El Asesinato de un Hombre
Ruymán Rodríguez de Vesania
El gobierno de los Estados Unidos de América ha hecho público que ha asesinado a Osama bin Laden, asesino a su vez. Según reconoció bin Laden él estaba detrás de la masacre de las Torres Gemelas y de otros atentados igual de catastróficos; como consecuencia el gobierno estadounidense añadió dos matanzas más a la lista que en forma de guerra aún siguen, de una u otra forma, activas: lo que está pasando en Afganistán e Iraq. Además dicho gobierno levantó un centro de tortura en la forma del campo de concentración de Guantánamo. Y ahora ha asesinado a varias personas, entre ellas al propio bin Laden. Bien, la razón pública dice que bin Laden ha muerto por asesino, concedámosles su “ley del talión”, pero ¿quién matará entonces a los responsables de las citadas guerras, de las torturas y desapariciones y a quienes dieron la orden de meterle un tiro en el ojo a bin Laden? ¿Las vidas de unos merecen menos venganza (venganza, la justicia aquí no tiene cabida) que las de otros? ¿Hablamos quizás del derecho de respuesta del primer agresor? Entonces, amigos míos, que medio mundo se lance a la guerra contra el Imperio Americano para saldar afrentas pasadas (si sólo contáramos las de la segunda mitad del siglo XX, una infinidad de países, desde Vietnam a Chile, tendría el derecho de clamar sangre y declararles la “guerra santa”).
Quizás algunos de vosotros os habéis regocijado con la noticia, saberos palmeros de un simple asesinato. Del enunciado: “Un hombre llamado bin Laden ha sido asesinado”, tal vez no seáis conscientes de que no sobra ninguna palabra. El tal bin Laden, por monstruosos que fueran sus actos, no dejaba de ser un hombre, una persona, un ser humano (como los que murieron por él o como los que lo mataron). Su muerte no es una “muerte”, un “fallecimiento”; es un asesinato. Y vosotros lo celebráis sin comprender que los mismos motivos creían tener los que celebraron lo del 11 de Septiembre o los presos de ETA cuando pedían champán para celebrar algún atentado. ¿Cómo puede alguien haberse alarmado por eso, si hoy se habla con frivolidad y sorna del tema “bien Laden”, si en muchas partes la gente habla alborozada del derramamiento de sangre, si una turba frenética ha salido en Estados Unidos a disfrazarse y a celebrarlo con banderas (seguramente muchos de ellos “cristianos devotos” y “humanistas biempensantes”)? Recuerdo cuánto horror causaban aquellas caras en Oriente Próximo (muchas imágenes se supieron más tarde manipuladas) agitando banderas para celebrar supuestamente algún atentados de Occidente. Recuerdo cómo se enfocaba a las mujeres entonando algún canto tribal y cómo la gente se llenaba de odio y pedía que “los mataran a todos”. Recuerdo las invocaciones a Franco, al paredón, al garrote vil, cuando transcendía que algún miembro de ETA estaba celebrando en su celda las consecuencias de algún atentado. ¿Y ahora, perros del amo, salís a ladrar y a celebrar que los muertos son de otros y que la fiesta es vuestra?
Los detalles que han transcendido del asesinato y las consecuencias posteriores, en la calle y en los medios de comunicación, me han reafirmado en mi opinión de que el mundo está afectado, en su mayoría, de una grave psicopatía no diagnosticada tan sólo porque el mundo sigue activo, produciendo, porque su “enfermedad colectiva” no afecta al “curso normal” de las cosas. El miserable psicópata aislado eclipsa con su espectacularidad a todo un pueblo que se revuelca, como cerdos, en la sangre, o que se ríe con carcajada gruesa de que “a unos moros malos les hayan reventado la sesera” (así se los explicaba un “venerable” padre a su hija pequeña [calculo que de unos 5 o 6 años] hace unos días en la guagua [autobús]). Se sabe del asesinato de bin Laden que murieron muchos otros a parte de él (téngase en cuenta que lo poco que sabemos lo conocemos por parte de los propios asesinos, lo cual, si nuestro criterio no está del todo anulado, debería hacernos sospechar de que, por mucho que los jalee una muchedumbre hambrienta de vísceras, los asesinos se reservan todos las datos que puedan dejarlos malparados), que obtuvieron el punto exacto de su ubicación gracias a torturas (así lo ha reconocido un gilipollas, encorbatado, repeinado, con piel nívea, desde un atril oficial. Por otra parte, una buena excusa para justificar el uso de esa práctica: “ahora ningún remilgado podrá negar –parecen decir los hombres de Estado– que la tortura da resultado”), ante lo cual nadie parece escandalizarse (y no porque negativamente se esperen esos métodos de todo Gobierno, sino porque se aprueban), y que todo lo presenció una niña de 12 años, familiar de bin Laden, que ahora está siendo retenida e “interrogada”. Imaginaos que yo os cuento que tengo la orden de liquidar a un tío y que para ello torturo brutalmente a unos cuantos (según las indicaciones de los verdugos a través de la “digna vía” de la “estrangulación simulada”), que obtenida la información me meto en la casa y me dedico a meter tiros en la cabeza y en los ojos a troche y moche a un grupo de gente desarmada, todo ello delante de una niña de 12 años. ¿Me aplaudiríais?, ¿sería un héroe?, ¿me invitaríais tan siquiera a cenar?
Por lo menos hay que “reconocerles” a los asesinos que, según informan, le dieron al asesinado un “funeral” acorde a la religión del susodicho. ¡Curiosa y vomitiva paradoja! Se respeta la religión de un sujeto, después de matarlo, porque hay que tener la previsión de no violar ningún precepto divino, pero ¿acaso lo de asesinar a un hombre no violaba “ligeramente” algún código religioso generalmente aceptado, aunque sea en el papel, por todas las escuelas místicas? Los asesinos tienen el escrúpulo religioso de “procesar” correctamente los restos de su víctima, pero pueden pisotear la vida de éste sin que correlativamente tengan que escupirles en la cara ni a Jehová, ni Alá, y sin tener tampoco que dejar de rezar cada noche antes de dormirse arropados por su conciencias tranquilas (puede que dispongan, los que sean católicos, hasta de bula papal).
Sigo. Según Obama, ese “libertador” (el mascarón tras el que se “humaniza”, ante la opinión pública, todos los desmanes gubernamentales. Por suerte gracias a él se ha confirmado una vez más que gobierne quien gobierne, sea hombre o mujer, negro o blanco, obrero o burgués, la consecuencia es siempre la expoliación y el homicidio colectivo), él dio la orden de matarlo (asesinarlo), no de “atraparlo vivo”, y el tío suelta, con orgullo, que ordena asesinar a un hombre (por otra parte, la orden que se repite diariamente en todos los despachos estatales, sólo que esta vez se reconoce de forma pública) y se queda tan tranquilo; probablemente no habrá faltado a misa el domingo siguiente, ni su cónyuge habrá dejado de rodearse, en algún acto de propaganda, de miríadas de niños a los que se les enseña lo del “no matarás”. Seguramente si el asesinato no hubiera sido in situ hubieran acabado asesinándolo de otra forma más convencional (inyección letal, etc.), y hacer que una persona se pudra en la cárcel no es menos sádico que matarlo, pero el hecho de reivindicar que se ordenó matar a un hombre desarmado (dato que se repetía con orgullo) demuestra que cuando el poder se sabe respaldado por la “mayoría popular” es capaz de enseñarnos una mínima parte de su trasfondo (véase nazismo).
Sin embargo, es lógico esperar eso del gobierno, ¿pero y de la gente que vive bajo ese u otro gobierno? Lo más impactante ha sido la reacción de la gente. Podemos pensar que es “natural” que aquél que sufriera en propia carne, o que quedara muy afectado por lo del 11-S, se “alegre”, en cierta forma, de lo ocurrido. Algunos lo han comparado con cuando murió Franco. Sin entrar en lo cuestionable o no que es celebrar la muerte de una persona, creo que existe una notable diferencia entre cuando se comete un acto de insensibilidad, de rencor puro, de venganza emocional, en el paroxismo de los acontecimientos, movidos por la rabia y la adrenalina de la inmediatez, a cuando la gente, muchos de ellos indiferentes ya ante esos sucesos, sale a celebrar pasada ya una década, gregariamente, la muerte de un hombre simplemente por que es lo que hace todo el mundo y es por tanto lo que se tiene que hacer. La euforia, como de una celebración deportiva, la felicidad por esa noticia en la cara de adolescentes (quizás no tuvieran más de 5 años cuando eso pasó), un gusto por la sangre que excede de lo instantáneo del momento que se festeja, el júbilo con el que se hondean banderas patrias y se levantan carteles insultantes, creo que no guarda relación alguna con la pobre familia que descansa al saber que el violador de su hija o el conductor borracho que la arroyó ha muerto. ¿Acaso vemos en esos casos correr el alcohol, las bromas macabras y las cuchufletas frívolas? Vemos constricción íntima, y la necesidad por nuestra parte de no pedirles perfección a las víctimas. Estas manifestaciones de sevicia, de alegría mezclada con crueldad, esos baños colectivos de baba y sangre, es el culto al asesinato y a los asesinos, es el orgasmo popular ante la exposición de las vísceras ajenas. Un acto que no guarda ninguna diferencia con los que se le achaca al asesino cuya muerte se celebra.
Por otro lado, ante la muerte de Franco, por ejemplo, no hemos de olvidar que, mientras algunos lo celebraban, el resto le rendía honores. Es decir, la “mayoría visible” desfilaba ante su ataúd, mucha “gente de bien” lloraba compungida, y la gente que se alegraba por su fallecimiento no lo hacía, por tanto, por un acto de arribismo, de entusiasmo por el momento, de sadismo socializado. La gente lloraba la muerte de un asesino como hoy se ríen por la de otro. La celebración de la muerte de bin Laden no coincide con la celebración por la muerte de Franco, pues, a nivel de atrofia de rebaño, de actividad pesebrezca, de dejarse mover por la fuerza de la mayoría, coincide con su “velatorio nacional”. Los que sonreían con la muerte del “Caudillo” eran conscientes de contradecir lo que se le dictaba al público, de estar cometiendo un acto de iconoclasia; podrá hablarse de Sensibilidad e Insensibilidad, pero no de mimetismo. Los que no lloraban con la muerte de Franco, ni ríen ahora con la de bin Laden, son, simplemente, los que conservan en sí algo de Individualidad. No seré yo quien conforme mi felicidad por mi forma de alegrarme por la vida o la muerte de un ser que desnudo es tanto como yo, o como tú, pero si mañana se muriera Juan Carlos I y yo no saliera como un repugnante borrego a cantarle alabanzas y a llorar su pérdida, a llenarme el pelo de cenizas y desgarrarme la ropa por la muerte de tan “magnánimo soberano”, me encontraría en la misma situación en la que estoy ahora al no alegrarme por la muerte de otro hombre y atreverme a llamarlo asesinato. Hoy me atrevo también a llamar al Rey asesino de estómagos y “real” parásito, lastre histórico de una estirpe de tarados, sacamantecas y “asesinos de masas”, basura coronada y padre de un prole de vampiros bastardos, pero si mañana el pueblo se sublevara y lo colgara de una picota, por justa que viera la sublevación, no sería yo de los que irían a escupir el cadáver o a arrastrarlo con un carro, pues si como decía Albert Libertad, no practico el “culto a la carroña”, tampoco soy de los que se regodean con la sangre, los huesos y la carne de un ser que bajo su uniforme, galones y demás estupideces no deja de ubicarse un corazón, por ocluido que esté. Yo, como Malatesta, soy de los que piensan que si para ganar una Revolución hubiera que reproducir los mismos métodos autoritarios que despreciamos y fijar una horca y un cadalso en plaza pública, yo prefería perder (la Revolución supone ruptura, no continuación ni perpetuación).
Sin embargo, lo único que rutila en este mundo nuestro es la manipulación y el consiguiente seguidismo. La actitud de los medios de comunicación ha sido especialmente sangrante. Se han cuidado muy mucho de no hablar de “asesinato”: “bin Laden ha muerto”, “han matado a bin Laden”, así lo han dicho. Han conseguido ascender el eufemismo a la categoría de soniquete. Si asesinar a un hombre es quitarle la vida con premeditación y alevosía ¿por qué no se puede decir que han asesinado a bin Laden? ¿Es que sólo se puede asesinar a “gente buena”? ¿Acaso las fuerzas especiales que le hicieron fenecer y los políticos que dieron la orden lo hicieron todo de forma espontánea, movidos por un momentáneo impulso homicida? bin Laden, en puridad semántica, fue asesinado, por mucho que el periodismo mercenario se ahorre el término. Cuando los miembros de ETA perpetran un atentado cometen, desde luego, un implacable asesinato; cuando alguno de ellos es interceptado en un control policial y saca la pistola, o responde a los disparos de la policía con más disparos, y resulta de la trifulca algún cadáver en las filas de la policía, por mucho que no fuera preparado, por mucho que causar la muerte no fuera la intención primera del que disparaba o transitaba con su coche hasta dar con ese control, los medios de comunicación jamás harán la concesión de ahorrarse la palabra “asesinato”. Dirán: “¿para qué llevaba la pistola el etarra si no?”, lo mismo podríamos decir de los policías: ¿para qué llevan las pistolas si no? Y sin embargo cuando la policía asesina a alguien (pues llevar un arma ya convierte, según el mismo razonamiento, el homicidio en premeditado), sea “terrorista no estatal”, “ladrón ilegal”, “asesino no sindicado”, etc., los medios de comunicación usan con especial predilección su término de cabecera, el verbo del cazador: “abatir”. “La policía abatió ayer a un peligroso delincuente”, “la policía se vio obligada a abatir a un buscado criminal”, así nos lo cuentan. Si alguien se atreviera a decir que si una persona armada te amenaza con un arma, y tú, si tienes un arma, no haces más que defenderte si la usas, y que esto es igual de válido para el policía como para el terrorista, o el atracador, etc., seguramente le acusarían de hacer apología de la violencia, del terrorismo y a saber de qué más. Pues yo digo sin miramientos que no existe el arma que no se emplee para aterrorizar o para matar y que como herramienta autoritaria no puedo más que despreciarla, pero también digo que cuando el policía, un ser humano como cualquiera por mucha autoridad que le conceda la artificial estructura del Estado, apunta a alguien con un arma, quien devuelve la amenaza o el disparo al policía no hace nada distinto de lo que ha hecho el otro, con la atenuante, para más inri, de la autodefensa ante una agresión primera. Matar hombres, asesinarlos, a eso se reduce el mundo en el que vivimos (y espero que las posibles consecuencias de este asesinato no me den la razón [consecuencias que sabrán capitalizar los Estados correspondientes, pero que sólo afectaran de forma directa al llamado “pueblo llano”]): de hambre o de un tiro en el ojo. Y no me duelen más los disparos de un bando que los de otro.
Concluyo por tanto que esta muestra masiva de hipocresía (matar está bien si lo hacemos nosotros pero no si lo hacen ellos), de insensibilidad, de manipulación, de doble rasero, me ha hecho acumular un profundo desprecio por algunos de mis semejantes. He recordado aquello que se decía de que los mismos que celebraban a la República del 31 eran los que después alzaban el brazo en el 39 para saludar a Franco. Sólo espero que si mis hermanos de sufrimiento han sido capaces de regodearse en experiencia tan atroz, sean capaces, en un futuro, de ayudarme a verlos con otros ojos.
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