“El orgullo más barato es el orgullo nacional, que delata en quien lo siente la ausencia de cualidades individuales de las que pudiera enorgullecerse”.
Johann W. Goethe.
Surgió la llamada criatura humana, descendiente del árbol, y emergente del lodo. El homínido, animal industrioso, se diferenciaba de sus compañeros de garras y rabos por una mera cuestión: la sofisticación a la hora de reflexionar sobre lo que sentía. Decía Unamuno que lo que diferenciaba al hombre de los animales era su capacidad sentimental más que su racionalidad. Yo, con modestia, afirmo que todos los animales sentimos y –a nuestra manera– pensamos. La facultad humana para embrollar dichos fenómenos y convertirlos en un elemento abstracto, es lo que le confiere una gradación que antojadizamente ha establecido la “separación”. Es posible que el Homo sensible y pensante necesite de esta abstracción. De ella pueden florecer las más bellas obras de ingeniería fantástica, pero también puede ocurrir que –parafraseando a Goya– sus sueños produzcan “monstruos”. Los “monstruos” individuales causan poco temor, atormentan a su victima, angustian a su damnificado y después lo suelen abandonar dejándolo más sabio, fuerte y confiado que antes. Es un proceso que puede resultar útil. Pero ¡Ay de quienes rodean a aquellos que no se conforman con purgar a sus demonios personales! Pues aquellos que colectivizan fantasmas reposan en el lecho del tirano.
Las abstracciones humanas pueden mover a un sujeto a retrotraerse, a mirar incluso a épocas pretéritas, y el Homo nostálgico, puede mirar con agrado el tiempo en que se columpiaba en los árboles, cuando rectaba por el fango, o nadaba en la charca. Otros se envalentonan, miran a un futuro incierto, y componiendo al Homo positivista se dedican a embarcarse en el culto al progreso continuo, a una civilización cuyos cimientos se fraguan con sangre y huesos. Este sujeto cree que el mundo que imagina es el mejor posible, y desde luego para él es algo completamente cierto. Hace entonces acopio de orgullo y se declarar velador de su charca, de su lodo o de su árbol, tanto como el otro lo hace con su quimera, su expectativa y su industria. El problema le llega al hombre cuando no esta contento con ser creador de su propio mundo, de sus fantasías y sus pesadillas; no conforme con eso trata de que los demás compartan sus seguridades y sus miedos.
Pero ¿Tiene esto algo de malo? Desde luego que no, todos queremos compartir nuestras conclusiones, confrontarlas con los demás y ver cuanto aguantan con el contacto exterior… El problema surge cuando este proceso no se realiza de forma voluntaria, y existen muchas forma de que la voluntariedad se vea eclipsada o sojuzgada. Hablaré aquí solo de tres. Una de ellas es la “clásica”, es decir, mediante la fuerza bruta: el estacazo en la cabeza, la bayoneta en las tripas o la bomba atómica sobre las cabezas… Todo esto mueve a la gente a tomar decisiones que voluntariamente, libre de presiones externas, no tomaría. Otro método es del ahogamiento material: córtale a un individuo todo medio de proporcionarse unas lentejas y te habrás ganado un fiel perro faldero, suminístrale un sueldo, exiguo pero regular, y te tomará por un dios, aprópiate de la riqueza que él produce y será tu esclavo… La opresión económica obliga a la gente a comportarse y a actuar contrariamente a lo que sus libres disposiciones le dictan. El tercer método es el engaño –esto se produce aun sin tener que utilizar mentiras “especificas”–, surge cuando a un individuo o grupo de individuos se le convence de que es aquello que voluntariamente no ha decidido ni escogido ser. Cuando a un individuo se le confirma que de forma connatural, endémica, innata, es esto o aquello otro, cuando en su mente virgen de niño se le inocula unas creencias, unas tradiciones, una fe, el culto a una ley, oficiosa u oficial, pero siempre sacra, cuando el individuo es absorbido por las creencias de otro sujeto, erigido en colectivo por la fuerza del número, y se le inculca el acatamiento a toda una sarta de elucubraciones personales trasmutadas en generales, debemos contemplar, indiferentes o compungidos, el sacrificio de un ser mutilado en el altar de la abstracción colectiva.
Es este el proceso que ha movido al Anarquista a rechazar toda abstracción mayestática que haya tratado de ceñirse sobre el individuo sin su consentimiento explicito. Esta es la postura consecuente del Anarquista –comúnmente– antiteologista en religión, nihilista en filosofía, herético en las doctrinas, iconoclasta temperamental, asocial cuando el “rebaño” le obliga, antipolítico ante el poder que se cierne sobre la polis, anabaptista que abomina del rey-oro, socialista que aborrece al capital constituido en dios, y apátrida que gusta reírse del nacionalismo aún en tiempos de tormenta y lluvia de banderas.
Podemos afirmar con consecuencia que existen dos dimensiones dentro de las abstracciones: las individuales, ante las que nada tenemos que objetar; y las colectivas, solo invalidas cuando el átomo individuo es obligado a unirse al recetario de dicha composición química.
Un buen ejemplo de abstracción que se desenvuelve por ambos campos es el de la creencia en dios ¿Alguien puede aducir algo en contra de dicha creencia cuando la fe en la misma, su verdad o su mentira, solo afecta al sujeto sostenedor de dicho planteamiento? Cualquier que se negara a que yo creyera en lo que quisiera sería un déspota emboscado, pues nadie puede hacerme comulgar en contra de mi concurso y mi Voluntad… y esto es algo completamente valido aún si se vivieran tiempos de un ateismo generalizado. Ahora bien ¿Si el individuo creyente no puede ser obligado por una comunidad atea a abandonar sus creencias, puede obligar una comunidad creyente a “convertirse” a un individuo ateo? El caso es exactamente igual, no obstante, presenciamos a todas horas como tal proceso se produce a cada instante, tanto con los aspectos religiosos, como los que abarcan a las modas, los usos y costumbres, las identidades y las ideas.
El método es sencillo, no bastan las evangelizaciones y las persecuciones, crucifijo en mano, que se creen relegadas al pasado… la peor forma de adoctrinamiento es la que se produce nada más nacer y la que se reproduce cuando el niño, convertido ya en adulto díscolo, se ha resistido a los influjos de la “educación” y se convierte ahora en un “escéptico recalcitrante”. El problema de la religión no se produce, por tanto, cuando es un asunto personal que, mayoritaria o minoritariamente, puede ser compartido y celebrado. El gran conflicto, inevitable, entre Individuo y Colectivo, es cuando la mayoría religiosa determina qué: “este pueblo tiene, per se, tal confesión”, “todos los nacidos aquí tenemos tales creencias”, “esta nación es autóctonamente católica, apostólica y romana”. El niño es entonces “amaestrado” en la observancia ciega de este credo, y si su mente consigue desinfectarse del veneno obligatorio, toda su vida adulta tendrá que pasarla sabiéndose un marginado de sus propias incertidumbres, de sus personales dudas, de su deseo, siempre amenazado de castración, de cuestionarse la validez del mensaje externo.
Toda idea, toda fe, toda creencia, todo razonamiento, es un mortal enemigo cuando subvierte su carácter personal y gravita de forma obligatoria sobre todos los que han tenido la desgracia de ser paridos, o plantar sus pies, sobre un terreno determinado.
Si se entiende tal cosa, si puede comprendérseme cuando hago referencia a la religión ¿Se volverán las mentes obtusas cuando hable de las distintas abstracciones nacionales, raciales, étnicas, culturales, genéricas, patrióticas, sexuales, tradicionales e históricas? Poco me importa el valor “científico” de las mismas, de igual modo que no he discutido la inexistencia o existencia de dios, tampoco perderé el tiempo en cuestionarme la porción de “realidad” que tengan los planteamientos colectivos, solo me interesa analizar nuestra potestad para afirmarlos o negarlos personalmente y la invalidez de todo concepto que se pondere y postule como “intrínsecamente colectivo”.
Como a un buen amigo mío le interesa más el tema de la etnicidad que el de las llamadas “razas”, “patrias” y “naciones”, me centraré más en ese punto, aunque personalmente creo que todas las ideas “innatistas” son intercambiables.
Se puede definir –laxamente– a la etnicidad como la creencia de determinados sujetos de estar sujetos por unos lazos comunes bien definidos, estos lazos pueden ser territoriales, religiosos, históricos, lingüísticos, o más comúnmente culturales (término que a veces suele abarcar a algunos de los anteriormente mencionados). En resumidas cuentas es la idea de diferenciación colectiva que mueve a un individuo concreto a sentirse identificado con un grupo determinado. ¿Qué tendría esto de malo?, absolutamente nada, las ideas no pueden anularse en función de lo estrechas o amplias que sean, no existen parámetros de generosidad o de endogamia, tal y como un dios monoteísta no es superior a un panteón de diversas deidades, ni un dios vengativo y cruel se convierte en una abstracción de distinta categoría que uno sonriente y rechoncho. Las ideas podrán resultarnos más o menos simpáticas, pero mientras solo repercutan en quién ha decidido formularlas o adoptarlas, mientras el creyente sea el único afectado, a nadie le importa con que quiera uno revelarse o engañarse.
Ahora bien, es algo evidente que la abstracción dios pueden mantenerse en solitario, pero ¿puede uno perpetuar la abstracción etnicidad sin el concurso colectivo de otros? Uno, personalmente, puede inventarse o incrustarse en tal o cual pueblo, puede sentirse perteneciente a una etnia de las antípodas o a la que descubrió al doblar la esquina, puede llamar su “nación” a un amplio espectro celestial o reducirla a su casa, puede brindar por su “patria” en un balcón o coronando una montaña, pero no puede diseñar su concepto colectivo sin contar con un territorio al que “regalarle” unas humanizadas características especiales que subyacen de la propia orografía y, aún cuando pudiera prescindir de esto, le es imposible fijar su abstracción personal en el espectro que le corresponde sin contar con la incorporación de otros sujetos a los que sentirse ligado, ni de un colectivo al que adjudicarle un poso cultural y pueda llamar “suyo”.
El individuo que defiende la abstracción étnica no puede contentarse, como el creyente religioso, con serlo en soledad, de formas intima, por el contrario, tal y como reza su definición: “necesita sentirse identificado con un grupo concreto y entablar lazos con el mismo”. Por tanto, mientras que el cristiano convencido seguiría siendo cristiano aún cuando nadie compartiera su fe, y el Anarquista seguiría siéndolo aún en un mundo sojuzgado por el autoritarismo, al patriota le hace falta una patria, que no es más que la elucubración de un grupo de patriotas; al nacionalista una nación que se la obra del artificio de un grupo de nacionalistas; y al étnicista un grupo étnico que sea el resultado de las formulaciones culturales-folclóricas de un grupo de etnicistas.
Al etnicista le resulta entonces imperativo encontrar a un grupo de personas –comunmente llamado pueblo– al que otorgarle un bagaje cultural arquetípico, de corte tradicionalista y costumbrista. El Homo nacional, conocedor de que no puede subsistir –no sus ideas por lo menos– sin un colectivo, y sin un territorio común a dicho colectivo, tratará, por un lado, de determinar que los nacidos en dicho colectivo, y los componentes del mismo, tanto como los engendrados sobre dicho territorio, sean poseedores de unas “características especiales”, diferenciales, que justifiquen su carácter exclusivo –a fin de validar la existencia de esos lazos específicos. Por el otro de que esas características no puedan ser rehuidas o ignoradas por los componentes de dicho colectivo, ni por los habitantes de dicho territorio, pues si eso pasara el invento nacional se “extinguiría”.
En consecuencia el Homo patriota tiene que establecer la constricción de miles de niños a unos “valores” perfectamente estipulados, son sus mentes silvestres ahogadas en conceptos que les son ajenos, pues para los niños, como para los animales, no existen las abstracciones, por tanto no conciben ni la abstracción etnia, ni la de nación, ni la de patria (tal y como nos explicaba Stirner) y se observará a pléyades de muñequitos rotos dándole vivas a una idea que desconocen, vitoreando un supuesto sentimiento que no son capaces de sentir y levantando algún bracito o alguna bandera para gritar que tal o cual porción de tierra a de situarse “Arriba”.
El etnicista esta obligado a circunscribir a los lugareños de tal o cual páramo a unas ideas, rutinas y costumbres limitados, obligando a su vez a los pobres receptáculos a dotar de una naturaleza diferente a lo que nunca hicieron, o a lo que hacían de una forma armónica, bella y sin artificios, sin necesidad de concretarla como un “patrimonio nacional”. Son, sin paliativos, todos los individuos constreñidos a una tónica que no han elegido por si mismos, condenados a un lecho de Procusto que nunca imaginaron, presionados para que se amolden al la moral, los criterios y valores del pro-común, son mirados con recelo si se atreven a disentir y en tiempos de guerras intestinas, de purgas interinas o de luchas externas, imperiales e invasivas, corren la suerte de los traidores, y con suerte pasan de la marginación a colgar de un farol.
La raza necesita de individuos que se sientan identificados con ella, que tengan una facultad discriminadora para sentirse diferentes, que le achaquen a su pigmento una condición de exclusividad, no solo en el sentido elitista del término, sino simplemente en el de “único en su especie”. Y así comprobamos una de las más grandes ironías sociales, si el individuo pretende considerarse único, y alejar de su piel todo concepto racial, de su mente todo patrón cultural, de sus ojos toda venda de etnicidad, de sus pies todo concepto de nación, y de su espalda toda gabela cobrada por la patria, se convierte entonces en un despreciable hereje, un egoísta que viola los sagrados principios del pueblo que lo crió, acogió y amansó, pues solo el pueblo, la raza, la etnia, la nación y la patria, pueden declararse únicas.
En definitiva, no existe patriota sin país, ni nacionalista sin un obligatorio proyecto colectivo, ni etnicista que pueda prescindir de endosarle a un grupo de gente la abstracción que solo él ha decidido, aún a despecho de la voluntad ajena, de la autonomía del individuo completo en su particularidad, y de la inocencia del niño sin color, sin costumbres, ni tradiciones, ni pendones ondeantes, ni más lazos que los afectivos… los que no entienden de suelos, de culturas, de idiomas, de historias, ni de nada ajeno al amor propio, aquel que se fundamenta en sí mismo, y para sí mismo.
Por tanto, hemos de concluir que no existe una abstracción colectiva, llámesele como guste, que no este dispuesta a contar con mi “participación”, obligada o voluntaria, que no pueda establecerse sin mi “colaboración”, forzada o convencida, y que en consecuencia no pueda jamás dejar al individuo a sus anchas. Puede existir un dios en el interior de un individuo, puede existir muchas abstracciones sin necesidad de obligar a los demás a limitarse a las fronteras y lindes que solo uno a fijado, pueden existir sentimientos que no vallen las sensibilidades ajenas, puede existir un proyecto que no constriña a un determinado número de individuos a ratificar más que lo que individualmente deseen en su fuero interno; pero no podemos establecer que los nacidos en tal territorio son así, sin amputar las singularidades de los mismos, no podemos establecer que los naturales de tal pueblo son, a golpe de costumbre, de una manera determinada, sin anular las peculiaridades de los aludidos, no se pueden fijar las “cualidades” de un grupo de personas concreto sin obligarles, a fuerza de tradición, a contentarse con ser lo que otros quieren, en contra de las diversas y múltiples formas que nacen de las fibras particulares de todo Individuo.
Tales son mis apreciaciones sobre las cosas. Para mi la identidad es algo que germina en uno mismo y que solo uno mismo puede cultivar, los demás, pueden compartir nuestros intereses, colaborar y apoyarnos mutuamente. Si se quiere, podemos expandirnos y florecer a la vez, pero no puede nuestra identidad ser el producto de lo determinado por otros hacen décadas, quizás siglos o milenios, ni tampoco el resultado de una alambicada obra de albañilería mayestática o generacional. Entonces el individuo es absorbido, neutralizado, y sus “hacedores” pretenderán convertirse en sus ejecutores… ellos dictaminaran al canon colectivo sobre lo licito o lo ilícito, sobre lo socialmente beneficioso y lo socialmente punible, y el individuo libre, amo de sus propios pasos, se convertirá en la alienada marioneta del imperante dogma general, en la victima, y a la vez velador y salvaguarda, de los fundamentos de la patria y los principios de los hombres constituidos en masa y reducidos a raza, etnia o nación ¿No es esto acaso lo que padecemos hoy?
En conclusión, el día que se presente un etnicista que no necesite de otros, más que de si mismo, para crear y establecer su etnia, ni un nacionalista, ni un patriota, que reclamen la circunscripción connatural a una abstracción colectiva, ese día, libres de cuestiones congénitas y de deberes ancestrales, lo que ellos dicen se entenderá como una simple, más acertada para algunos o más errada para otros, abstracción personal, y el conflicto entre el Individuo apátrida y el Colectivo pan-aglutinador habrá desaparecido... solo existirá entonces un pequeño problema: si el factor que fija unos limites sobre el colectivo desapareciera, entonces los géneros, el hombre y la mujer, las razas, las etnias, las naciones y las patrias, también habrían empezado a desaparecer, y quizás ese día, podremos empezar a hablar en clave personal, un diálogo libre entre Tú y Yo.
Fdo: El Hombre Guillotina
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