sábado, 2 de agosto de 2008

Comentario personal de Las Galas del Difunto, de Valle Inclán


Comentario personal de Las Galas del Difunto, de Valle Inclán
(por Antígona)




Ante nosotros la fuerza exponencial del Esperpento, fuerza que se va por la boca, fuerza de cabañas y palacios, de pucheros y migajas; palabras cortas que pueden albergar una larga mirada. La condición breve de la obra, no va en detrimento de su valor consumado por mucho que aumente su valor gestante, pues lo que aquí se nos muestra como germen de “reflejos distorsionados y espejos cóncavos”, podría haber ocupado, perfecta y merecidamente, un cuadro en la sugestiva Luces de Bohemia.

El texto es realmente un reducido pero preciso compendio de todo lo que el Esperpento requiere y puede ofrecernos, disecciona la estructura social convirtiendo a sus representantes en simples personajes, propiciando que las víctimas de la propia maquinaria colectiva sean seres dotados de una voz, casi genuinamente, no ensordecida. La sociedad se iguala (la pedantería recalcaría que “por abajo”), y es de la mesocracia, limpia y perfumada, de la que provienen las imprecaciones chabacanas y los ripios groseros, aún ornamentado con cuidados modales. Son el pícaro, el desarrapado, la mujer repudiada y el beodo, individuos compuestos de esa misma carne, mejor utilizada pero irremediablemente con el signo del infortunio y el desprecio… es el lenguaje el que lo convierte en esperpento, pero la exposición es realidad sin filtros.

En Las Galas del Difunto Juan Ventolera, pequeño Quijote errante que sustituye la locura que le achacaban a este por la amoralidad que le endosan a él y que ha obtenido a fuerza de sufrir las consecuencias de una guerra imperial como la de Cuba en el 98, encarna a un simple soldado, “peón armado”, que desengañado de la justicia de las causas militares y de los valores verticales y los intereses comerciales que las sustentan, se ha convertido, según la Daifa (joven viuda señalada con “la letra escarlata”, aborrecida por su propio padre, y acogida en la casa religiosa de “las niñas de pecado”), en “otro Ravachol”, y es el propio Juan quién da razón a tal calificativo con estos anarquistas argumentos: “El soldado si supiese su obligación y no fuese un paria, debería tirar sobre sus jefes”. Ventolera desmitifica la bandera, la patria y las medallas, y señala directamente cómo las balas que se les disparan a los mambises son solo “un negocio de los galones”.

Apátrida por deducción, trata de buscar cierto resguardo en La Daifa, pero esta, aún sufriente por su joven marido (muerto en la misma guerra, y a quién el propio Juan conoció), todavía no lo toma en serio. La murga de acontecimientos y personajes no tardarán en sucederse… una Bruja en la tradición celestinesca; el Boticario, padre de la Daifa (a cuya casa va a recabar -sin más abracadismo que el del sino- el propio Juan, gracias al “amparo” obligatorio que debe concedérsele a los veteranos, aún cuando este se materializa en forma de cuadra ), que, como rancio moralista y cómodo burgués, caerá fulminado al recibir una misiva, suplicante e inverosímilmente “cuasi homicida”, de su denostada hija, ya que, según creía ella, las palabras estaban tan cuidadosamente escogidas que podrían paralizar el corazón, ya de por sí pétreo, de su desalmado progenitor; y una suerte de tres “sanchos panzas” (respondiendo a los pintorescos nombres de Pedro Maside, Franco Ricote y el Bizco Maluenda) que encarnarán la conciencia dormida de Juan Ventolera, “pistolos de rayadillo” (soldados repatriados como Juan) pendencieros y reflexivos, que tratarán de quitarle de la cabeza exhumar el cadáver del Boticario a fin de sustraerle el traje que el interfecto ya no iba a necesitar, y que permitiría a Juan desprenderse del uniforme.

Contemplamos también un curioso cuadro, la Boticaria, “afligida”, pero convenientemente “pragmática”, trata de regatear ante los “negociantes de la muerte”, pero ni el Sacristán, ni el Rapista, renuncian a su “derecho” de usura. Así contemplamos cómo uno y otro, navaja o crucifijo en mano, exigen el cobro de los “servicios prestados”, y cómo la viuda lamenta el resultado de tan poco rentable “inversión”. Zanjado el asunto, el golpe letal vendrá a asestarlo el iconoclasta Juan, cuando al presentarse ante la Boticaria con el traje del muerto, entre gritos espasmódicos y peticiones de “agua en la sienes”, la mujer se desmaya.

La obra concluye cuando Juan Ventolera se presenta ante la Daifa y entre coqueteo y coqueteo, presumiendo de dinero y de traje nuevo (incluyendo la satisfacción por la forma “sacrílega” en que lo consiguió), se decide a incursionar por los bolsillos, descubriendo en la chaqueta del difunto la carta que ella le había escrito, siendo entonces, cuando al leer el nombre del aludido, todo se desvela. La Madre superiora del luctuoso refugio para “niñas descarriadas”, corre a socorrer a la Daifa que se deshace en lamentos al descubrir que su padre ha muerto, la carta es leída y se pone fin, con esta vuelta de tuerca, a este último giro propiciado por la díscola ironía.

Como hemos visto, esa suerte de “Juan Sin Miedo”, de anarquista por obligación más que por convicción, los tres amigos, a modo de ánimas consejeras, retratados en la obra como personajes llenos de reflexiones, también de atávicas supersticiones, de humor y de sorna silvestre, la “moderada” insensibilidad de la burguesía, y su “comedida” avaricia, su gusto “nunca voraz” por los convencionalismos y las “buenas maneras”, y el denuesto y la execración de una mujer que era “demasiado libre”, y que se atrevió a enamorarse de quién quiso -o de quién le dictó sus entrañas- y a plasmar sus súplicas con palabras ingenuas pero que, en el alma de la mediocridad, adquieren tintes verdaderamente “criminales”. Todo un pequeño y grotesco drama en el que lo más que destaca, abunda y redunda es la comicidad.

Valle Inclán no nos ofrece un retrato de la sociedad, ni siquiera una radiografía; nos ofrece su autopsia. Y mientras unos colorean (como él mismo hacía en sus Sonatas), y otros reproducen, él nos ofrece un informe nada científico, y ni siquiera riguroso, pero quizás por ello aún más veraz. Valle Inclán expende con su Esperpento el improvisado certificado de defunción del sistema.

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