Después de un eventual triunfo insurreccional
(Reflexión sobre la violencia post-revolucionaria de Errico Malatesta)
No hablaré de cómo puede ser combatida y derribada la tiranía que hoy oprime al pueblo italiano.
Aquí nos proponemos simplemente hacer obra de clarificación de ideas y de preparación moral para un porvenir, cercano o remoto, dado que ahora nos es imposible hacer otra cosa. Por otra parte, cuando creyésemos llegado el momento de una acción más efectiva… menos aún hablaríamos de ella.
Me ocuparé, pues, sólo, e hipotéticamente, de los problemas que surgen después de una insurrección triunfante y de los métodos de violencia que algunos quisieran emplear para “hacer justicia” y otros creen necesarios para defender la Revolución contra las insidias de los enemigos.
Prescindamos de la “justicia”, concepto que ha servido siempre de pretexto a todas las opresiones, a todas las injusticias y que a menudo no significa otra cosa que venganza.
El odio y el deseo de venganza son sentimientos irrefrenables que la opresión naturalmente despierta y alimenta; pero, si pueden representar una fuerza útil para sacudir el yugo, se transforman en una fuerza negativa cuando se trata de sustituir la opresión no por una nueva opresión sino por la libertad y la hermandad entre los hombres. Por esto nosotros debemos esforzarnos en suscitar los sentimientos superiores que sacan energías de un ferviente amor del bien, aun tratando de no romper el ímpetu, compuesto de factores buenos y malos, que es necesario para vencer. Dejemos que la masa obre impulsada por la pasión, si para orientarla mejor fuera necesario accionar unos frenos que se traducirían en una nueva tiranía. Pero recordemos siempre que nosotros, anarquistas, no podemos ser ni vengadores, ni “brazos de la justicia”.
Queremos ser liberadores y debemos actuar como tales, con la palabra y con el ejemplo.
Ocupémonos del problema más importante, que es el único serio planteado, sobre este argumento, por mis críticos: la defensa de la revolución.
Hay muchos que aún se sienten fascinados por la idea del “terror”. Se les ocurre que guillotina, fusilamientos, masacres, deportaciones, cárcel (“horca y galeras”, me decía recientemente un comunista muy conocido) son armas poderosas e indispensables de la revolución y encuentran que si tantas revoluciones han sido derrotadas y no han dado el resultado que se esperaba de ellas, eso se debió a la bondad, a la “debilidad” de los revolucionarios, que no han perseguido, reprimido, matado lo suficiente.
Es este prejuicio corriente en ciertos ambientes revolucionarios, que tiene su origen en la retórica y en las falsificaciones históricas de los apologistas de la Gran Revolución francesa y que han sido reforzados en estos últimos años por la propaganda bolchevique. Pero en verdad todo lo contrario: el terror siempre ha sido instrumento de tiranía.
En Francia, el terror sirvió a la siniestra tiranía de Robespierre y allanó el camino a Napoleón y a la reacción subsiguiente. En Rusia persiguieron y mataron a anarquistas y a socialistas, masacraron a obreros y a campesinos rebeldes y truncaron el ímpetu de la revolución que podía verdaderamente inaugurar una nueva era en la civilización.
Los que creen en la eficacia revolucionaria, liberadora, de la represión feroz tienen la misma mentalidad atrasada que los juristas que creen que se pueda evitar el crimen y moralizar el mundo por medio de penas severas.
El terror, como la guerra, despierta los atávicos sentimientos feroces, aún mal cubiertos por un barniz de civilización, y eleva a los primeros puestos a los peores elementos de la población. Y, más que a defender la revolución, sirve a desacreditarla, a hacerla odiar por las masas y, después de un período de luchas encarnizadas, desemboca en eso que hoy llamaríamos “normalización”, es decir en la legalización y perpetuación de la tiranía. Que venza un bando o el otro, siempre se llega a la constitución de un gobierno fuerte, que asegura a unos la paz a expensas de la libertad y a los otros el dominio sin muchos riesgos.
Sé bien que los anarquistas terroristas (los pocos que existen) rechazan el terror organizado, ejercido por orden de un gobierno por parte de agentes remunerados, y quisieran que la masa directamente ejecutara a sus enemigos. Pero esto no haría sino empeorar la situación. El terror puede seducir a los fanáticos, pero conviene a los que son verdaderamente malvados, ávidos de dinero y de sangre. No hay que idealizar a la masa e imaginarla enteramente compuesta por seres sencillos, que pueden cometer excesos, pero siempre están animados por buenas intenciones. Los esbirros y los fascistas sirven a los burgueses, pero salen del seno de la masa.
[...] Hay quienes, por una razón cualquiera, no han querido o no han podido volverse fascistas, pero están dispuestos a hacer en nombre de la “revolución” lo que los fascistas hacen en nombre de la “patria”. Y por otra parte, como los mercenarios de todos los regímenes siempre se mostraron solícitos a ponerse al servicio de regímenes nuevos que triunfen volviéndose sus más eficaces instrumentos, del mismo modo que los fascistas de hoy se apresurarán mañana a declararse anarquistas, comunistas, o lo que se quiera, con tal de seguir haciéndose los prepotentes y de poder desahogar sus instintos. En caso de que no puedan hacerlo en su patria, por ser conocidos y estar comprometidos, irán a hacerse los revolucionarios a otra parte y tratarán de sobresalir mostrándose más violentos, más “enérgicos” que los demás y tildando de moderados, peleles, “bomberos”, contrarrevolucionarios a los que conciben la revolución como una gran obra de bondad y de amor.
Sin duda, la revolución tiene que ser defendida y desarrollada con lógica inexorable, pero no se debe ni se puede defenderla con medios que contradicen a sus fines.
El gran medio de defensa de la revolución queda siempre el de quitar a los burgueses los medios económicos de dominio, de armar a todos (mientras no se pueda inducir a todos a tirar las armas como juguetes inútiles y peligrosos) y de interesar a la victoria a toda la gran masa de la población.
Si para ganar hubiera que levantar horcas en las plazas, yo preferiría perder.
1 de Octubre de 1924
(Reflexión sobre la violencia post-revolucionaria de Errico Malatesta)
No hablaré de cómo puede ser combatida y derribada la tiranía que hoy oprime al pueblo italiano.
Aquí nos proponemos simplemente hacer obra de clarificación de ideas y de preparación moral para un porvenir, cercano o remoto, dado que ahora nos es imposible hacer otra cosa. Por otra parte, cuando creyésemos llegado el momento de una acción más efectiva… menos aún hablaríamos de ella.
Me ocuparé, pues, sólo, e hipotéticamente, de los problemas que surgen después de una insurrección triunfante y de los métodos de violencia que algunos quisieran emplear para “hacer justicia” y otros creen necesarios para defender la Revolución contra las insidias de los enemigos.
Prescindamos de la “justicia”, concepto que ha servido siempre de pretexto a todas las opresiones, a todas las injusticias y que a menudo no significa otra cosa que venganza.
El odio y el deseo de venganza son sentimientos irrefrenables que la opresión naturalmente despierta y alimenta; pero, si pueden representar una fuerza útil para sacudir el yugo, se transforman en una fuerza negativa cuando se trata de sustituir la opresión no por una nueva opresión sino por la libertad y la hermandad entre los hombres. Por esto nosotros debemos esforzarnos en suscitar los sentimientos superiores que sacan energías de un ferviente amor del bien, aun tratando de no romper el ímpetu, compuesto de factores buenos y malos, que es necesario para vencer. Dejemos que la masa obre impulsada por la pasión, si para orientarla mejor fuera necesario accionar unos frenos que se traducirían en una nueva tiranía. Pero recordemos siempre que nosotros, anarquistas, no podemos ser ni vengadores, ni “brazos de la justicia”.
Queremos ser liberadores y debemos actuar como tales, con la palabra y con el ejemplo.
Ocupémonos del problema más importante, que es el único serio planteado, sobre este argumento, por mis críticos: la defensa de la revolución.
Hay muchos que aún se sienten fascinados por la idea del “terror”. Se les ocurre que guillotina, fusilamientos, masacres, deportaciones, cárcel (“horca y galeras”, me decía recientemente un comunista muy conocido) son armas poderosas e indispensables de la revolución y encuentran que si tantas revoluciones han sido derrotadas y no han dado el resultado que se esperaba de ellas, eso se debió a la bondad, a la “debilidad” de los revolucionarios, que no han perseguido, reprimido, matado lo suficiente.
Es este prejuicio corriente en ciertos ambientes revolucionarios, que tiene su origen en la retórica y en las falsificaciones históricas de los apologistas de la Gran Revolución francesa y que han sido reforzados en estos últimos años por la propaganda bolchevique. Pero en verdad todo lo contrario: el terror siempre ha sido instrumento de tiranía.
En Francia, el terror sirvió a la siniestra tiranía de Robespierre y allanó el camino a Napoleón y a la reacción subsiguiente. En Rusia persiguieron y mataron a anarquistas y a socialistas, masacraron a obreros y a campesinos rebeldes y truncaron el ímpetu de la revolución que podía verdaderamente inaugurar una nueva era en la civilización.
Los que creen en la eficacia revolucionaria, liberadora, de la represión feroz tienen la misma mentalidad atrasada que los juristas que creen que se pueda evitar el crimen y moralizar el mundo por medio de penas severas.
El terror, como la guerra, despierta los atávicos sentimientos feroces, aún mal cubiertos por un barniz de civilización, y eleva a los primeros puestos a los peores elementos de la población. Y, más que a defender la revolución, sirve a desacreditarla, a hacerla odiar por las masas y, después de un período de luchas encarnizadas, desemboca en eso que hoy llamaríamos “normalización”, es decir en la legalización y perpetuación de la tiranía. Que venza un bando o el otro, siempre se llega a la constitución de un gobierno fuerte, que asegura a unos la paz a expensas de la libertad y a los otros el dominio sin muchos riesgos.
Sé bien que los anarquistas terroristas (los pocos que existen) rechazan el terror organizado, ejercido por orden de un gobierno por parte de agentes remunerados, y quisieran que la masa directamente ejecutara a sus enemigos. Pero esto no haría sino empeorar la situación. El terror puede seducir a los fanáticos, pero conviene a los que son verdaderamente malvados, ávidos de dinero y de sangre. No hay que idealizar a la masa e imaginarla enteramente compuesta por seres sencillos, que pueden cometer excesos, pero siempre están animados por buenas intenciones. Los esbirros y los fascistas sirven a los burgueses, pero salen del seno de la masa.
[...] Hay quienes, por una razón cualquiera, no han querido o no han podido volverse fascistas, pero están dispuestos a hacer en nombre de la “revolución” lo que los fascistas hacen en nombre de la “patria”. Y por otra parte, como los mercenarios de todos los regímenes siempre se mostraron solícitos a ponerse al servicio de regímenes nuevos que triunfen volviéndose sus más eficaces instrumentos, del mismo modo que los fascistas de hoy se apresurarán mañana a declararse anarquistas, comunistas, o lo que se quiera, con tal de seguir haciéndose los prepotentes y de poder desahogar sus instintos. En caso de que no puedan hacerlo en su patria, por ser conocidos y estar comprometidos, irán a hacerse los revolucionarios a otra parte y tratarán de sobresalir mostrándose más violentos, más “enérgicos” que los demás y tildando de moderados, peleles, “bomberos”, contrarrevolucionarios a los que conciben la revolución como una gran obra de bondad y de amor.
Sin duda, la revolución tiene que ser defendida y desarrollada con lógica inexorable, pero no se debe ni se puede defenderla con medios que contradicen a sus fines.
El gran medio de defensa de la revolución queda siempre el de quitar a los burgueses los medios económicos de dominio, de armar a todos (mientras no se pueda inducir a todos a tirar las armas como juguetes inútiles y peligrosos) y de interesar a la victoria a toda la gran masa de la población.
Si para ganar hubiera que levantar horcas en las plazas, yo preferiría perder.
1 de Octubre de 1924
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