, que con el pretexto de realizar la moral de los hombres, no ha hecho otra cosa que oprimirlos y explotarlos, manteniéndolos en la miserable condición de esclavos.
Pero no os preocupéis, compañeros, el señor Marx y la escasa camarilla que le sigue, nos ofrece el consuelo de que el Estado -su Estado- estará dirigido por una minoría privilegiada de ilustrados, que impondrán su ley al resto de la población ignorante. Además esa minoría que por un acto pretendidamente revolucionario y gracias a su disciplina y a su organización jerárquica habrá conseguido desplazar del poder a la burguesía, se compondrá de trabajadores.
Ciertamente tiene razón, esos déspotas novicios van a ser, no sólo trabajadores, sino antiguos trabajadores, que en el momento de pisar las alfombras de los despachos del nuevo Estado se olvidarán de su vieja condición, convirtiéndose en los más altos funcionarios y mirando desde arriba a los obreros de la ciudad o del campo. Y yo os digo que en ese mismo momento ya no forman parte del pueblo, ni siquiera lo representan, pues se representan a sí mismos y a su ambición de poder.
De acuerdo con la doctrina del señor Marx, la revolución no debe abolir al Estado, sino fortalecerlo al máximo, entregándolo a sus guardianes y maestros, los dirigentes del partido comunista, que concentrarán todos los poderes del gobierno en sus manos. Crearán un banco estatal único, nacionalizarán toda la producción industrial, comercial y agrícola y crearán una nueva clase privilegiada de ingenieros estatales (verdaderamente sigue siendo increíble, sobre todo después de lo visto en el pasado siglo XX, como Bakunin pudo bosquejar, de forma tan certera, y solo a través de las teorías marxistas, el retrato de lo que sería la futura U.R.R.S.S. -Nota de la autora). Quien crea que las cosas no han de ser así, a pesar de su ciencia, demuestra un desconocimiento total de la naturaleza humana.
Hasta tal punto el señor Marx es consciente de las contradicciones de su programa político que ya en el mismo Manifiesto concede que la dictadura de la clase obrera es un momento transitorio aunque necesario de la revolución. A medida que la sociedad, férreamente gobernada por sus nuevos dueños, acreciente a la vez la producción y el consumo de bienes infinitos, ya no será necesaria una legislación imperativa que los reparta y el Estado se irá disolviendo hasta desaparecer. Así que la dictadura comunista es el medio y el anarquismo el fin de su acción.
Deberíamos estar orgullosos de que un adversario dialéctico tan temible como el señor Marx esté de acuerdo con nosotros en el objetivo final, pero de ninguna manera podemos avalar el disparatado sistema con el que pretende alcanzar ese objetivo. Si hacemos caso a sus sabias enseñanzas resultaría que para liberar totalmente a un pueblo la mejor solución es tenerlo del todo esclavizado. Pero la dictadura de cualquier clase social, y mucho más la de una casta de funcionarios públicos, no puede tener otra aspiración que perpetuarse a sí misma, negando para siempre la libertad de sus súbditos.
Que en esta circunstancia el Estado derive nada menos que a una sociedad anarquista, que baje Dios y lo vea, en caso de que Dios pueda bajar todavía más abajo de donde ahora está. Una idea tan disparatada sólo puede ser producto de la mente de un filósofo alemán, obediente discípulo del estatista Hegel -aunque ahora quiera renegar de su antiguo maestro- que además tiene la pretensión de pertenecer al pueblo elegido (si aquí se estuviera haciendo alusión al origen judío de Marx sería desde luego un repugnante error por parte de Bakunin, por mucho que el propio Marx compartiera, y manifestara con exacerbación, dichos prejuicios antisemitas. -Nota de la autora).
Ya estoy oyendo al señor Eccarius, dirigiendo contra nosotros la temible acusación de utópicos. Es posible, pero nuestra utopía será en todo caso una constante e interminable aspiración a la libertad de cada uno y a la fraternidad universal y será también la negación de cualquier sistema y de cualquier poder, mucho más el poder despótico de un Estado, sean quienes sean sus representantes. Sin nosotros será inevitable la dominación de los teólogos, los militares, los burgueses, o los burócratas, pero bastará la existencia de un compañero anarquista, de uno solo, para que se mantenga en el mundo la esperanza de la libertad.
El proceso histórico por el que los marxistas avanzan por pasos sucesivos hacia la liberación de la humanidad en una sociedad sin clases es también una utopía, pero el peligro de estas utopías graduales es que a veces se realizan parcialmente. Y sería una catástrofe, pero una catástrofe inevitable, que la anunciada revolución llevase a los proletarios al poder y se enquistase en un Estado real, pero tan aborrecible o más que todas las formas de dominación del pasado. La utopía milenarista es, señor Eccarius, positiva, y por eso mismo la más temible y contradictoria de todas.
Pero lo que todavía es más extravagante y más utópico es el respeto a todos los Estados actuales, que por definición son naciones y la pretensión de que a su lado exista una Asociación Internacional. Y os aseguramos que si en un futuro más o menos lejano las ambiciones de los burgueses son causa de una guerra santa entre ejércitos nacionales los trabajadores de cada Estado seguirán fielmente a sus dueños y se atacarán y mutilarán entre sí furiosamente en nombre de un estúpido patriotismo. Sólo quedan dos alternativas: o la abolición del principio de autoridad y la paz universal o la sumisión al poder político en un conflicto interminable y cada vez más sangriento.”
Las “proféticas” palabras de Bakunin con respecto a la contradictoria atrocidad que supondrían un “Estado obrero” (pues si es “obrero” es imposible que sea Estado, y si es “Estado” deberá serlo precisamente sobre los mismos obreros, ergo, en detrimento de los propios interesados) calo hondo en los asistentes al Congreso. A muchos les recorrió un enorme pavor tan solo al visualizar la imagen de dicho organismo; un “ente todopoderoso” que aún siendo causante del “mal social” se arroga el papel de “desfacedor” de los efectos del mismo… prácticamente como todos los Estados existentes, salvo por la diferencia de que este se establecía como paladín de las propias “almas” a las que explotaba, es decir de los “obreros” (y todo esto cerca de 50 años antes de que a los bolcheviques se les ocurriera convertirlo en una realidad).
Sin embargo, la frustración de Marx no quedó a la saga de sus inteligentes manejos y, ante la potencial “victoria” de Bakunin, había ordenado a los delegados “afines a su causa” que si presenciaban un “inusitado entusiasmo general”, hacía las teorías “autonomistas”, fueran abandonando el Congreso antes de que pudiera formalizarse votación alguna. Así lo hicieron, y la “victoria aplastante” de los Anarquistas no pudo “constatarse oficialmente” ante la incomparecencia de “algunas delegaciones”. No obstante, el Congreso de Basilea ocasiono grandes cambios dentro del movimiento obrero. Por un lado certifico la adhesión de las nuevas federaciones, la Italiana y la Española, a las posturas Anarquistas, por el otro hizo que una de las más antiguas, la Francesa, adscribiera su Anarquismo mutualista al colectivista y, sobre todo, se provocaron grades incertidumbres dentro de las Federaciones que, si no se creían parte del vivero marxista, por lo menos se creían bajo su influencia. Así, los independientes sindicalistas ingleses (con gran representación en el Consejo) empezaron a desconfiar de Marx, y los escasos delegados Americanos terminarían por hacer patente su afinidad con los anti-autoritarios, tal y como ya habían hecho en Bélgica, Holanda y, especialmente, en la Suiza “latino-parlante”. Nombres como los de Alerini, Pellicer, Morago, Cerretti, Cafiero, Malatesta, Cesar de Paepe, Joukowski, Schwitzguébel, Guillaume y tantos otros, fueron simples “hombres visibles” que a modo de “paradigma” ejemplificaron a todos esos hombres y mujeres anónimos que, con distintas sensibilidades y ópticas, posibilitaron un grito unánime contra la Autoridad.
Pero el trayecto que quedaba todavía era largo. Marx no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, y aunque solo le quedaran como partidarias la Federación Alemana (cuyas secciones socialdemócratas aún no estaban escritas a la AIT) y la Suiza “germano-parlante”, y viendo que cualquier intento por derrotar a los Anarquistas en un Congreso General era estéril, tuvo que valerse de otras mañas. El tiempo le apremiaba, el resto de miembros del Consejo, incluido los ingleses -a los que hasta ahora, él consideraba como sus aliados- le habían propuesto que Bakunin debería de formar parte del Consejo, según ellos era un error garrafal que un hombre de sus “facultades” no perteneciera a dicho organismo. Lo obvio era que Bakunin rechazara dicho puesto, pero Marx, ante tal posibilidad y sabiéndose “inferior en las distancias cortas” (es sabido que el fuerte de Marx era el frio razonamiento, siempre y cuando este pudiera plasmarse en papel, sin embargo, a la hora de persuadir con argumentos orales o de ofrecer ideas de ejecución directa o “vasodilatadores” emocionales, sus facultades eran bastante “pobres”) temió que Bakunin le hiciera sombra en el único instrumento de “poder real” que aún conservaba, y que, irremediablemente, acabara por “sustituirlo”. Así, que en palabras del -por otra parte mediocre- biógrafo de Bakunin, E. H. CARR: “Antes que ceder la capitanía, Marx prefirió hundir el barco en la Haya”.
Pero antes de zozobrar pretendía gastar sus últimos cartuchos.
Se concentraba en la planificación de su contraataque cuando un hecho crucial requirió su atención, la Comuna de París despuntaba con una llamarada de ilusión y esperanza. Conocidos son los antecedentes, y las desafortunadas palabras de Marx al conocer la declaración de Guerra entre Francia y Prusia: “Los franceses necesitan palos. Si triunfan los prusianos, la centralización del state power será provechosa para la centralización de la clase obrera alemana. Además, la preponderancia alemana trasladaría de Francia a Alemania el centro de gravedad del movimiento obrero de Europa occidental; y basta comparar el movimiento de ambos países, desde 1866 hasta la actualidad, para ver que la clase obrera alemana es superior a la francesa desde el punto de vista teórico y su organización. Su preponderancia sobre la francesa en el escenario mundial sería al mismo tiempo la preponderancia de nuestra teoría sobre la de Proudhon”. Sin embargo, lo acontecimientos tomaron un cariz bien distinto, lo que en un principio se había convertido en una, para Marx, regocijante “guerra patriótica”, acabo por convertirse en una trastocadora “Revolución Social”.
Mientras Marx no había podido salir de su asombro ante un acontecimiento tan transcendental -que acabaría por convulsionar sus juicios previos sobre la Revolución-, y se debatía en ver si existían: “Suficientes medios y jefes”, por su parte Bakunin comprendió rápido, como ya explicaba en su desesperada Carta a un francés sobre la crisis actual, que no era el momento de teorizar… suponiendo que La Comuna quedaría ahogada en sangre si en su levantamiento no le acompañaban otras ciudades, marchó presto a Lyon. Allí se desarrollo una Revolución integral pero, desgraciadamente, fugaz. Como nos dice Cappelletti: “Las vacilaciones del general Cluseret y la traición de algunos delegados acaban por arruinarlo todo”. Sin embargo, se organizo rápidamente una milicia popular, se abolió la institución estatal y se socializo la economía municipal (el ABC de la Revolución), aunque ante las colosales tropas versallescas poco pudo hacer La Comuna de Lyon. Más cuando un hecho insólito se conjuro contra Bakunin, la “guerra de tinta” que le dedicaban, a partes iguales, Thiers y Marx… aunque suene paradójico, ambos le acusaban, en esta ocasión de “agente prusiano”.
A “toro pasado”, Marx dedicó andanadas a desvalorizar el intento lionés: “Los ignorantes de Bakunin y Cluseret llegaron a Lyon y lo estropearon todo. Puesto que ambos forman parte de la Internacional tuvieron por desgracia la suficiente influencia para llevar a nuestros amigos por el camino equivocado. Se apoderaron -por breve tiempo- del municipio y dictaron una serie de leyes descabelladas acerca de la abolition de l'Etat y demás majaderías”. Incluso acabo por enfangarse en las más inconsistentes y descabelladas mentiras, pues después de la derrota lionesa acusó a Bakunin de: “Ponerse en fuga hacía Ginebra”… independientemente del valor que puedan tener estas palabras cuando se pronunciaban desde un despacho londinense, lo interesante del caso es que mientras estas calumnias empezaba a circular, Bakunin se encontraba, precisamente, inmerso en la otra gran opción de darle oxigeno a La Comuna de París, es decir, La Comuna de Marsella. Hacía allí se dirigió para que, junto a Crémieux y Alerini, no muriera el último intento de extender la Revolución más allá de París… pero, no obstante, todo fue en vano.
Sin embargo, lo que nadie se negó ha reconocer -salvo Marx y Engels- es la validez de ambos intentos, incluso el fiel biógrafo de Marx, Franz Mehring, tuvo que contradecir al “sujeto de su estudio”: “Ridiculizar este intento fracasado tendría que haber sido a todas luces propio de la reacción, y un oponente de Bakunin, cuya oposición al anarquismo no le había robado toda capacidad de poder formar un juicio objetivo, escribió: Por desgracia, voces de mofa se han levantado en la prensa radical democrática, aunque el intento de Bakunin en realidad no lo merece. Naturalmente, aquellos que comparten las opiniones anarquistas de Bakunin y sus partidarios, deben adoptar una actitud crítica con respecto a sus esperanzas sin base, pero, aparte de ello, su acción en Lyon fue un valiente intento de despertar las energías adormiladas del proletariado francés y de dirigirlas simultáneamente contra el enemigo extranjero y el sistema capitalista. Más tarde, la Comuna de París intentó hacer algo por el estilo y fue cálidamente elogiada por Marx...”.
La Comuna de París, con sus numerosos “proudhonianos” y “blanquistas”, con los “jacobinos” de viejo cuño y la minoría de los nuevos “Internacionalistas”, con sus escasos “socialistas revolucionarios” como Varlin y Malon, y sus casi inexistentes “marxistas”, con todas esas mujeres, hombres y niños, disparando, jalando cañones y aguanto los embates de dos poderosos ejércitos profesionales, Revolucionarios anónimos (y algunos celebres a posteriori como Louise Michel), desterrados, perseguidos o fusilados. Ese fue el balance de la que para algunos es la 1ª Revolución Proletaria de la historia.
Marx tardó en reconocer todo esto, él, “gran previsor” y “cuasi vidente” volvió a ser rectificado por su tan “amado” curso histórico. Intento recuperarse y prestar su apoyo “dialéctico” (que otra cosa podía hacer) a la causa Revolucionaria, sin embargo, él mismo no comprendía con nitidez el devenir de los acontecimientos, la realidad le había golpeado en la cara, borrando sus hipótesis y prejuicios sobre la culminación revolucionaria, y dejado tiradas en suelo, mojadas, sucias y estropeadas, sus teorías “materialistas”. A muchos les pareció que por un tiempo volvía a su “juventud”, a sus días de “radicalismo proudhoniano”, llegó a reconocer que en La Comuna de Paris: “El Estado había sido abolido”, y lo que antes le había criticado, precisamente, al apaleado Bakunin, ahora no le alarmaba si se producía en París; así, él podía, quizás, reclamar su cuota de protagonismo… no obstante, su desilusión fue grande cuando comprobó que las “Masas Revolucionarias Parisinas” desconocían su nombre y lo confundían con el de un “doctor en medicina”.
La Comuna de París parecía haberle dado la razón, aunque solo fuera parcialmente, a las perspectivas Anarquistas sobre las “explosiones Revolucionarias”, mientras que las conjeturas marxistas, aún ascendidas a la categoría de “ciencia”, se convirtieron en “agua de borrajas”. Marx no parecía recuperado de tan terrible golpe, pero su afán por reencarnarse en el “perro del hortelano” era más fuerte que su decepción. Tenía que contraatacar, y aunque aún no se habían limpiado las manchas de sangre de las calles francesas, empezó a urdir un plan para desacreditar a los “socialistas revolucionarios”. Así, se dedico, con energía y fruición, a organizar la Conferencia de Londres, al final del año 1871. Él, que había rehusado participar en todos los Congresos “oficiales” que hasta entonces había organizado la AIT, él, que tenía pavor a entablar una discusión directa con los “autonomistas”, no tubo sin embargo reparos en darse un baño de pleitesía en dicha “oficiosa conferencia”.
Muchas de las Federaciones Anti-autoritarias se habían negado a que se celebrara tal evento, pues no había sido ni solicitada, ni reconocida, ni sancionada por la mayoría de las Federaciones, además de que la misma no tenía ninguna competencia para aprobar acuerdo alguno, pero lejos de estas cuestiones “formales” subyacían razones de verdadero peso; se previa que esa “aparentemente” improvisada “feria de vanidades” iba a ser en realidad una mera reunión para despellejar a Bakunin, y en efecto así fue. Por medio de Utin (marxista ruso cuyo marco de acción era Suiza, y del que Kropotkin guardaría ingratos recuerdos después de que en su juventud tratara de colaborar con él, aunque gracias a sus desagradables experiencias con la sección marxista, Kropotkin acabó por identificarse con los Anarquistas del Jura), se intentó cosificar a Bakunin, aduciendo sus relaciones con Netchaiev, a todo un colosal engranaje para “sabotear a la AIT y a la Revolución en si misma”. En el “fregado” estarían el gobierno ruso, los nihilistas y la Alianza, y es posible, que si les llega a dar tiempo hubieran incluido a la “orden de los franciscanos”; hasta esos límites llegaba el “anatema”. El hecho de que Bakunin se identificara con la “juventud nihilista” (tal y como haría Kropotkin y tantos otros) y que incluso se alegrara de haber contribuido y fomentado la creación de ese “espíritu negador” sirvió de acicate para, en palabras de Nettlau, “poner en el haber de Bakunin todo lo que le correspondía a Netchaiev”. A ninguno de los “intrigantes” parecía importarle que precisamente lo que le reprochaba Bakunin a los nihilistas era su acriticismo con respecto a la autoridad, es decir, el culto sistemático que se le rendía a la autoridad, precisamente, como único medio para poder neutralizarla en un futuro (pues esto era lo mismo que Bakunin le imputaba a los marxistas, el gusto por la metodología autoritaria como remedio a los males que ella misma causaba).
Pero esta era solo la superficie, detrás se escondían muchas cosas; el rencor que se le guardaba a Bakunin por no haber traducido El Capital al ruso y, sin embargo, haberse quedado con los adelantos que los editores le habían dado (después se sabría que el dinero fue robado por Netchaiev), la idea de desquitarse por las disculpas públicas que, 20 años atrás, Marx y Engels, habían tenido que ofrecerle a Bakunin después de haber iniciado una campaña de desprestigio en la que se le acusaba de “agente y espía ruso”. Como supuesta “testigo” de tal cosa implicaron incluso a la escritora socialista Georges Sand, la cual, por medio de un duro correctivo a modo de “carta abierta”, les hizo rectificar… pero la calumnia termino de derrumbarse ante el currículo revolucionario que Bakunin atesoraba a finales de los 40, y especialmente por la pena de muerte, y posterior cadena perpetua, a la que se le condenó. Pero por encima de todo esto despuntaba una cosa, no solo eran rencores personales, vanidades u otros asuntos triviales; la cuestión capital era “no perder el Poder en el seno de la AIT”.
Gracias a Anselmo Lorenzo disfrutamos de muchas de los detalles de esta Conferencia, y también de sus -si es que este término tiene alguna validez- “objetivas” apreciaciones (tal afirmación será comprendida por todos aquellos que conozcan las suspicacias que levantó Lorenzo en España debido a la ambigüedad de su posicionamiento en el llamado “conflicto Internacional”, cosa que se reprodujo entre los redactores de La Emancipación, -incluyendo a Lafargue- y la mayoría Anarquista del resto de la F.R.E, decimos tal cosa para que quede constancia del “anti-sectarismo” de Lorenzo en estos asuntos). Demostrando que esa supuesta supeditación de la Alianza Española a Bakunin era una ficción, la Federación Española decidió acudir a la Conferencia de Londres, aún cuando el resto de Federaciones Anti-autoritarias rehusaron acudir, casi en su mayoría –como excepciones encontramos a Paul Robin y André Bastelica-. Lorenzo nos deja ver la grata impresión que la causa la persona de Marx y la de su familia, lo agradable que le resultó el contacto con el que fue su anfitrión en la capital inglesa. Pero a su vez muestra la desilusión que tuvo al día siguiente cuando contempló al “gran pensador”, insultantemente complacido al ser objeto de las más serviles adulaciones, la antipatía que le provocaron las argucias del sibilino Utin, y el desanimo que lo poseyó cuando se cercioró de que el único que, a tal acto, había ido a hablar del movimiento obrero, era él… todo lo demás se diluyo en rumores, rencillas y difamaciones.
En España las cosas transcurrieron de tal modo que la minoría marxista, parapetada detrás del Órgano de Expresión de la Federación Madrileña, se encargó de airear los nombres de los miembros de la Alianza (con el correspondiente riesgo policial que esto suponía para los pertenecientes a esta organización secreta y por ende clandestina)… sin embargo, la respuesta no pudo ser más osada, muchos de los que no fueron nombrados en dicha “denuncia pública” corrieron a adscribir sus nombres junto a los de sus compañeros delatados, e incluso para certificar su independencia con respecto a la Alianza de la Democracia Socialista ginebrina, dieron a conocer, públicamente, sus propios estatutos. Con el tiempo tuvieron que fingir su disolución, y su operancia ni siquiera le fue revelada a un veterano como Lorenzo, hasta que, pocos años después, cuando este le expresaba a Viñas su deseo de que una organización como esa persistiera, este tuvo que reconocerle que aún estaba activa, y le invito a participar, así nos lo relata el propio Lorenzo: “Mi actividad fue tenida en cuenta, y cuando llevaba tres o cuatro meses de residencia en Barcelona, García Viñas me suscitó conversaciones acerca del estado de la organización obrera, de la manera de activar la propaganda para que diera resultados positivos y de todo cuanto interesaba al objeto de La Internacional. Convinimos en la necesidad de crear una agrupación de iniciativa que se sobrepusiera a la mezquindad de los propósitos meramente utilitarios de las sociedades obreras, obrando a la manera de la Alianza de la Democracia socialista, que tanto había dado que decir y que sin embargo era tan necesaria, y quedamos en citar un domingo en la playa de la Barceloneta, para un almuerzo, a varios compañeros que yo indiqué por invitación especial de García Viñas.
El día designado comparecimos todos en el sitio designado: Farga, Soriano, Pellicer, Nácher, Gasull, Llunas, Albagés (Francisco y Gabriel), no recuerdo si algún otro y yo, y se me dijo que lo que yo había propuesto a Viñas, existía y funcionaba ya secretamente; que se había dejado creer que la Alianza había sido disuelta para mejor asegurar su existencia y funcionamiento, y gracias a ella, La Internacional existía aún en España, conservando la pureza de sus ideales”.
Lorenzo, único Anarquista que había pertenecido al grupo redactor de La Emancipación, y al Consejo General de Madrid -destituidos ambos por acción de los propios afiliados- decidió renunciar al puesto para el que había sido elegido en el Congreso de Zaragoza, alegando “motivos personales” dimitió como Secretario del Consejo Federal en Valencia, debido a que su “indulgencia”, “neutralidad” y “espíritu conciliador”, le ponían, según sus propias palabras: “Entre la espada y la pared” (esta fue una constante en su militar, con flujos y reflujos, pero siempre posicionado del lado de la clase “más pobre y numerosa”). Sin embargo, la delación perpetrada por la minoría -entre los que se encontraban José Mesa, Mora, Pagés, Pauly y Pablo Iglesias- no fue un fenómeno meramente “interino”, sino que fue motivada por órdenes directas de Marx. Ya Engels le había mandado una agresiva carta al Consejo Federal Español, con sede en Valencia, amenazándoles con la expulsión si no traicionaban a los miembros de la Alianza y reportaban un amplio listado con sus nombres y ocupaciones, detallando, además, todos los pormenores de sus actividades. El Consejo se negó, contestándoles: “Reclamáis de nosotros ni más ni menos que el oficio que un jefe de Estado pediría a su departamento de policía”, y la ira de Marx y Engels no pudo contenerse…
Hasta tal punto se agrio el ambiente que la guerra declarada tuvo que tener su colofón en el Congreso “suicida” de la Haya. Marx debió pensar “ante la imposibilidad de ganar es mejor que perdamos todos” y así lo hizo.
La mayoría de las Federaciones Anti-autoritarias se negaron, en principio, a acudir a lo que sabían que iba ser la ejemplificación de una forzada “autopsia”, sin embargo, haciendo otro alarde de independencia, la Federación Regional Española, la Belga y la del Jura, la Holandesa y la Norteamérica (adscrita ya al Anarquismo) quisieron asistir. Casi todos conocían el resultado final, pero muchos por querer hacer oír su voz en un último acto de protesta, y otros por mostrar su disconformidad auque fuera de modo presencial, fueron elegidos y enviados a La Haya. Los cuatros delegados españoles fueron Pellicer, Alerini, Morago y Marselau, y desde el principio se les opusieron toda clase de tecnicismos para impedir que comparecieran; que si no habían pagado las cuotas (cosa que tuvieron que hacer in situ), la incompatibilidad con la artificial Nueva Federación Madrileña (compuesta casi exclusivamente por los antiguos redactores de La Emancipación, y que mandaba a Lafargue como delegado de una “federación sin federados” –en palabras de Nettlau-), y otra multitud de variopintos motivos.
Lo lógico era votar por el número de afiliados de cada delegación, pero los marxistas, que habían acudido incluso con más delegados que afiliados, se negaron. Tampoco quisieron oír hablar de votar por Federaciones, ante lo cual, los Anti-autoritarios, aún sin contar con todos su efectivos hubieran ganado, pues a la Federación Alemana, y Germano-Suiza, se le hubieran contrapuesto la cinco Federaciones Anarquistas. En tal caso el resultado estaba decido aún antes de iniciado el Congreso. Ante dicha artimaña los anarquistas declararon “que no tomarían parte en ninguna votación y asistirían a todas las sesiones para protestar en contra de la maniobra de la fingida mayoría”. La resolución de Guillaume, expulsado junto con Bakunin de la AIT gracias a esta parodia de Congreso, fue clara: “La ‘mayoría’ quiere la conquista del poder político; la ‘minoría’ quiere la destrucción del poder político”.
En cuanto esos dos compañeros fueron expulsados la totalidad de las Federaciones Anarquistas se levantaron y dejaron plantado al artificioso Congreso de la Haya… la AIT “original” se consideraba ya un cadáver.
Mientras en Saint-Imier los delegados ingleses, irlandeses, americanos, holandeses, belgas, rusos, españoles, italianos, franceses y jurasianos, plantaban el germen de una nueva y revitalizada AIT.
Las cosas no variaron con los años, esta dinámica de pasividad y acción, de insurrecciones y calumnias panfletarias, se mantendría con tenaz resistencia. En 1873, mientras la Internacional “Anarquista” mantenía su vigor, y participaba en los levantamientos de Alcoy, Barcelona, Sevilla, Granada, Málaga y Cádiz, la Internacional de los Marxistas no tenía más que hacer que sumar sus voces al coro reaccionario que atacaba los conatos Revolucionarios españoles. Anarquistas, como Alerini y Paul Brousse, le comunicaban al mundo por medio de su periódico Solidarité révolutionnaire: “El movimiento revolucionario se extiende como un reguero de pólvora por toda la península. En Barcelona todavía no ha posado nada, ¡Pero en la plaza pública lo revolución es permanente!”.
A su vez Engels “colaboraba” a su modo, comentado las crónicas que hacían los Anarquistas sobre la critica situación, he aquí su reporte de los que a su modo de ver es una “catástrofe revolucionaria”:
“La huelga se había puesto a la orden del día al mismo tiempo en Alcoy. Alcoy es un centro fabril de reciente creación, que cuenta actualmente unos 30.000 habitantes, y en el que la Internacional, en forma bakuninista, sólo logró penetrar hace un año, desarrollándose luego con gran rapidez.
El socialismo, bajo cualquier forma, era bien recibido por estos obreros, que hasta entonces habían permanecido completamente al margen del movimiento… El 7 de julio, una asamblea obrera toma el acuerdo de huelga general; y al día siguiente envía una comisión a entrevistarse con el alcalde, requiriéndola para que reúna en el término de veinticuatro horas a los patronos y les presente las reivindicaciones de los obreros.
El alcalde, Albors, un republicano burgués, entretiene a los obreros, pide tropas a Alicante y aconseja a los patronos que no cedan, sino que se parapeten en sus casas. En cuanto a él, estará en su puesto. Después de celebrar una entrevista con los patronos -estamos siguiendo el informe oficial de la Comisión federal aliancista, que lleva la fecha de 14 de julio de 1873-, el alcalde, que en un principio había prometido a los obreros mantenerse neutral, lanza una proclama en la que «injuria y calumnia a los obreros y toma partido por los patronos, anulando así el derecho y la libertad de los huelguistas y retándolos a luchar». Cómo los piadosos deseos de un alcalde podían anular el derecho a la libertad de los huelguistas, es cosa que no se aclara en el informe. El caso es que los obreros, dirigidos por la Alianza, hicieron saber a] Concejo, por medio de una comisión que, si no estaba dispuesto a mantener en la huelga la neutralidad prometida, lo mejor que podía hacer era dimitir para evitar un conflicto. La comisión no fue recibida y, cuando salía del Ayuntamiento, la fuerza pública disparó contra el pueblo, congregado en la plaza en actitud pacífica y sin armas.
Así comenzó la lucha, según el informe aliancista. El pueblo se armó, y comenzó la batalla que había de durar «veinte horas». De una parte, los obreros, que Solidarité révolutionnaire cifra en 5.000; de otra parte, 32 guardias civiles concentrados en el Ayuntamiento y algunas gentes armadas parapetadas en cuatro o cinco casas junto al mercado, casas a las que el pueblo pegó fuego a la buena manera prusiana. Por fin, a los guardias se les agotaron las municiones y tuvieron que capitular.
No habría habido que lamentar tantas desgracias -dice el informe de la Comisión aliancista- si el alcalde Albors no hubiera engañado al pueblo simulando rendirse y haciendo luego asesinar alevosamente a los que entraron en el Ayuntamiento fiándose de su palabra; y el mismo alcalde no habría perecido, como pereció a manos de la población, legítimamente indignada, si no hubiese disparado su revólver a quemarropa contra los que iban a detenerle.
¿Cuántas bajas causó esta batalla?
Si bien no es posible calcular con exactitud el número de muertos y heridos (de parte del pueblo), si podemos decir que no habrán bajado seguramente de diez. De parte de los provocadores, no bajan de quince los muertos y los heridos.
Ésa fue la primera batalla callejera de la Alianza. Al frente de 5.000 hombres, se batió durante veinte horas contra 32 guardias y algunos burgueses armados; los venció, después que ellos hubieron agotado las municiones, y perdió, en total, diez hombres. Se conoce que la Alianza inculca a sus iniciados aquella sabia sentencia de Falstaff de que «el mayor mérito de la valentía es la prudencia».
(Y he aquí un extraño caso de generosidad que hay que reconocerle al “inclemente” Engels. –Nota de la autora) Huelga decir que todas las noticias terroríficas de los periódicos burgueses, que hablan de fábricas incendiadas sin objeto alguno, de guardias fusilados en masa, de personas rociadas con petróleo y luego quemadas, son puras invenciones. Los obreros vencedores, aunque estén dirigidos por aliancistas, cuyo lema es: «No hay que reparar en nada», son siempre demasiado generosos con el enemigo vencido para obrar así, y éste les imputa todas las atrocidades que él no deja de cometer nunca cuando vence.
Eran, pues, vencedores.
«En Alcoy -dice, lleno de júbilo, Solidarité révolutionnaire-, nuestros amigos, en número de 5.000, son dueños de la situación».”
Y así trascribe un extracto del Solidarité révolutionnaire sobre lo ocurrido en Sanlúcar (sin ahorrarse el comentario final):
“En Sanlúcar de Barrameda, junto a Cádiz, «el alcalde -relata el informe aliancista- clausura el local de la Internacional y, con sus amenazas y sus incesantes atentados contra los derechos personales de los ciudadanos, provoca la cólera de los obreros. Una comisión reclama del ministro el respeto del derecho y la reapertura del local, arbitrariamente clausurado. El señor Pi accede a ello en principio1/4 pero denegándolo en la práctica; los obreros ven que el Gobierno trata de colocar a su Asociación sistemáticamente fuera de la ley; destituyen a las autoridades locales y ponen en su lugar a otras, que ordenan la reapertura del local de la Asociación».
«¡En Sanlúcar el pueblo es dueño de la situación!», exclama triunfalmente Solidarité révolutionnaire.
Ésas son las hazañas heroicas llevadas a cabo por la Alianza donde nadie le hacía la competencia.”
No puede más que añadirse que mientras los Severino Albarracín y Francisco Tomás, mientras todos esos individuos anónimos se batían el cobre y eran “cazados como conejos” -cosa que tanta hilaridad le produce a Engels- , los señores marxistas dejaban su huella en tales acontecimientos por medio de la “pluma”; pero nunca del “fusil”.
Todo este fragmento tiene su lógica al hablar sobre este tema de la Internacional, pues al final se sigue evidenciando una misma polaridad: La repulsión contra una Revolución no orquestada, espontanea, de marcado carácter popular; y el elogio, sin mesura, hacía toda acción política o legalista, hacía una adecuación rígida de las “pasiones revolucionarias” a los parámetros de una pretendida “ciencia” o de un partido compacto… es esta la antinomia que planteaba el marxismo.
Esto se reprodujo de forma constante a través de las décadas. Finalmente, ya en la denominada 2ª Internacional, no hubo reparos en reconocer como día de “conmemoración de la Lucha Obrera” el 1º de Mayo, la fecha que los Anarquistas de Chicago, en 1886, habían consagrado mundialmente gracias a la sangre de sus Mártires; mientras que, la misma organización, ahondaba en su falta de escrúpulos, a la hora de expulsar a los mismos cuyo “tributo de sangre” aceptaba con alborozo y un, no disimilado, interés. Expulsados fueron Malatesta, Domela Nieuwehuis, Ladauer y tantos otros, pero muchos más fueron los que abandonaron voluntariamente al contemplar tamaña arbitrariedad, entre ellos el veterano Amilcare Cripriani, cuyas simples palabras marcan el final de una época, y también el de este pequeño trabajo: “Me voy con aquellos que habéis confinado, expulsado, con las víctimas de vuestra intolerancia y brutalidad”.
Es con esos mismos con los que hoy, la autora de estas humildes líneas, sigue estando.
Los “Anti-autoritarios”, que ya empezaban a ser llamados Anarquistas, no reconocieron los “acuerdos” unilaterales de dicho Congreso. En consecuencia realizarían, el 15 de Septiembre, el Congreso Internacional Anti-autoritario de Saint-Imier, insuflando aire a ese presunto cadáver en el que muchos pretendieron convertir a la Asociación Internacional de los Trabajadores.
La AIT desterrada de los marxistas acabaría muriendo después de su correspondiente agonía en 1876… la AIT Anti-autoritaria la sobreviviría un año más, aunque renacería como una nueva crisálida en la Internacional Negra de 1881.
Las disputas entre autoritarios y anti-autoritarios, centralitas y federalistas, socialistas científicos y socialistas revolucionarios, comunistas autoritarios y colectivistas autonomistas, el Consejo General y la Alianza, en definitiva, entre marxistas y Anarquistas, venía de atrás. Desde que se formo la AIT en 1864, gracias a la unión de “sindicalistas” ingleses y los llamados “proudhonianos” franceses, Marx se cuido mucho de no incomodar a ninguno de los dos grupos (a pesar de la fobia personal que sentía, especialmente, hacía los segundos). Los estatutos que ayudó a redactar iban en total sintonía con el autonomismo y el federalismo de los “proudhonianos franceses”, tuvo gran habilidad para despejar cualquier “niebla” de centralismo, y sobre todo para omitir toda cuestión política, es más, la archiconocida frase: “La emancipación proletaria será obra de los trabajadores mismos o no será”, representaba precisamente el credo apolítico y autonomista de los delegados franceses.
El primer Congreso de la AIT se celebro en Ginebra, el Septiembre de 1866, allí acudieron masivamente los “proudhonianos” (de los 60 delegados que acudieron, 33 provenían de Suiza y 17 de Francia, países en los que, junto con Bélgica, las ideas de Proudhon habían calado hondo). Esto turbo profundamente a Marx, que tuvo que plegar velas y maquillar su verdadero rostro, el mismo lo describe así en una carta a Kugelmánn: “Tuve mucho temor por el primer congreso de Ginebra. Sin embargo, en conjunto resultó mejor de lo que esperaba.... Yo no podía ni quería ir, pero escribí el programa de la delegación de Londres. Lo restringí deliberadamente a aquellos puntos que permiten un acuerdo inmediato y una acción concertada de los obreros y dan un alimento directo y un impulso a la exigencia de la lucha de clases y a la organización de los obreros en clase. Los caballeros de París llevaban las cabezas de las frases proudhonistas más vacías. Charlan sobre la ciencia y no saben nada. Desdeñan toda acción revolucionaria, esta es, toda acción que provenga de la propia lucha de clases, todos los movimientos sociales concentrados, y por lo tanto todos aquellos que pueden llevarse a cabo por medios políticos (por ejemplo la limitación legal de la jornada de trabajo) con el pretexto de la libertad y del antigubernamentalismo o individualismo, estos caballeros... predican en realidad la ciencia burguesa ordinaria, solo que porudhomísticamente idealizado. Proudhon ha causado un daño enorme. Su fingida crítica y su fingida oposición a los utopistas... atrajo y corrompió primero a la "Juventud brillante" y luego a los obreros, en particular a los de París, que, como obreros de comercios, están fuertemente atados, sin saberlo a la vieja basura. Ignorantes, vanidoso, presuntuosos, charlatanes, dogmáticos, arrogantes, estuvieron a punto de echarlo todo a perder, pues fueron al congreso en número que no guardaban relación alguna al de sus afiliados. En el informe los demoleré sin mencionar nombre”.
Pero los quebraderos de cabeza de Marx no se acabarían aquí, en el segundo Congreso, realizado en Lausana, en 1867 y también en Septiembre, la hegemonía “proudhoniana” iría en aumento. Estos consiguieron que se aceptaran sus planteamientos no solo sobre el mutualismo (con bastantes propuestas practicas), sino que además su punto de vista sobre lo “inútil y pernicioso del estatismo” también fue apoyado por arrolladora mayoría… así, la AIT se posicionaba contraría al Estado, y la influencia de Marx se hundía en las brumas de la inexistencia. De esta forma nos describe el mismo su colérica impotencia, plasmada en una carta a Engels: “En el próximo Congreso de Bruselas, les daré el golpe final a esos locos Proudhinistas. He conocido diplomáticamente todo el asunto y no quise salirles al encuentro personalmente mientras no fuese publicado mi libro (“El Capital”) y mientras nuestra asociación no echase raíces. También les daré una paliza en el informe oficial del congreso general. Pese a todos sus esfuerzos, los charlatanes parisienses no podrán impedir nuestra reelección”. Esta carta desmiente de forma incontestable a todos aquellos que afirmaban que Marx solo veía en el sillón presidencial del Consejo un mero puesto “de intendencia y administración”, de lo contrario no hubiera gastado tanta tinta y esfuerzos en asegurarse su “reelección”, ni hubiera utilizado dicho puesto como una férula ejecutiva, aplicada, por otra parte, con verdadera “mano de hierro”.
Sin embargo, el siguiente Congreso iba suponer un verdadero varapalo para él, posiblemente el que supondría la segunda peor derrota de toda su vida “política”. Hablamos del congreso de Bruselas, que como sus antecesores transcurría en septiembre, ahora en el año de 1868. Fue este el más concurrido de todos los congresos Internacionales, tanto de los anteriores como de los posteriores, aquí no solo acudieron mayoritariamente los delegados belgas y franceses, sino que los alemanes se presentaron en un gran número, lo cual hacía prever que “los sables estarían afilados y en todo lo alto” para dirimir de una vez esa pretendida rivalidad entre “marxistas” y “proudhonianos”.
Y efectivamente, la delegación “proudhoniana” por fin se iba a topar con una corriente mayoritaria que le arrebatara su preeminencia; los “proudhonianos” fueron eclipsados, pero no por la sombra del marxismo, no sería una postura partidaria de la autoridad o de la colaboración política, la que conseguiría imponérseles… fueron los anarco colectivistas los que lograron, no solo sustituir a los “proudhonianos” como “cuerpo mayoritario” de la AIT, sino que además pudieron establecer -a pesar de las eventuales desavenencias- una perfecta adecuación, incluso cierta compenetración, entre los anarquistas de signo mutualista y los de un cariz más escorado al colectivismo (tal es así que Bakunin consideraba como propias las victorias que los “proudhonistas” les habían infligido a Marx en los Congresos anteriores, y a pesar de las criticas que Bakunin realizaba contra determinados postulados “proudhonianos”, él mismo quería extrapolarlas a discordancias sobre “materialismo y perspectivas económicas y sociales”). Ambos grupos iban a encarnar, para Marx, sus correligionarios y expectativas, las pesadillas más desazonadoras y turbadoras que aún les perseguirían durante los próximos cuatro años.
El “taumaturgo” a quien se acuso de embrujar las ensoñaciones marxianas, fue el ya mencionado, y desventurado Mijaíl Bakunin. Años de presidio, de Revoluciones en las barricadas, de tormentos y epopeyas, de crédito -y hasta de descredito, fomentado por diversos burgueses, tintados de “rojo” o de “blanco”- ganado en París, Bohemia y, sobre todo, en Dresde, le había forjado cierta fama “cuasi-mitológica” que desvirtuaba bastante la esencia del individuo en sí, pues solía convertirle en un monstruo de fuerza titánica capaz de “comerse a los bebes de los propietarios”. Después de su “romántica” fuga de Siberia, y de un último intento frustrado de “revolución nacionalista” con los polacos, en 1864, sus experiencias en Italia le hicieron contemplar la realidad con un mismo sentir, pero desde una óptica con muy diverso nombre. Sus ansias y afanes libertarios dejaban de encausarse por fines “filosóficos o nacionales” y empezaba a canalizarse por la vía “social”, esa preocupación, siempre latente en el, ese nombre siempre en su pecho, empezaba a emanar también de sus labios; ahora se empezaba a hablar de un Bakunin integralmente Anarquista.
Así describe un periodista ruso su primera comparecencia en el Congreso Internacional, dando muestras de cómo el personaje, la figura, era capaz de desdibujar hasta a las miradas menos impresionables: “Yo recuerdo muy bien su impresionante entrada en la primera sesión del Congreso. Cuando, vestido como siempre con negligencia, su blusa gris abriéndose sobre un chaleco de franela y no sobre una camisa, subió con su pesado andar de campesino los peldaños de la tribuna donde se sentaba la presidencia, se elevó un clamor: ¡Bakunin!. Garibaldi abandonó el sillón presidencial, salió a su encuentro y lo abrazó. En la sala se encontraban muchos adversarios de Bakunin, pero todo el mundo se levanto y unos prolongados aplausos mostraron el entusiasmo general… Si se llama orador al hombre que satisface a un público literario y culto, que domina todos los secretos del estilo, cuyos discursos tienen un comienzo, un medio y un fin, como quiere Aristóteles, entonces Bakunin no era un orador. Pero era un magnifico tribuno popular, sobresalía en el arte de hablar a las masas, y esto en varios idiomas, lo cual no era menos admirable. Su alta estatura, la energía de sus gestos, su tono persuasivo, todo esto producía una fuerte impresión”.
Sin embargo, para Marx lo peor estaba aún por llegar… la influencia creciente de los anti-autoritarios no se debía solo al “prestigio revolucionario” que estos atesoraban, pues en el Congreso de Basilea de septiembre -como ya era tradición en la AIT- y en el año 1869, la preponderancia Anarquista iba a materializarse, también, en el campo de las ideas.
Los puntos claves: “El Estado y el derecho a la Herencia”… la defensa tramontana que los delegados marxistas hicieron de tales “instituciones” supusieron su fulminante derrota. He aquí el discurso que Bakunin pronuncio en dicho Congreso, el cual en calidad de “delegado de la Federación Italiana”, y después de atacar determinados conceptos “proudhonianos” (sobre todo en los referente al papel laboral y social de la mujer, a la preeminencia de la familia como base de la sociedad, y a diversos aspectos económicos) se dedico a aguijonear con virulencia ambos temas, helos aquí:
“Compañeros de la Asociación Internacional de Trabajadores: Estoy verdaderamente abrumado ante las reformas innumerables con que por una parte los honrados campesinos defienden el efecto de su trabajo con ayuda de mutualidades y de un crédito gratuito que de forma tan desinteresada como sorprendente obtendrán de bancos públicos. Además me admira que consideren a la familia como base esencial de la sociedad, a la propiedad individual de la tierra y la herencia como su condición, y al trabajo de la mujer como destructor de la vida doméstica.
Todavía contemplo con mayor asombro los razonamientos que el delegado Eccarius, en nombre y representación del Señor Marx, -que por cierto no se ha dignado estar presente en ningún Congreso obrero alejado de su feudo de Londres- adelanta en favor, no de la familia ni de una cooperativa, sino del mismo Estado, que en poder de los trabajadores, se hará dueño de la tierra y de todos los medios de producción para repartir el efecto del trabajo colectivo entre los miembros de la sociedad.
Dejando de lado todas estas complicaciones, los anarquistas estimamos que a la hora de encontrar remedio a los males y de conseguir la felicidad del género humano, no hace falta establecer nuevas leyes e instituciones, sino sencillamente abolir todas las existentes. Sólo de esta forma los hombres, uniéndonos libremente en federaciones cada vez más amplias, podremos construir nuestro destino social, sin interferencias de ningún poder artificial extraño, grande o pequeño, natural o sobrenatural.
Confieso mi profunda admiración por el señor Proudhon, que al construir su sistema económico se atrevió a dejar fuera de juego al Estado, demostrando su autoritarismo y su impotencia, y sustituyéndolo, aunque sólo sea en un acto genial de imaginación, por comunidades campesinas familiares y por mutualidades independientes de cualquier poder centralizado. Pero es preciso llevar su programa político hasta sus últimas consecuencias para conseguir la libertad absoluta de los hombres y hacer de ella el principio de cualquier sociedad del futuro.
De esta forma queremos la abolición de la familia jurídica y del matrimonio, tanto eclesiástico como civil, del que se deriva necesariamente el derecho a la herencia. Queremos también la igualación de los derechos políticos y socioeconómicos de las mujeres y los hombres, y queremos que la tierra pertenezca a las comunidades agrícolas que la trabajen y el capital y los instrumentos de producción a los obreros, unidos en asociación.
Queremos sobre todo que desaparezca el Estado y el principio de autoridad sobre el que se apoya, y con él todas las instituciones eclesiásticas, políticas, militares, burocráticas, jurídicas, académicas, financieras, económicas y cualquier otra que inventase el inagotable ingenio del hombre. Queremos la autonomía absoluta de cada individuo, cada federación de trabajadores, cada asociación de federaciones, y cada pueblo para ser lo que quiera ser, organizándose desde abajo hacia arriba de acuerdo con el principio intocable de la libertad.
Ya me doy cuenta de que todas estas aspiraciones de los anarquistas van a sonar como una descarga de pólvora en los oídos del señor Marx, esposo ejemplar de una aristócrata de muy buena familia, padre amantísimo de sus tres hijas y sobre todo profesor de filosofía, dispuesto a enseñar su doctrina infalible a esta serie de infelices obreros, por quienes seguramente siente el más profundo desprecio. Pero a pesar de todo debe escucharme sin perder la paciencia, por muy desagradables que sean mis pretensiones de anteponer la experiencia revolucionaria a cualquier sistema científico excluyente y definitivo.
Según el programa expuesto por el señor Marx en el primer Manifiesto Comunista, publicado hace ya más de veinte años, la primera obligación del proletariado obrero es conquistar el poder político y crear un nuevo Estado popular, regido de acuerdo con los principios de lo que solemnemente llama el centralismo democrático. Hasta tal punto que por medio de su inmensa tramoya jurídica intervendrá en la vida individual y colectiva, suprimiendo la espontaneidad de sus desgraciados súbditos y determinando su forma de ser y de pensar.
En cambio nosotros repetimos lo que ya hemos dicho en Berna ante la Liga por la Paz. Aborrecemos al comunismo porque es la negación de la libertad y no podemos concebir ni un pensamiento, ni un acto verdaderamente humano sin libertad. No somos comunistas porque el comunismo aspira a absorber todos los poderes de la sociedad en el Estado, que de esta forma centraliza inevitablemente en sus manos toda la propiedad. Nosotros queremos la desaparición del principio de autoridad y la abolición completa y sin marcha atrás del Estado, que con el pretexto de realizar la moral de los hombres, no ha hecho otra cosa que oprimirlos y explotarlos, manteniéndolos en la miserable condición de esclavos.
Pero no os preocupéis, compañeros, el señor Marx y la escasa camarilla que le sigue, nos ofrece el consuelo de que el Estado -su Estado- estará dirigido por una minoría privilegiada de ilustrados, que impondrán su ley al resto de la población ignorante. Además esa minoría que por un acto pretendidamente revolucionario y gracias a su disciplina y a su organización jerárquica habrá conseguido desplazar del poder a la burguesía, se compondrá de trabajadores.
Ciertamente tiene razón, esos déspotas novicios van a ser, no sólo trabajadores, sino antiguos trabajadores, que en el momento de pisar las alfombras de los despachos del nuevo Estado se olvidarán de su vieja condición, convirtiéndose en los más altos funcionarios y mirando desde arriba a los obreros de la ciudad o del campo. Y yo os digo que en ese mismo momento ya no forman parte del pueblo, ni siquiera lo representan, pues se representan a sí mismos y a su ambición de poder.
De acuerdo con la doctrina del señor Marx, la revolución no debe abolir al Estado, sino fortalecerlo al máximo, entregándolo a sus guardianes y maestros, los dirigentes del partido comunista, que concentrarán todos los poderes del gobierno en sus manos. Crearán un banco estatal único, nacionalizarán toda la producción industrial, comercial y agrícola y crearán una nueva clase privilegiada de ingenieros estatales (verdaderamente sigue siendo increíble, sobre todo después de lo visto en el pasado siglo XX, como Bakunin pudo bosquejar, de forma tan certera, y solo a través de las teorías marxistas, el retrato de lo que sería la futura U.R.R.S.S. -Nota de la autora). Quien crea que las cosas no han de ser así, a pesar de su ciencia, demuestra un desconocimiento total de la naturaleza humana.
Hasta tal punto el señor Marx es consciente de las contradicciones de su programa político que ya en el mismo Manifiesto concede que la dictadura de la clase obrera es un momento transitorio aunque necesario de la revolución. A medida que la sociedad, férreamente gobernada por sus nuevos dueños, acreciente a la vez la producción y el consumo de bienes infinitos, ya no será necesaria una legislación imperativa que los reparta y el Estado se irá disolviendo hasta desaparecer. Así que la dictadura comunista es el medio y el anarquismo el fin de su acción.
Deberíamos estar orgullosos de que un adversario dialéctico tan temible como el señor Marx esté de acuerdo con nosotros en el objetivo final, pero de ninguna manera podemos avalar el disparatado sistema con el que pretende alcanzar ese objetivo. Si hacemos caso a sus sabias enseñanzas resultaría que para liberar totalmente a un pueblo la mejor solución es tenerlo del todo esclavizado. Pero la dictadura de cualquier clase social, y mucho más la de una casta de funcionarios públicos, no puede tener otra aspiración que perpetuarse a sí misma, negando para siempre la libertad de sus súbditos.
Que en esta circunstancia el Estado derive nada menos que a una sociedad anarquista, que baje Dios y lo vea, en caso de que Dios pueda bajar todavía más abajo de donde ahora está. Una idea tan disparatada sólo puede ser producto de la mente de un filósofo alemán, obediente discípulo del estatista Hegel -aunque ahora quiera renegar de su antiguo maestro- que además tiene la pretensión de pertenecer al pueblo elegido (si aquí se estuviera haciendo alusión al origen judío de Marx sería desde luego un repugnante error por parte de Bakunin, por mucho que el propio Marx compartiera, y manifestara con exacerbación, dichos prejuicios antisemitas. -Nota de la autora).
Ya estoy oyendo al señor Eccarius, dirigiendo contra nosotros la temible acusación de utópicos. Es posible, pero nuestra utopía será en todo caso una constante e interminable aspiración a la libertad de cada uno y a la fraternidad universal y será también la negación de cualquier sistema y de cualquier poder, mucho más el poder despótico de un Estado, sean quienes sean sus representantes. Sin nosotros será inevitable la dominación de los teólogos, los militares, los burgueses, o los burócratas, pero bastará la existencia de un compañero anarquista, de uno solo, para que se mantenga en el mundo la esperanza de la libertad.
El proceso histórico por el que los marxistas avanzan por pasos sucesivos hacia la liberación de la humanidad en una sociedad sin clases es también una utopía, pero el peligro de estas utopías graduales es que a veces se realizan parcialmente. Y sería una catástrofe, pero una catástrofe inevitable, que la anunciada revolución llevase a los proletarios al poder y se enquistase en un Estado real, pero tan aborrecible o más que todas las formas de dominación del pasado. La utopía milenarista es, señor Eccarius, positiva, y por eso mismo la más temible y contradictoria de todas.
Pero lo que todavía es más extravagante y más utópico es el respeto a todos los Estados actuales, que por definición son naciones y la pretensión de que a su lado exista una Asociación Internacional. Y os aseguramos que si en un futuro más o menos lejano las ambiciones de los burgueses son causa de una guerra santa entre ejércitos nacionales los trabajadores de cada Estado seguirán fielmente a sus dueños y se atacarán y mutilarán entre sí furiosamente en nombre de un estúpido patriotismo. Sólo quedan dos alternativas: o la abolición del principio de autoridad y la paz universal o la sumisión al poder político en un conflicto interminable y cada vez más sangriento.”
Las “proféticas” palabras de Bakunin con respecto a la contradictoria atrocidad que supondrían un “Estado obrero” (pues si es “obrero” es imposible que sea Estado, y si es “Estado” deberá serlo precisamente sobre los mismos obreros, ergo, en detrimento de los propios interesados) calo hondo en los asistentes al Congreso. A muchos les recorrió un enorme pavor tan solo al visualizar la imagen de dicho organismo; un “ente todopoderoso” que aún siendo causante del “mal social” se arroga el papel de “desfacedor” de los efectos del mismo… prácticamente como todos los Estados existentes, salvo por la diferencia de que este se establecía como paladín de las propias “almas” a las que explotaba, es decir de los “obreros” (y todo esto cerca de 50 años antes de que a los bolcheviques se les ocurriera convertirlo en una realidad).
Sin embargo, la frustración de Marx no quedó a la saga de sus inteligentes manejos y, ante la potencial “victoria” de Bakunin, había ordenado a los delegados “afines a su causa” que si presenciaban un “inusitado entusiasmo general”, hacía las teorías “autonomistas”, fueran abandonando el Congreso antes de que pudiera formalizarse votación alguna. Así lo hicieron, y la “victoria aplastante” de los Anarquistas no pudo “constatarse oficialmente” ante la incomparecencia de “algunas delegaciones”. No obstante, el Congreso de Basilea ocasiono grandes cambios dentro del movimiento obrero. Por un lado certifico la adhesión de las nuevas federaciones, la Italiana y la Española, a las posturas Anarquistas, por el otro hizo que una de las más antiguas, la Francesa, adscribiera su Anarquismo mutualista al colectivista y, sobre todo, se provocaron grades incertidumbres dentro de las Federaciones que, si no se creían parte del vivero marxista, por lo menos se creían bajo su influencia. Así, los independientes sindicalistas ingleses (con gran representación en el Consejo) empezaron a desconfiar de Marx, y los escasos delegados Americanos terminarían por hacer patente su afinidad con los anti-autoritarios, tal y como ya habían hecho en Bélgica, Holanda y, especialmente, en la Suiza “latino-parlante”. Nombres como los de Alerini, Pellicer, Morago, Cerretti, Cafiero, Malatesta, Cesar de Paepe, Joukowski, Schwitzguébel, Guillaume y tantos otros, fueron simples “hombres visibles” que a modo de “paradigma” ejemplificaron a todos esos hombres y mujeres anónimos que, con distintas sensibilidades y ópticas, posibilitaron un grito unánime contra la Autoridad.
Pero el trayecto que quedaba todavía era largo. Marx no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, y aunque solo le quedaran como partidarias la Federación Alemana (cuyas secciones socialdemócratas aún no estaban escritas a la AIT) y la Suiza “germano-parlante”, y viendo que cualquier intento por derrotar a los Anarquistas en un Congreso General era estéril, tuvo que valerse de otras mañas. El tiempo le apremiaba, el resto de miembros del Consejo, incluido los ingleses -a los que hasta ahora, él consideraba como sus aliados- le habían propuesto que Bakunin debería de formar parte del Consejo, según ellos era un error garrafal que un hombre de sus “facultades” no perteneciera a dicho organismo. Lo obvio era que Bakunin rechazara dicho puesto, pero Marx, ante tal posibilidad y sabiéndose “inferior en las distancias cortas” (es sabido que el fuerte de Marx era el frio razonamiento, siempre y cuando este pudiera plasmarse en papel, sin embargo, a la hora de persuadir con argumentos orales o de ofrecer ideas de ejecución directa o “vasodilatadores” emocionales, sus facultades eran bastante “pobres”) temió que Bakunin le hiciera sombra en el único instrumento de “poder real” que aún conservaba, y que, irremediablemente, acabara por “sustituirlo”. Así, que en palabras del -por otra parte mediocre- biógrafo de Bakunin, E. H. CARR: “Antes que ceder la capitanía, Marx prefirió hundir el barco en la Haya”.
Pero antes de zozobrar pretendía gastar sus últimos cartuchos.
Se concentraba en la planificación de su contraataque cuando un hecho crucial requirió su atención, la Comuna de París despuntaba con una llamarada de ilusión y esperanza. Conocidos son los antecedentes, y las desafortunadas palabras de Marx al conocer la declaración de Guerra entre Francia y Prusia: “Los franceses necesitan palos. Si triunfan los prusianos, la centralización del state power será provechosa para la centralización de la clase obrera alemana. Además, la preponderancia alemana trasladaría de Francia a Alemania el centro de gravedad del movimiento obrero de Europa occidental; y basta comparar el movimiento de ambos países, desde 1866 hasta la actualidad, para ver que la clase obrera alemana es superior a la francesa desde el punto de vista teórico y su organización. Su preponderancia sobre la francesa en el escenario mundial sería al mismo tiempo la preponderancia de nuestra teoría sobre la de Proudhon”. Sin embargo, lo acontecimientos tomaron un cariz bien distinto, lo que en un principio se había convertido en una, para Marx, regocijante “guerra patriótica”, acabo por convertirse en una trastocadora “Revolución Social”.
Mientras Marx no había podido salir de su asombro ante un acontecimiento tan transcendental -que acabaría por convulsionar sus juicios previos sobre la Revolución-, y se debatía en ver si existían: “Suficientes medios y jefes”, por su parte Bakunin comprendió rápido, como ya explicaba en su desesperada Carta a un francés sobre la crisis actual, que no era el momento de teorizar… suponiendo que La Comuna quedaría ahogada en sangre si en su levantamiento no le acompañaban otras ciudades, marchó presto a Lyon. Allí se desarrollo una Revolución integral pero, desgraciadamente, fugaz. Como nos dice Cappelletti: “Las vacilaciones del general Cluseret y la traición de algunos delegados acaban por arruinarlo todo”. Sin embargo, se organizo rápidamente una milicia popular, se abolió la institución estatal y se socializo la economía municipal (el ABC de la Revolución), aunque ante las colosales tropas versallescas poco pudo hacer La Comuna de Lyon. Más cuando un hecho insólito se conjuro contra Bakunin, la “guerra de tinta” que le dedicaban, a partes iguales, Thiers y Marx… aunque suene paradójico, ambos le acusaban, en esta ocasión de “agente prusiano”.
A “toro pasado”, Marx dedicó andanadas a desvalorizar el intento lionés: “Los ignorantes de Bakunin y Cluseret llegaron a Lyon y lo estropearon todo. Puesto que ambos forman parte de la Internacional tuvieron por desgracia la suficiente influencia para llevar a nuestros amigos por el camino equivocado. Se apoderaron -por breve tiempo- del municipio y dictaron una serie de leyes descabelladas acerca de la abolition de l'Etat y demás majaderías”. Incluso acabo por enfangarse en las más inconsistentes y descabelladas mentiras, pues después de la derrota lionesa acusó a Bakunin de: “Ponerse en fuga hacía Ginebra”… independientemente del valor que puedan tener estas palabras cuando se pronunciaban desde un despacho londinense, lo interesante del caso es que mientras estas calumnias empezaba a circular, Bakunin se encontraba, precisamente, inmerso en la otra gran opción de darle oxigeno a La Comuna de París, es decir, La Comuna de Marsella. Hacía allí se dirigió para que, junto a Crémieux y Alerini, no muriera el último intento de extender la Revolución más allá de París… pero, no obstante, todo fue en vano.
Sin embargo, lo que nadie se negó ha reconocer -salvo Marx y Engels- es la validez de ambos intentos, incluso el fiel biógrafo de Marx, Franz Mehring, tuvo que contradecir al “sujeto de su estudio”: “Ridiculizar este intento fracasado tendría que haber sido a todas luces propio de la reacción, y un oponente de Bakunin, cuya oposición al anarquismo no le había robado toda capacidad de poder formar un juicio objetivo, escribió: Por desgracia, voces de mofa se han levantado en la prensa radical democrática, aunque el intento de Bakunin en realidad no lo merece. Naturalmente, aquellos que comparten las opiniones anarquistas de Bakunin y sus partidarios, deben adoptar una actitud crítica con respecto a sus esperanzas sin base, pero, aparte de ello, su acción en Lyon fue un valiente intento de despertar las energías adormiladas del proletariado francés y de dirigirlas simultáneamente contra el enemigo extranjero y el sistema capitalista. Más tarde, la Comuna de París intentó hacer algo por el estilo y fue cálidamente elogiada por Marx...”.
La Comuna de París, con sus numerosos “proudhonianos” y “blanquistas”, con los “jacobinos” de viejo cuño y la minoría de los nuevos “Internacionalistas”, con sus escasos “socialistas revolucionarios” como Varlin y Malon, y sus casi inexistentes “marxistas”, con todas esas mujeres, hombres y niños, disparando, jalando cañones y aguanto los embates de dos poderosos ejércitos profesionales, Revolucionarios anónimos (y algunos celebres a posteriori como Louise Michel), desterrados, perseguidos o fusilados. Ese fue el balance de la que para algunos es la 1ª Revolución Proletaria de la historia.
Marx tardó en reconocer todo esto, él, “gran previsor” y “cuasi vidente” volvió a ser rectificado por su tan “amado” curso histórico. Intento recuperarse y prestar su apoyo “dialéctico” (que otra cosa podía hacer) a la causa Revolucionaria, sin embargo, él mismo no comprendía con nitidez el devenir de los acontecimientos, la realidad le había golpeado en la cara, borrando sus hipótesis y prejuicios sobre la culminación revolucionaria, y dejado tiradas en suelo, mojadas, sucias y estropeadas, sus teorías “materialistas”. A muchos les pareció que por un tiempo volvía a su “juventud”, a sus días de “radicalismo proudhoniano”, llegó a reconocer que en La Comuna de Paris: “El Estado había sido abolido”, y lo que antes le había criticado, precisamente, al apaleado Bakunin, ahora no le alarmaba si se producía en París; así, él podía, quizás, reclamar su cuota de protagonismo… no obstante, su desilusión fue grande cuando comprobó que las “Masas Revolucionarias Parisinas” desconocían su nombre y lo confundían con el de un “doctor en medicina”.
La Comuna de París parecía haberle dado la razón, aunque solo fuera parcialmente, a las perspectivas Anarquistas sobre las “explosiones Revolucionarias”, mientras que las conjeturas marxistas, aún ascendidas a la categoría de “ciencia”, se convirtieron en “agua de borrajas”. Marx no parecía recuperado de tan terrible golpe, pero su afán por reencarnarse en el “perro del hortelano” era más fuerte que su decepción. Tenía que contraatacar, y aunque aún no se habían limpiado las manchas de sangre de las calles francesas, empezó a urdir un plan para desacreditar a los “socialistas revolucionarios”. Así, se dedico, con energía y fruición, a organizar la Conferencia de Londres, al final del año 1871. Él, que había rehusado participar en todos los Congresos “oficiales” que hasta entonces había organizado la AIT, él, que tenía pavor a entablar una discusión directa con los “autonomistas”, no tubo sin embargo reparos en darse un baño de pleitesía en dicha “oficiosa conferencia”.
Muchas de las Federaciones Anti-autoritarias se habían negado a que se celebrara tal evento, pues no había sido ni solicitada, ni reconocida, ni sancionada por la mayoría de las Federaciones, además de que la misma no tenía ninguna competencia para aprobar acuerdo alguno, pero lejos de estas cuestiones “formales” subyacían razones de verdadero peso; se previa que esa “aparentemente” improvisada “feria de vanidades” iba a ser en realidad una mera reunión para despellejar a Bakunin, y en efecto así fue. Por medio de Utin (marxista ruso cuyo marco de acción era Suiza, y del que Kropotkin guardaría ingratos recuerdos después de que en su juventud tratara de colaborar con él, aunque gracias a sus desagradables experiencias con la sección marxista, Kropotkin acabó por identificarse con los Anarquistas del Jura), se intentó cosificar a Bakunin, aduciendo sus relaciones con Netchaiev, a todo un colosal engranaje para “sabotear a la AIT y a la Revolución en si misma”. En el “fregado” estarían el gobierno ruso, los nihilistas y la Alianza, y es posible, que si les llega a dar tiempo hubieran incluido a la “orden de los franciscanos”; hasta esos límites llegaba el “anatema”. El hecho de que Bakunin se identificara con la “juventud nihilista” (tal y como haría Kropotkin y tantos otros) y que incluso se alegrara de haber contribuido y fomentado la creación de ese “espíritu negador” sirvió de acicate para, en palabras de Nettlau, “poner en el haber de Bakunin todo lo que le correspondía a Netchaiev”. A ninguno de los “intrigantes” parecía importarle que precisamente lo que le reprochaba Bakunin a los nihilistas era su acriticismo con respecto a la autoridad, es decir, el culto sistemático que se le rendía a la autoridad, precisamente, como único medio para poder neutralizarla en un futuro (pues esto era lo mismo que Bakunin le imputaba a los marxistas, el gusto por la metodología autoritaria como remedio a los males que ella misma causaba).
Pero esta era solo la superficie, detrás se escondían muchas cosas; el rencor que se le guardaba a Bakunin por no haber traducido El Capital al ruso y, sin embargo, haberse quedado con los adelantos que los editores le habían dado (después se sabría que el dinero fue robado por Netchaiev), la idea de desquitarse por las disculpas públicas que, 20 años atrás, Marx y Engels, habían tenido que ofrecerle a Bakunin después de haber iniciado una campaña de desprestigio en la que se le acusaba de “agente y espía ruso”. Como supuesta “testigo” de tal cosa implicaron incluso a la escritora socialista Georges Sand, la cual, por medio de un duro correctivo a modo de “carta abierta”, les hizo rectificar… pero la calumnia termino de derrumbarse ante el currículo revolucionario que Bakunin atesoraba a finales de los 40, y especialmente por la pena de muerte, y posterior cadena perpetua, a la que se le condenó. Pero por encima de todo esto despuntaba una cosa, no solo eran rencores personales, vanidades u otros asuntos triviales; la cuestión capital era “no perder el Poder en el seno de la AIT”.
Gracias a Anselmo Lorenzo disfrutamos de muchas de los detalles de esta Conferencia, y también de sus -si es que este término tiene alguna validez- “objetivas” apreciaciones (tal afirmación será comprendida por todos aquellos que conozcan las suspicacias que levantó Lorenzo en España debido a la ambigüedad de su posicionamiento en el llamado “conflicto Internacional”, cosa que se reprodujo entre los redactores de La Emancipación, -incluyendo a Lafargue- y la mayoría Anarquista del resto de la F.R.E, decimos tal cosa para que quede constancia del “anti-sectarismo” de Lorenzo en estos asuntos). Demostrando que esa supuesta supeditación de la Alianza Española a Bakunin era una ficción, la Federación Española decidió acudir a la Conferencia de Londres, aún cuando el resto de Federaciones Anti-autoritarias rehusaron acudir, casi en su mayoría –como excepciones encontramos a Paul Robin y André Bastelica-. Lorenzo nos deja ver la grata impresión que la causa la persona de Marx y la de su familia, lo agradable que le resultó el contacto con el que fue su anfitrión en la capital inglesa. Pero a su vez muestra la desilusión que tuvo al día siguiente cuando contempló al “gran pensador”, insultantemente complacido al ser objeto de las más serviles adulaciones, la antipatía que le provocaron las argucias del sibilino Utin, y el desanimo que lo poseyó cuando se cercioró de que el único que, a tal acto, había ido a hablar del movimiento obrero, era él… todo lo demás se diluyo en rumores, rencillas y difamaciones.
En España las cosas transcurrieron de tal modo que la minoría marxista, parapetada detrás del Órgano de Expresión de la Federación Madrileña, se encargó de airear los nombres de los miembros de la Alianza (con el correspondiente riesgo policial que esto suponía para los pertenecientes a esta organización secreta y por ende clandestina)… sin embargo, la respuesta no pudo ser más osada, muchos de los que no fueron nombrados en dicha “denuncia pública” corrieron a adscribir sus nombres junto a los de sus compañeros delatados, e incluso para certificar su independencia con respecto a la Alianza de la Democracia Socialista ginebrina, dieron a conocer, públicamente, sus propios estatutos. Con el tiempo tuvieron que fingir su disolución, y su operancia ni siquiera le fue revelada a un veterano como Lorenzo, hasta que, pocos años después, cuando este le expresaba a Viñas su deseo de que una organización como esa persistiera, este tuvo que reconocerle que aún estaba activa, y le invito a participar, así nos lo relata el propio Lorenzo: “Mi actividad fue tenida en cuenta, y cuando llevaba tres o cuatro meses de residencia en Barcelona, García Viñas me suscitó conversaciones acerca del estado de la organización obrera, de la manera de activar la propaganda para que diera resultados positivos y de todo cuanto interesaba al objeto de La Internacional. Convinimos en la necesidad de crear una agrupación de iniciativa que se sobrepusiera a la mezquindad de los propósitos meramente utilitarios de las sociedades obreras, obrando a la manera de la Alianza de la Democracia socialista, que tanto había dado que decir y que sin embargo era tan necesaria, y quedamos en citar un domingo en la playa de la Barceloneta, para un almuerzo, a varios compañeros que yo indiqué por invitación especial de García Viñas.
El día designado comparecimos todos en el sitio designado: Farga, Soriano, Pellicer, Nácher, Gasull, Llunas, Albagés (Francisco y Gabriel), no recuerdo si algún otro y yo, y se me dijo que lo que yo había propuesto a Viñas, existía y funcionaba ya secretamente; que se había dejado creer que la Alianza había sido disuelta para mejor asegurar su existencia y funcionamiento, y gracias a ella, La Internacional existía aún en España, conservando la pureza de sus ideales”.
Lorenzo, único Anarquista que había pertenecido al grupo redactor de La Emancipación, y al Consejo General de Madrid -destituidos ambos por acción de los propios afiliados- decidió renunciar al puesto para el que había sido elegido en el Congreso de Zaragoza, alegando “motivos personales” dimitió como Secretario del Consejo Federal en Valencia, debido a que su “indulgencia”, “neutralidad” y “espíritu conciliador”, le ponían, según sus propias palabras: “Entre la espada y la pared” (esta fue una constante en su militar, con flujos y reflujos, pero siempre posicionado del lado de la clase “más pobre y numerosa”). Sin embargo, la delación perpetrada por la minoría -entre los que se encontraban José Mesa, Mora, Pagés, Pauly y Pablo Iglesias- no fue un fenómeno meramente “interino”, sino que fue motivada por órdenes directas de Marx. Ya Engels le había mandado una agresiva carta al Consejo Federal Español, con sede en Valencia, amenazándoles con la expulsión si no traicionaban a los miembros de la Alianza y reportaban un amplio listado con sus nombres y ocupaciones, detallando, además, todos los pormenores de sus actividades. El Consejo se negó, contestándoles: “Reclamáis de nosotros ni más ni menos que el oficio que un jefe de Estado pediría a su departamento de policía”, y la ira de Marx y Engels no pudo contenerse…
Hasta tal punto se agrio el ambiente que la guerra declarada tuvo que tener su colofón en el Congreso “suicida” de la Haya. Marx debió pensar “ante la imposibilidad de ganar es mejor que perdamos todos” y así lo hizo.
La mayoría de las Federaciones Anti-autoritarias se negaron, en principio, a acudir a lo que sabían que iba ser la ejemplificación de una forzada “autopsia”, sin embargo, haciendo otro alarde de independencia, la Federación Regional Española, la Belga y la del Jura, la Holandesa y la Norteamérica (adscrita ya al Anarquismo) quisieron asistir. Casi todos conocían el resultado final, pero muchos por querer hacer oír su voz en un último acto de protesta, y otros por mostrar su disconformidad auque fuera de modo presencial, fueron elegidos y enviados a La Haya. Los cuatros delegados españoles fueron Pellicer, Alerini, Morago y Marselau, y desde el principio se les opusieron toda clase de tecnicismos para impedir que comparecieran; que si no habían pagado las cuotas (cosa que tuvieron que hacer in situ), la incompatibilidad con la artificial Nueva Federación Madrileña (compuesta casi exclusivamente por los antiguos redactores de La Emancipación, y que mandaba a Lafargue como delegado de una “federación sin federados” –en palabras de Nettlau-), y otra multitud de variopintos motivos.
Lo lógico era votar por el número de afiliados de cada delegación, pero los marxistas, que habían acudido incluso con más delegados que afiliados, se negaron. Tampoco quisieron oír hablar de votar por Federaciones, ante lo cual, los Anti-autoritarios, aún sin contar con todos su efectivos hubieran ganado, pues a la Federación Alemana, y Germano-Suiza, se le hubieran contrapuesto la cinco Federaciones Anarquistas. En tal caso el resultado estaba decido aún antes de iniciado el Congreso. Ante dicha artimaña los anarquistas declararon “que no tomarían parte en ninguna votación y asistirían a todas las sesiones para protestar en contra de la maniobra de la fingida mayoría”. La resolución de Guillaume, expulsado junto con Bakunin de la AIT gracias a esta parodia de Congreso, fue clara: “La ‘mayoría’ quiere la conquista del poder político; la ‘minoría’ quiere la destrucción del poder político”.
En cuanto esos dos compañeros fueron expulsados la totalidad de las Federaciones Anarquistas se levantaron y dejaron plantado al artificioso Congreso de la Haya… la AIT “original” se consideraba ya un cadáver.
Mientras en Saint-Imier los delegados ingleses, irlandeses, americanos, holandeses, belgas, rusos, españoles, italianos, franceses y jurasianos, plantaban el germen de una nueva y revitalizada AIT.
Las cosas no variaron con los años, esta dinámica de pasividad y acción, de insurrecciones y calumnias panfletarias, se mantendría con tenaz resistencia. En 1873, mientras la Internacional “Anarquista” mantenía su vigor, y participaba en los levantamientos de Alcoy, Barcelona, Sevilla, Granada, Málaga y Cádiz, la Internacional de los Marxistas no tenía más que hacer que sumar sus voces al coro reaccionario que atacaba los conatos Revolucionarios españoles. Anarquistas, como Alerini y Paul Brousse, le comunicaban al mundo por medio de su periódico Solidarité révolutionnaire: “El movimiento revolucionario se extiende como un reguero de pólvora por toda la península. En Barcelona todavía no ha posado nada, ¡Pero en la plaza pública lo revolución es permanente!”.
A su vez Engels “colaboraba” a su modo, comentado las crónicas que hacían los Anarquistas sobre la critica situación, he aquí su reporte de los que a su modo de ver es una “catástrofe revolucionaria”:
“La huelga se había puesto a la orden del día al mismo tiempo en Alcoy. Alcoy es un centro fabril de reciente creación, que cuenta actualmente unos 30.000 habitantes, y en el que la Internacional, en forma bakuninista, sólo logró penetrar hace un año, desarrollándose luego con gran rapidez.
El socialismo, bajo cualquier forma, era bien recibido por estos obreros, que hasta entonces habían permanecido completamente al margen del movimiento… El 7 de julio, una asamblea obrera toma el acuerdo de huelga general; y al día siguiente envía una comisión a entrevistarse con el alcalde, requiriéndola para que reúna en el término de veinticuatro horas a los patronos y les presente las reivindicaciones de los obreros.
El alcalde, Albors, un republicano burgués, entretiene a los obreros, pide tropas a Alicante y aconseja a los patronos que no cedan, sino que se parapeten en sus casas. En cuanto a él, estará en su puesto. Después de celebrar una entrevista con los patronos -estamos siguiendo el informe oficial de la Comisión federal aliancista, que lleva la fecha de 14 de julio de 1873-, el alcalde, que en un principio había prometido a los obreros mantenerse neutral, lanza una proclama en la que «injuria y calumnia a los obreros y toma partido por los patronos, anulando así el derecho y la libertad de los huelguistas y retándolos a luchar». Cómo los piadosos deseos de un alcalde podían anular el derecho a la libertad de los huelguistas, es cosa que no se aclara en el informe. El caso es que los obreros, dirigidos por la Alianza, hicieron saber a] Concejo, por medio de una comisión que, si no estaba dispuesto a mantener en la huelga la neutralidad prometida, lo mejor que podía hacer era dimitir para evitar un conflicto. La comisión no fue recibida y, cuando salía del Ayuntamiento, la fuerza pública disparó contra el pueblo, congregado en la plaza en actitud pacífica y sin armas.
Así comenzó la lucha, según el informe aliancista. El pueblo se armó, y comenzó la batalla que había de durar «veinte horas». De una parte, los obreros, que Solidarité révolutionnaire cifra en 5.000; de otra parte, 32 guardias civiles concentrados en el Ayuntamiento y algunas gentes armadas parapetadas en cuatro o cinco casas junto al mercado, casas a las que el pueblo pegó fuego a la buena manera prusiana. Por fin, a los guardias se les agotaron las municiones y tuvieron que capitular.
No habría habido que lamentar tantas desgracias -dice el informe de la Comisión aliancista- si el alcalde Albors no hubiera engañado al pueblo simulando rendirse y haciendo luego asesinar alevosamente a los que entraron en el Ayuntamiento fiándose de su palabra; y el mismo alcalde no habría perecido, como pereció a manos de la población, legítimamente indignada, si no hubiese disparado su revólver a quemarropa contra los que iban a detenerle.
¿Cuántas bajas causó esta batalla?
Si bien no es posible calcular con exactitud el número de muertos y heridos (de parte del pueblo), si podemos decir que no habrán bajado seguramente de diez. De parte de los provocadores, no bajan de quince los muertos y los heridos.
Ésa fue la primera batalla callejera de la Alianza. Al frente de 5.000 hombres, se batió durante veinte horas contra 32 guardias y algunos burgueses armados; los venció, después que ellos hubieron agotado las municiones, y perdió, en total, diez hombres. Se conoce que la Alianza inculca a sus iniciados aquella sabia sentencia de Falstaff de que «el mayor mérito de la valentía es la prudencia».
(Y he aquí un extraño caso de generosidad que hay que reconocerle al “inclemente” Engels. –Nota de la autora) Huelga decir que todas las noticias terroríficas de los periódicos burgueses, que hablan de fábricas incendiadas sin objeto alguno, de guardias fusilados en masa, de personas rociadas con petróleo y luego quemadas, son puras invenciones. Los obreros vencedores, aunque estén dirigidos por aliancistas, cuyo lema es: «No hay que reparar en nada», son siempre demasiado generosos con el enemigo vencido para obrar así, y éste les imputa todas las atrocidades que él no deja de cometer nunca cuando vence.
Eran, pues, vencedores.
«En Alcoy -dice, lleno de júbilo, Solidarité révolutionnaire-, nuestros amigos, en número de 5.000, son dueños de la situación».”
Y así trascribe un extracto del Solidarité révolutionnaire sobre lo ocurrido en Sanlúcar (sin ahorrarse el comentario final):
“En Sanlúcar de Barrameda, junto a Cádiz, «el alcalde -relata el informe aliancista- clausura el local de la Internacional y, con sus amenazas y sus incesantes atentados contra los derechos personales de los ciudadanos, provoca la cólera de los obreros. Una comisión reclama del ministro el respeto del derecho y la reapertura del local, arbitrariamente clausurado. El señor Pi accede a ello en principio1/4 pero denegándolo en la práctica; los obreros ven que el Gobierno trata de colocar a su Asociación sistemáticamente fuera de la ley; destituyen a las autoridades locales y ponen en su lugar a otras, que ordenan la reapertura del local de la Asociación».
«¡En Sanlúcar el pueblo es dueño de la situación!», exclama triunfalmente Solidarité révolutionnaire.
Ésas son las hazañas heroicas llevadas a cabo por la Alianza donde nadie le hacía la competencia.”
No puede más que añadirse que mientras los Severino Albarracín y Francisco Tomás, mientras todos esos individuos anónimos se batían el cobre y eran “cazados como conejos” -cosa que tanta hilaridad le produce a Engels- , los señores marxistas dejaban su huella en tales acontecimientos por medio de la “pluma”; pero nunca del “fusil”.
Todo este fragmento tiene su lógica al hablar sobre este tema de la Internacional, pues al final se sigue evidenciando una misma polaridad: La repulsión contra una Revolución no orquestada, espontanea, de marcado carácter popular; y el elogio, sin mesura, hacía toda acción política o legalista, hacía una adecuación rígida de las “pasiones revolucionarias” a los parámetros de una pretendida “ciencia” o de un partido compacto… es esta la antinomia que planteaba el marxismo.
Esto se reprodujo de forma constante a través de las décadas. Finalmente, ya en la denominada 2ª Internacional, no hubo reparos en reconocer como día de “conmemoración de la Lucha Obrera” el 1º de Mayo, la fecha que los Anarquistas de Chicago, en 1886, habían consagrado mundialmente gracias a la sangre de sus Mártires; mientras que, la misma organización, ahondaba en su falta de escrúpulos, a la hora de expulsar a los mismos cuyo “tributo de sangre” aceptaba con alborozo y un, no disimilado, interés. Expulsados fueron Malatesta, Domela Nieuwehuis, Ladauer y tantos otros, pero muchos más fueron los que abandonaron voluntariamente al contemplar tamaña arbitrariedad, entre ellos el veterano Amilcare Cripriani, cuyas simples palabras marcan el final de una época, y también el de este pequeño trabajo: “Me voy con aquellos que habéis confinado, expulsado, con las víctimas de vuestra intolerancia y brutalidad”.
Es con esos mismos con los que hoy, la autora de estas humildes líneas, sigue estando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario