(por Anselmo Lorenzo)
Hablemos de la patria: es esta una idea muy manoseada; progresistas, estacionarios y regresivos, es decir, los que van adelante, los parados y los que vuelven atrás, tienen de la patria muy diversos conceptos; y por si acaso falta algo para embrollar la cosa, hasta los indiferentes, los neutros, los pancistas se mezclan como queriendo dar a entender que se puede tener o dejar de tener opinión sobre asuntos importantes de la vida, del universo o de la muerte, pero la patria es intangible y que sobre este asunto no cabe más que ser patriotas.
En la vida de la humanidad, la patria es una institución pasajera, obra transitoria de la evolución progresiva, albergue de una noche que se abandona al día siguiente para continuar la marcha hacia el ideal.
No tienen razón los llamados patriotas; y lo menos malo que puedo decir de ellos es que se dan ese título por rutina, sometidos a una sugestión inconsciente; y si se atreven a replicarme que tienen certeza en su sentimiento y en su pensamiento patriótico, diré con Spies, aquel gran anarquista a quien honró la horca republicana de Chicago elevándolo a la categoría de mártir de la humanidad: «¡El patriotismo es el último refugio de los infames!». Y esto lo dijo a propósito de que Grinnel representante del poder judicial, ya excitaba el celo de aquel ignominioso jurado que le sentenció invocando el patriotismo para que matara injustamente, a sabiendas, bosquejando un pensamiento que para mengua de España en español se formuló en las alturas de Montjuich con estas palabras: «Es preciso cerrar los ojos a la razón».
Según los lexicógrafos, patria y patrimonio, la una país donde se nace, y el otro bienes que proceden de los padres, son ideas que tienen por origen etimológico la palabra padre. Por tanto, a lo menos en el pensamiento de los inventores de la palabra, respecto de la patria todos los que en ella nos cobijamos somos hijos, y respecto del patrimonio somos hermanos.
Así quieren hacernos creer que es de los que la definen cuando se trata del cumplimiento de deberes, o sea las obligaciones que como tales quieren imponérsenos.
Sólo diré que de padre, hijos y hermanos, en esto de la patria, bien sabéis o debéis saberlo, tenerlo presente y no olvidarlo jamás mientras vivamos bajo el régimen de la actual sociedad, no queda más que el nombre, y sobre la interpretación que de ella den los charlatanes del patriotismo y sobre la interpretación que cada uno quiera darle cuando la preocupación patriótica le empuje a dar sentido común a lo que esencialmente carece de él, no queda de positivo más que esta interpretación: la patria es la propiedad, y el único que tiene el deber de ser patriota, porque es el mayorazgo o el hereu social, es el propietario.
Siendo así la patria -y así es por error tradicional que consagran las leyes y las instituciones que se contienen en esa triple caja que se llama Nación, Patria, Estado-, por el poder coercitivo que el Estado da a lo erróneo y a lo injusto, queda el patrimonio nacional como un lote de rapiña en estado de usufructo para los unos y de herencia para los otros, y mientras los trabajadores nos hallamos despojados y desheredados, el propietario resulta único patriota de hecho, y es también el único que racionalmente puede envanecerse con el título de ciudadano. Yo, por mi parte, lo declaro, renuncio a él, no le quiero y le rechazo si alguno me le aplica por rutina y contra mi voluntad: todos los derecho políticos que el título de ciudadano pudiera, no otorgarme, sino reconocerme, porque mis derechos son parte integrante de mi personalidad están anulados por ese registro de la policía que tiene mi libertad a merced de un funcionario burdo, sin instrucción de los que el Estado paga a más bajo precio sin duda en relación de la clase de servicio que de él espera y que ya dos veces me ha arrancado de mi lecho, me ha separado brutalmente de mi familia y me ha encerrado en un calabozo. Aunque quisierais pasar por ciudadano yo no os lo llamaré, antes daré ese ya deshonrado título al burgués que nos explota, al casero que nos planta en la calle, al comerciante que nos sisa, al polizonte que nos encierra, al político que procura embabiecarnos y hasta el cura que saca su ración con la cuchara del presupuesto o bendice por dinero al que reclama sus servicios.
No lo he inventado yo, ni tampoco he de citar en mi apoyo pensamientos de demagogos insolventes: «El hombre es anterior y superior al ciudadano», y a eso me atengo. Por lo pronto ahí queda ese pensamiento de Renan. Ahora va este otro de Marmontel, célebre literato francés anterior a la revolución: «En la boca de los opresores del pueblo y de tiranos ambiciosos es donde principalmente retumba la palabra patria». Y el famoso Mirabeau escribió: «La patria, para aquel que nada posee, no es más, porque los deberes son recíprocos».
Y todo eso es claro como la luz del día, porque como dice Détré en L’Humanité Nouvelle, en resumen, «para aquellos que, masones o jesuitas, nobles o burgueses, poseen, gobiernan, mandan o aspiran a mandar, conservando las instituciones actuales, la patria es su interés particular, el interés de su clase o de su casta, sus bienes sus dignidades, sus títulos, sus empleos y la moneda de cien perras». Por eso se comprende que el general Savary en 1814, en vez de correr con el extranjero invasor, haya podido exclamar: «Más temo que yo a los cosacos de nuestros barrios bajos que a los cosacos del Don», y que después de la rendición de París, el general Ducrof haya osado decir ante la asamblea de Burdeos: «Si me batí en retirada en Champigny, fue porque temí un movimiento demagógico en París, y quise reprimirle».
¡Patria, patria; tierra de los padres! ¡Qué burla más sangrienta para el hombre despojado de la tierra, de casa, de ciencia; privado de higiene; falto de educación; reducido al salario y forzado aún a ser defensor y sayón de sus dominadores!
Concretándome ahora, acerca de la idea de patria, a lo que ésta sea respecto de la península que habitamos, he de hacer observar que la patria es elástica según las vicisitudes históricas; se estira o se encoge a compás de las peripecias que ocurren a sus dominadores: unas veces un rey débil que tiene por vecino otro rey, quiere ganar fama de pincho real o de conquistador glorioso, ve sus fronteras atropellada, y firma la paz dejando entra las uñas de su primo -sabido es que todos los reyes se llaman primos entre sí, aunque los primos seamos los que los aguantamos-, dos o tres provincias, sino le despoja por completo del reino, importándole tres cominos el derecho divino del despojado y el patriotismo de los vasallos que cambian de amo; otras veces se recorta un cacho de patria, como si esta operación se practicara con una tijeras sobre un mapa, y se le da en dote a una princesa fea que no encontraría novio sin esa ganga, y así van tierras y habitantes a la real alcoba a soportar esa cabronada patriótica; ha habido ocasiones en que la patria era tan pequeña que cabía en una cueva de las montañas de Asturias, necesitando la historia, para explicar el hecho, inventar el milagro camama del Covadonga; en cambio ha habido otras en que el sol no se ponía en los dominios de un hombre taciturno y de mal corazón llamado Felipe II, y entonces fue necesario glorificar las sangrientas usurpaciones de criminales aventureros como Pizarro y Hernán Cortés, etc.; según en que épocas, todos los que hoy se llaman españoles eran recíprocamente compatriotas o extranjeros, y podrían encontrarse luchando como compañeros de armas en el mismo campo o en otros diametralmente opuestos, porque aquí las patrias han cambiado de un modo asombroso; de tal manera que si en un mapa de España hubieran de trazarse todas las fronteras que han existido, parecería un pliego de patrón de modas en que para aprovechar el papel se trazan todas las piezas de un vestido complicado, formando tal enredo de líneas que apenas se entiende la modista. Hemos sido todo lo que hay que ser: celtas, celtíberos, cartagineses, romanos, godos, visigodos, vándalos, suevos, alanos, hunos, árabes, según nuestros dominadores antiguos; y según las regiones, nos hemos considerado nacionales, catalanes, aragoneses, navarros, castellanos, valencianos, andaluces, de no se cuantos reinos; respecto de religión, aquí se ha adorado todo, siendo por turno paganos, mahometanos, arrianos, cristianos, católicos o protestantes; es decir, enemigos siempre, según el gusto del mandarín de época o de lugar. Excusado es decir que si tales enemistades han existido entre los que antiguamente formaban el personal de los que hoy somos teóricamente hermanos por hallarnos, no diré cobijados, sino encerrados en las actuales fronteras, enemigos eran nuestros antecesores con todas las patrias del mundo.
Refiriéndome ahora a lo que las patrias anteriores han dado de sí y a lo que de los españoles ha hecho la patria actual, creo oportunas las consideraciones siguientes:
Si España en lo pasado ganó o se le concedieron brillantes calificativos, en lo actual a todos ellos ha de anteponer un ex que indica que los antiguos merecimientos se hundieron en el abismo de la decadencia.
De noble, leal, generosa, emprendedora, heroica, inteligente, artística; etc., califican a esta nación historiadores nacionales y extranjeros, y el nombre español va unido a grandes acontecimientos y a importantes progresos de la humanidad, pero en los tiempos que corremos he aquí el juicio que nuestra situación inspira a un escritor francés, que viene a ser como el eco de la opinión de Europa y América:
«La única salvación para España consiste en la inmigración de una raza superior, habituada a los grandes negocios mercantiles e industriales y apta para beneficiar los productos del suelo y del subsuelo».
Por si esta opinión pareciese exagerada, véase lo que escribe un médico barcelonés:
«… Las tristes desgracias de nuestra desventurada patria, han despertado generosas iniciativas de regeneración, pero… el pero es siempre dubitativo, tenemos que las tales iniciativas no germinarán en nuestra España, porque este pueblo español es un pueblo enfermizo, débil, enclenque, extenuado por su pésima administración pública, que le priva de lo más indispensable a su vida, le priva del amparo de la higiene. El pueblo español come poco y mal. En las grandes ciudades habita lugares insanos en habitaciones pequeñas en inverosímil hacinamiento. La ciencia sanitaria es lamentable olvido, es causa, no solamente de la excesiva mortalidad que se observa en la mayoría de las ciudades de España, sino que causa también de una espantosa morbilidad, hasta tal punto evidente, que el tipo español es un tipo enfermizo caracterizado por el color pálido de sus tegumentos, su poca estatura y sus menguadas fuerzas físicas».
La degeneración está, pues, en la masa de nuestra sangre; sangre de cura, de fraile, de mendigo, de torero, de rufián, de burgués, de explotado; que es a lo que el privilegio ha reducido las de los héroes, los sabios y los artistas españoles; considerando además; de acuerdo con españoles inteligentes de los pocos que aún restan, según queda patentizado, que todos los propósitos regeneradores que se lanzan a la publicidad, por buenos que parezcan, serán letra muerta si no se abandona de una vez el laberinto de preocupaciones en que nos enredamos, y si no conseguimos que del fondo de ignorante pesimismo en que yace la desmayada voluntad, se yerga enérgica y entusiasta la dignidad humana que aspire a la centralización del ideal.
Digámoslo francamente: es régimen nacionalista es incompatible con la libertad; lo de la reforma con el cambio de monarquía a república es como la bendición de un curandero para curar la tisis, y en ese régimen y con ese cambio, la aplicación de cuantas iniciativas surjan de la ciencia serán impedidas por el maüser de Silvela o por el tiro limpio de Moret, que son los polos sobre que gira la sociología de la restauración monárquica española, y como lo demuestra la práctica en todas las repúblicas y lo confirman las declaraciones que hizo Pi y Margall en su libre La República de 1873, quien refiriéndose a su paso por el poder escribió estas palabras memorables, impregnadas de autoritarismo: «Apenas puse los pies en el ministerio de la Gobernación, empecé a recibir noticias de haberse destituido ayuntamientos y establecido juntas revolucionarias en muchos pueblos de la península… Di al punto las más apremiantes y severas órdenes para disolver las juntas y reponer los ayuntamientos. Hice que se amenazara con la fuerza a los que se negaron a obedecerlas, y casi sin hacer otra cosa que enseñar a los más rebeldes las bayonetas del ejército, logré en días el restablecimiento del orden».
Hay que desengañarse: una nación ha de estar siempre bajo el poder de un Poncio, ora pretenda ser representada de un supuesto ser supremo que tiene por trono panteísta el universo sin fin donde le colocó la cándida imaginación de los místicos, o bien se atribuya la representación de ese pueblo soberano que es una infinidad de moléculas sin solidaridad ni cohesión, y por tanto sin personalidad positiva, por donde se va a parar a que no hay tal representación, y lo que se denomina tal no es más que una farsa manifiesta, llegando a caerse en la cuenta de que derecho divino y derecho democrático son dos fases de una misma falsedad, la llamada mentira política, y en este concepto, realista, absolutista o republicano federal, tanto monta; para mí como si fueran correligionarios; podrá separarlos la aspiración a la mayor o menor cantidad de autoridad; pero ambos me niegan mi libertad absoluta, ambos desconfían de mi suficiencia moral, ambos son continuadores y como sucesores directos de aquel primer legislador de maldita memoria que mandó que un trozo de tierra que limita por Norte, Sur, Este y Oeste, con tales otros trozos, es propiedad exclusiva de de Fulano de Tal, y de aquel pedazo de mundo que es suyo, puede arrojarme a la fuerza y sólo me permitirá pisarle para trabajarle mediante un jornal, hoy que dicen que soy ciudadano de una nación libre, y mediante la pitanza a mis antepasados, cuando eran siervos o esclavos; ¡maldita pitanza, maldito jornal, maldita propiedad y no menos abominable ley y el régimen nacionalista que sostiene la causa de tantas maldiciones! Sí; correligionarios son todos los políticos, correligionarios aún esos tránsfugas de la emancipación obrera, esos socialistas que quieren un Estado obrero que llevará consigo todas las abominaciones que son esenciales al Estado, y que van hoy a los comicios, esperando llegar a los ministerios, desde donde impondrán el credo oportunista a los hambrientos, y así, mientras habrá ex-obreros hartos y lustrosos que hagan apuntar el maüser garantía contra sus hermanos, irá rodando la bola como rueda de la jaula de la ardilla, que voltea en pura pérdida sin moverse del punto donde está sujeto su eje.
Resulta, pues, que si la abstracción paternal con que quiere encubrirse la idea de patria no distribuye equitativamente sus beneficios; si ante la posesión del patrimonio nacional no somos todos hijos ni hermanos; si el título de ciudadano y el calificativo de patriota han de comprender sin diferencia de ninguna clase a los que se hallan tan gravemente diferenciados, como que los unos son herederos favorecidos del mundo y viven en las alturas de la vida, a expensas de las privaciones y de los sufrimientos de los otros, pobres desheredados que se arrastran por los abismos de la miseria, y si la revolución social que venimos efectuando deja rezagados a todos los políticos del mundo, empeñados en el absurdo de echar vino nuevo en odres viejos, no queda más recurso que derribar las cuatro paredes que sirven de frontera a las naciones, abandonar el albergue de una noche, despabilarse revolucionariamente, y caminar.
Hablemos de la patria: es esta una idea muy manoseada; progresistas, estacionarios y regresivos, es decir, los que van adelante, los parados y los que vuelven atrás, tienen de la patria muy diversos conceptos; y por si acaso falta algo para embrollar la cosa, hasta los indiferentes, los neutros, los pancistas se mezclan como queriendo dar a entender que se puede tener o dejar de tener opinión sobre asuntos importantes de la vida, del universo o de la muerte, pero la patria es intangible y que sobre este asunto no cabe más que ser patriotas.
En la vida de la humanidad, la patria es una institución pasajera, obra transitoria de la evolución progresiva, albergue de una noche que se abandona al día siguiente para continuar la marcha hacia el ideal.
No tienen razón los llamados patriotas; y lo menos malo que puedo decir de ellos es que se dan ese título por rutina, sometidos a una sugestión inconsciente; y si se atreven a replicarme que tienen certeza en su sentimiento y en su pensamiento patriótico, diré con Spies, aquel gran anarquista a quien honró la horca republicana de Chicago elevándolo a la categoría de mártir de la humanidad: «¡El patriotismo es el último refugio de los infames!». Y esto lo dijo a propósito de que Grinnel representante del poder judicial, ya excitaba el celo de aquel ignominioso jurado que le sentenció invocando el patriotismo para que matara injustamente, a sabiendas, bosquejando un pensamiento que para mengua de España en español se formuló en las alturas de Montjuich con estas palabras: «Es preciso cerrar los ojos a la razón».
Según los lexicógrafos, patria y patrimonio, la una país donde se nace, y el otro bienes que proceden de los padres, son ideas que tienen por origen etimológico la palabra padre. Por tanto, a lo menos en el pensamiento de los inventores de la palabra, respecto de la patria todos los que en ella nos cobijamos somos hijos, y respecto del patrimonio somos hermanos.
Así quieren hacernos creer que es de los que la definen cuando se trata del cumplimiento de deberes, o sea las obligaciones que como tales quieren imponérsenos.
Sólo diré que de padre, hijos y hermanos, en esto de la patria, bien sabéis o debéis saberlo, tenerlo presente y no olvidarlo jamás mientras vivamos bajo el régimen de la actual sociedad, no queda más que el nombre, y sobre la interpretación que de ella den los charlatanes del patriotismo y sobre la interpretación que cada uno quiera darle cuando la preocupación patriótica le empuje a dar sentido común a lo que esencialmente carece de él, no queda de positivo más que esta interpretación: la patria es la propiedad, y el único que tiene el deber de ser patriota, porque es el mayorazgo o el hereu social, es el propietario.
Siendo así la patria -y así es por error tradicional que consagran las leyes y las instituciones que se contienen en esa triple caja que se llama Nación, Patria, Estado-, por el poder coercitivo que el Estado da a lo erróneo y a lo injusto, queda el patrimonio nacional como un lote de rapiña en estado de usufructo para los unos y de herencia para los otros, y mientras los trabajadores nos hallamos despojados y desheredados, el propietario resulta único patriota de hecho, y es también el único que racionalmente puede envanecerse con el título de ciudadano. Yo, por mi parte, lo declaro, renuncio a él, no le quiero y le rechazo si alguno me le aplica por rutina y contra mi voluntad: todos los derecho políticos que el título de ciudadano pudiera, no otorgarme, sino reconocerme, porque mis derechos son parte integrante de mi personalidad están anulados por ese registro de la policía que tiene mi libertad a merced de un funcionario burdo, sin instrucción de los que el Estado paga a más bajo precio sin duda en relación de la clase de servicio que de él espera y que ya dos veces me ha arrancado de mi lecho, me ha separado brutalmente de mi familia y me ha encerrado en un calabozo. Aunque quisierais pasar por ciudadano yo no os lo llamaré, antes daré ese ya deshonrado título al burgués que nos explota, al casero que nos planta en la calle, al comerciante que nos sisa, al polizonte que nos encierra, al político que procura embabiecarnos y hasta el cura que saca su ración con la cuchara del presupuesto o bendice por dinero al que reclama sus servicios.
No lo he inventado yo, ni tampoco he de citar en mi apoyo pensamientos de demagogos insolventes: «El hombre es anterior y superior al ciudadano», y a eso me atengo. Por lo pronto ahí queda ese pensamiento de Renan. Ahora va este otro de Marmontel, célebre literato francés anterior a la revolución: «En la boca de los opresores del pueblo y de tiranos ambiciosos es donde principalmente retumba la palabra patria». Y el famoso Mirabeau escribió: «La patria, para aquel que nada posee, no es más, porque los deberes son recíprocos».
Y todo eso es claro como la luz del día, porque como dice Détré en L’Humanité Nouvelle, en resumen, «para aquellos que, masones o jesuitas, nobles o burgueses, poseen, gobiernan, mandan o aspiran a mandar, conservando las instituciones actuales, la patria es su interés particular, el interés de su clase o de su casta, sus bienes sus dignidades, sus títulos, sus empleos y la moneda de cien perras». Por eso se comprende que el general Savary en 1814, en vez de correr con el extranjero invasor, haya podido exclamar: «Más temo que yo a los cosacos de nuestros barrios bajos que a los cosacos del Don», y que después de la rendición de París, el general Ducrof haya osado decir ante la asamblea de Burdeos: «Si me batí en retirada en Champigny, fue porque temí un movimiento demagógico en París, y quise reprimirle».
¡Patria, patria; tierra de los padres! ¡Qué burla más sangrienta para el hombre despojado de la tierra, de casa, de ciencia; privado de higiene; falto de educación; reducido al salario y forzado aún a ser defensor y sayón de sus dominadores!
Concretándome ahora, acerca de la idea de patria, a lo que ésta sea respecto de la península que habitamos, he de hacer observar que la patria es elástica según las vicisitudes históricas; se estira o se encoge a compás de las peripecias que ocurren a sus dominadores: unas veces un rey débil que tiene por vecino otro rey, quiere ganar fama de pincho real o de conquistador glorioso, ve sus fronteras atropellada, y firma la paz dejando entra las uñas de su primo -sabido es que todos los reyes se llaman primos entre sí, aunque los primos seamos los que los aguantamos-, dos o tres provincias, sino le despoja por completo del reino, importándole tres cominos el derecho divino del despojado y el patriotismo de los vasallos que cambian de amo; otras veces se recorta un cacho de patria, como si esta operación se practicara con una tijeras sobre un mapa, y se le da en dote a una princesa fea que no encontraría novio sin esa ganga, y así van tierras y habitantes a la real alcoba a soportar esa cabronada patriótica; ha habido ocasiones en que la patria era tan pequeña que cabía en una cueva de las montañas de Asturias, necesitando la historia, para explicar el hecho, inventar el milagro camama del Covadonga; en cambio ha habido otras en que el sol no se ponía en los dominios de un hombre taciturno y de mal corazón llamado Felipe II, y entonces fue necesario glorificar las sangrientas usurpaciones de criminales aventureros como Pizarro y Hernán Cortés, etc.; según en que épocas, todos los que hoy se llaman españoles eran recíprocamente compatriotas o extranjeros, y podrían encontrarse luchando como compañeros de armas en el mismo campo o en otros diametralmente opuestos, porque aquí las patrias han cambiado de un modo asombroso; de tal manera que si en un mapa de España hubieran de trazarse todas las fronteras que han existido, parecería un pliego de patrón de modas en que para aprovechar el papel se trazan todas las piezas de un vestido complicado, formando tal enredo de líneas que apenas se entiende la modista. Hemos sido todo lo que hay que ser: celtas, celtíberos, cartagineses, romanos, godos, visigodos, vándalos, suevos, alanos, hunos, árabes, según nuestros dominadores antiguos; y según las regiones, nos hemos considerado nacionales, catalanes, aragoneses, navarros, castellanos, valencianos, andaluces, de no se cuantos reinos; respecto de religión, aquí se ha adorado todo, siendo por turno paganos, mahometanos, arrianos, cristianos, católicos o protestantes; es decir, enemigos siempre, según el gusto del mandarín de época o de lugar. Excusado es decir que si tales enemistades han existido entre los que antiguamente formaban el personal de los que hoy somos teóricamente hermanos por hallarnos, no diré cobijados, sino encerrados en las actuales fronteras, enemigos eran nuestros antecesores con todas las patrias del mundo.
Refiriéndome ahora a lo que las patrias anteriores han dado de sí y a lo que de los españoles ha hecho la patria actual, creo oportunas las consideraciones siguientes:
Si España en lo pasado ganó o se le concedieron brillantes calificativos, en lo actual a todos ellos ha de anteponer un ex que indica que los antiguos merecimientos se hundieron en el abismo de la decadencia.
De noble, leal, generosa, emprendedora, heroica, inteligente, artística; etc., califican a esta nación historiadores nacionales y extranjeros, y el nombre español va unido a grandes acontecimientos y a importantes progresos de la humanidad, pero en los tiempos que corremos he aquí el juicio que nuestra situación inspira a un escritor francés, que viene a ser como el eco de la opinión de Europa y América:
«La única salvación para España consiste en la inmigración de una raza superior, habituada a los grandes negocios mercantiles e industriales y apta para beneficiar los productos del suelo y del subsuelo».
Por si esta opinión pareciese exagerada, véase lo que escribe un médico barcelonés:
«… Las tristes desgracias de nuestra desventurada patria, han despertado generosas iniciativas de regeneración, pero… el pero es siempre dubitativo, tenemos que las tales iniciativas no germinarán en nuestra España, porque este pueblo español es un pueblo enfermizo, débil, enclenque, extenuado por su pésima administración pública, que le priva de lo más indispensable a su vida, le priva del amparo de la higiene. El pueblo español come poco y mal. En las grandes ciudades habita lugares insanos en habitaciones pequeñas en inverosímil hacinamiento. La ciencia sanitaria es lamentable olvido, es causa, no solamente de la excesiva mortalidad que se observa en la mayoría de las ciudades de España, sino que causa también de una espantosa morbilidad, hasta tal punto evidente, que el tipo español es un tipo enfermizo caracterizado por el color pálido de sus tegumentos, su poca estatura y sus menguadas fuerzas físicas».
La degeneración está, pues, en la masa de nuestra sangre; sangre de cura, de fraile, de mendigo, de torero, de rufián, de burgués, de explotado; que es a lo que el privilegio ha reducido las de los héroes, los sabios y los artistas españoles; considerando además; de acuerdo con españoles inteligentes de los pocos que aún restan, según queda patentizado, que todos los propósitos regeneradores que se lanzan a la publicidad, por buenos que parezcan, serán letra muerta si no se abandona de una vez el laberinto de preocupaciones en que nos enredamos, y si no conseguimos que del fondo de ignorante pesimismo en que yace la desmayada voluntad, se yerga enérgica y entusiasta la dignidad humana que aspire a la centralización del ideal.
Digámoslo francamente: es régimen nacionalista es incompatible con la libertad; lo de la reforma con el cambio de monarquía a república es como la bendición de un curandero para curar la tisis, y en ese régimen y con ese cambio, la aplicación de cuantas iniciativas surjan de la ciencia serán impedidas por el maüser de Silvela o por el tiro limpio de Moret, que son los polos sobre que gira la sociología de la restauración monárquica española, y como lo demuestra la práctica en todas las repúblicas y lo confirman las declaraciones que hizo Pi y Margall en su libre La República de 1873, quien refiriéndose a su paso por el poder escribió estas palabras memorables, impregnadas de autoritarismo: «Apenas puse los pies en el ministerio de la Gobernación, empecé a recibir noticias de haberse destituido ayuntamientos y establecido juntas revolucionarias en muchos pueblos de la península… Di al punto las más apremiantes y severas órdenes para disolver las juntas y reponer los ayuntamientos. Hice que se amenazara con la fuerza a los que se negaron a obedecerlas, y casi sin hacer otra cosa que enseñar a los más rebeldes las bayonetas del ejército, logré en días el restablecimiento del orden».
Hay que desengañarse: una nación ha de estar siempre bajo el poder de un Poncio, ora pretenda ser representada de un supuesto ser supremo que tiene por trono panteísta el universo sin fin donde le colocó la cándida imaginación de los místicos, o bien se atribuya la representación de ese pueblo soberano que es una infinidad de moléculas sin solidaridad ni cohesión, y por tanto sin personalidad positiva, por donde se va a parar a que no hay tal representación, y lo que se denomina tal no es más que una farsa manifiesta, llegando a caerse en la cuenta de que derecho divino y derecho democrático son dos fases de una misma falsedad, la llamada mentira política, y en este concepto, realista, absolutista o republicano federal, tanto monta; para mí como si fueran correligionarios; podrá separarlos la aspiración a la mayor o menor cantidad de autoridad; pero ambos me niegan mi libertad absoluta, ambos desconfían de mi suficiencia moral, ambos son continuadores y como sucesores directos de aquel primer legislador de maldita memoria que mandó que un trozo de tierra que limita por Norte, Sur, Este y Oeste, con tales otros trozos, es propiedad exclusiva de de Fulano de Tal, y de aquel pedazo de mundo que es suyo, puede arrojarme a la fuerza y sólo me permitirá pisarle para trabajarle mediante un jornal, hoy que dicen que soy ciudadano de una nación libre, y mediante la pitanza a mis antepasados, cuando eran siervos o esclavos; ¡maldita pitanza, maldito jornal, maldita propiedad y no menos abominable ley y el régimen nacionalista que sostiene la causa de tantas maldiciones! Sí; correligionarios son todos los políticos, correligionarios aún esos tránsfugas de la emancipación obrera, esos socialistas que quieren un Estado obrero que llevará consigo todas las abominaciones que son esenciales al Estado, y que van hoy a los comicios, esperando llegar a los ministerios, desde donde impondrán el credo oportunista a los hambrientos, y así, mientras habrá ex-obreros hartos y lustrosos que hagan apuntar el maüser garantía contra sus hermanos, irá rodando la bola como rueda de la jaula de la ardilla, que voltea en pura pérdida sin moverse del punto donde está sujeto su eje.
Resulta, pues, que si la abstracción paternal con que quiere encubrirse la idea de patria no distribuye equitativamente sus beneficios; si ante la posesión del patrimonio nacional no somos todos hijos ni hermanos; si el título de ciudadano y el calificativo de patriota han de comprender sin diferencia de ninguna clase a los que se hallan tan gravemente diferenciados, como que los unos son herederos favorecidos del mundo y viven en las alturas de la vida, a expensas de las privaciones y de los sufrimientos de los otros, pobres desheredados que se arrastran por los abismos de la miseria, y si la revolución social que venimos efectuando deja rezagados a todos los políticos del mundo, empeñados en el absurdo de echar vino nuevo en odres viejos, no queda más recurso que derribar las cuatro paredes que sirven de frontera a las naciones, abandonar el albergue de una noche, despabilarse revolucionariamente, y caminar.
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