lunes, 15 de junio de 2009

Cuando la Desesperación se hace Muerte


–Acusado, ¡vuestras manos están llenas de sangre!

–¡Como vuestra toga roja, Señor Presidente!

Emile Henry (ante la Audiencia, 1894).


Hace unos días un hombre –según parece, una entidad biológica cargada de necesidades y deseos– cargó su coche contra la familia real de Holanda. El resultado fueron 8 muertos (incluyendo al propio regicida frustrado) y la dinastía monárquica ilesa.

El ejecutor del malogrado atentado tiene un nombre por mí desconocido; su motivación se antoja, no obstante, más descarnadamente cercana que su, por ahora, velada identidad. Tenemos ante nuestros ojos a un individuo que ha sido despedido de su trabajo, desempleado y al borde del desahucio, acuciado por la más férrea presión económica, ahogado por una existencia cuya prolongación no es segura. Sí, es algo incuestionable, en cualquier parte del mundo, ya sea encubierto bajo las idealizadas fabulaciones de un ficticio progreso y de una desigual prosperidad (cual es el caso que se le atribuye a Holanda) o sepultándose bajo el estigma de la pobreza endémica y la miseria telúrica, tendrá siempre cabida el liberticida grito latino que nos conmina a padecer o aplicar el ¡Vae victis!

Este hombre no aguantó más, estalló, y se convirtió, en el peor de los casos, según dictaminan quienes tienen la férula con la que fustigar a la opinión pública, en un psicópata peligroso; para los “bien intencionados” un asesino monstruoso, pero hostigado por la Crisis.

La Crisis se convierte así en un “ente abstracto” que todo lo destruye pero que nadie es capaz de identificar (aunque sí de sentir). Ella es la culpable de todo, respira sin ayuda y alza sus pies sobre quien ose mirar al cielo; aparentemente, nadie le ha dado vida. Contemplamos así a un hombre que perderá su techumbre, pero que, según los politólogos más avispados, caería en la demencia si tratara de relacionar su situación con la de los que se alojan en palacios, ministerios y sucursales; no tiene garantizado un sustento, pero, según los economistas entendidos en tales asuntos, no puede comparar lo injusto de su condición con el boato y la opulencia ajena, pues no repercuten para nada en sus circunstancias actuales… “Todo es responsabilidad de la Crisis”, nos dicen. Las manos que la han iniciado, las que se benefician de ella, las que no la sufren o las que vergonzantemente comparan su “sufrimiento” (cuantificable en una mezquina perdida de dividendos) con el desalojo colectivo o la inanición ajena, esas manos, no están manchadas de sangre y lodo.

Este hombre, que no ha querido comprender que la verdad es patrimonio de los tildados de “locos”, convulsiona y se estremece, es un experimento fallido en las manos de la sociedad. La ecuación “individuo” no ha permanecido estable restándole vivienda y trabajo; ha explotado con estruendo y asombro, arrojando como resultado 7 cadáveres inocentes. Ese es el saldo de un acto de desesperación: inocencia desparramada. Aquellos que querían acercarse a la comitiva real padecen los resultados de un sufrimiento que podían contemplar, pero del que no se lucraban. Y aún los que protegían al séquito regio, no tenían más culpa que la de ser “cuerdos sociales”, “mano de obra” que manufactura los faldones de un régimen determinado, dedicados a posicionarse en aquellos lugares que han servido de parapeto y ataque para cuando la “locura individual” siente la mordida del hambre y se postula como proyecto colectivo. He ahí la temida “violencia de abajo”.

Sin embargo, tenemos también a la octava víctima: el propio conductor. Víctima y verdugo, si se quiere, pero no sabría yo cómo calibrar la balanza de la responsabilidad. Es víctima de un sistema que privilegia el empleo y lo subasta en beneficio de aquél que con más ahínco sepa rendir la cerviz. Es víctima de una sociedad que mira hacia otro lado cuando sus muebles y enseres son depositados en la calle o confiscados. Es víctima de un mundo donde la capacidad para saciar las necesidades personales es decisión de otros, donde la potestad sobre la propia vida, y las mínimas condiciones que garantizan la subsistencia, son patrimonio de intereses propietarios, poderes pecuniarios y agiotismo bancario y mercantil. Es víctima de un Gobierno, un Estado, una Monarquía, que legitima tal sistema mediante la fuerza directa o los pesados eslabones de la judicatura. Es víctima de un sistema global donde el verbo “ser” nunca valdrá tanto como el “tener”. Y es, sin embargo, verdugo, por un acto injustificable: el asesinato inaceptable de 7 personas. Acto con el que queda amordazada toda comprensión, y que ensombrece, y no alumbra, todo lo anteriormente referido. Que diera la muerte y se dispusiera a recibirla es poco consuelo.

Algunos nos aducirán que muchos son los que se encuentran en tan penosa situación económica y sin embargo no hacen algo semejante, pero nada tenemos que objetar ante el espectáculo de las distintas sensibilidades individuales, como tampoco podríamos hacerlo ante una eventual estupidez colectiva. Sí, aun habrá que razonar si lo raro no es que, en una coyuntura como la actual, no se hayan producido más hechos análogos. Deberá reflexionarse, detenidamente, en torno a si es éste un mundo de “locos” donde la “locura” es precisamente estar “cuerdo” –parafraseando a la filosofía vulgar– o si el legado de la “cordura” está tan sucio y enfangado que sería mejor cedérselo a los que hasta ahora lo han ostentado. Sea como fuere ni la “locura” ni la “cordura”, ni ningún otro parámetro arbitrario, enturbiaría la condición de asesino adjudicada a este reflejo contemporáneo del “magnicida” finisecular.

No obstante, en el umbrío haber de este hombre desesperado tenemos 7 muertes, en rigor diríamos 8, pero no me salen las cuentas. El coche “kamikaze” pretendía arrojarse contra la casta real, parece ser que concretamente contra la Monarca titular, pero ¿cuántas vidas se habrían ahorrado si no hubiera testas coronadas que hacer descender de la poltrona? Mejor aún ¿Cuántas vidas corresponden con las muescas hechas en los cetros reales de medio mundo? ¿Cuántas han sido sacrificadas para permitirles un lujo insultante, para consentirles la exhibición de lo superfluo? ¿Cuántas inocencias se han inmolado en sus alcobas? ¿Cuántas existencias se han extinguido por su seguridad, su bienestar y la manutención de su jerarquía? ¿Cuántas almas se han derrochado en beneficio de sus más groseros apetitos? ¿Cuántos seres han sido mutilados en aras del poder político? ¿Cuántas expiraciones inocentes pueden cuantificar los presidentes, mandatarios y tiranos de todo el globo? ¿Cuántas sensibilidades escarnecidas o asfixiadas, en sus despachos, en sus parlamentos, en sus calabozos, podrían justificar? ¿Cuántas energías y ánimas han sido desperdiciadas en pos de la voracidad industrial, comercial o financiera del caduco sistema capitalista? ¿Cuántas han fenecido careciendo de lo mínimo para que una minoría pueda disponer de lo máximo? ¿Cuántos son los muertos que podemos achacarle a este sistema, a todas las sociedades, a todos los gobiernos, a todas las economías?

Charles Chaplin, en su película de 1947, Monsieur Verdoux, hace decir al cínico asesino en serie que la protagoniza que “un asesinato te convierte en un villano y millones en un héroe”, lo cual podríamos traducir, sin vacilaciones, como la paradoja que condena el crimen cuando es ejecutado de forma individual y lo glorifica cuando tiene vocación de ampararse en la entelequia pública. Hoy, la realidad, no ha cambiado un ápice, y podemos seguir diciendo, al unísono con Verdoux, que “el número santifica”.

Ruymán Épater les Bourgeois

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