LAS BOMBAS
Tenían un encanto fuerte para nosotros; de abismo y sol. Más que con hierros y fuego, se llenaban con ideas. Eran cráneos que estallaban. Y ése era su encanto trágico. Decíamos: su móvil es la justicia. Hay que llorar mucho, entonces, antes de matar a nadie. Pues si el que las tira es uno, los que las cargamos somos todos. Su carga son nuestras penas de sangre, dolor y lágrimas. Por eso estallan así, siempre contra los tiranos: nunca jamás contra el pueblo. Y el dinamitero era como un hermano mayor. Más aún: como nuestro padre, matando para salvarnos. Gracias a él, y cada tanto, podíamos erguir la frente, ver consternarse al burgués, y ser, por un instante siquiera, temidos y respetados. ¡Ah, sí!
Tenían un supremo encanto de abismo y sol. Eran nuestras. Su estallido era el de un cráneo cargado con nuestras penas. Pero, ahora... Ahora hablamos de las bombas avergonzados. Ya no las carga una angustia, sino una furia. Ya no estallan más tampoco al paso de los tiranos, sino a los pies de los niños; no son justicieras ya; son criminales, bandidas. Cualquier bruto uniformado las vuelca desde su. Máquina sobre una ciudad que duerme, un campo de labradores, o una aldea que canta o reza. Al azar; donde caen, caen.
Estamos avergonzados. Ayer... ¿Ayer?... Todos los días los diarios nos notician las hazañas de los bombardeos burgueses. Las siembran sus aparatos -aviones o zeppelines- desde la altura. Y llueven sobre las gentes la muerte injusta y cobarde; igual que la vida de ellos.
¡Ah, nuestras bombas!... Estamos avergonzados. ¡Avergonzados!
Rodolfo González Pacheco
Tenían un encanto fuerte para nosotros; de abismo y sol. Más que con hierros y fuego, se llenaban con ideas. Eran cráneos que estallaban. Y ése era su encanto trágico. Decíamos: su móvil es la justicia. Hay que llorar mucho, entonces, antes de matar a nadie. Pues si el que las tira es uno, los que las cargamos somos todos. Su carga son nuestras penas de sangre, dolor y lágrimas. Por eso estallan así, siempre contra los tiranos: nunca jamás contra el pueblo. Y el dinamitero era como un hermano mayor. Más aún: como nuestro padre, matando para salvarnos. Gracias a él, y cada tanto, podíamos erguir la frente, ver consternarse al burgués, y ser, por un instante siquiera, temidos y respetados. ¡Ah, sí!
Tenían un supremo encanto de abismo y sol. Eran nuestras. Su estallido era el de un cráneo cargado con nuestras penas. Pero, ahora... Ahora hablamos de las bombas avergonzados. Ya no las carga una angustia, sino una furia. Ya no estallan más tampoco al paso de los tiranos, sino a los pies de los niños; no son justicieras ya; son criminales, bandidas. Cualquier bruto uniformado las vuelca desde su. Máquina sobre una ciudad que duerme, un campo de labradores, o una aldea que canta o reza. Al azar; donde caen, caen.
Estamos avergonzados. Ayer... ¿Ayer?... Todos los días los diarios nos notician las hazañas de los bombardeos burgueses. Las siembran sus aparatos -aviones o zeppelines- desde la altura. Y llueven sobre las gentes la muerte injusta y cobarde; igual que la vida de ellos.
¡Ah, nuestras bombas!... Estamos avergonzados. ¡Avergonzados!
Rodolfo González Pacheco
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