lunes, 8 de septiembre de 2008

El Bautismo de la Anarquía

El Bautismo de la Anarquía
(Presentamos a continuación el fragmento del ¿Qué es la Propiedad?, elaborado por Joseph-Pierre Proudhon en 1840, y en el que se reivindica por primera vez el término Anarquía como sinónimo de Orden. Muchos lo han considerado un texto “fundacional”, pero realmente solo se trata de un musculoso ejercicio “nominal”; tratar de darle nombre a un sentimiento que escapa de todas las nomenclaturas, que evade todos los corsés sistemáticos, ese imperecedero elemento que a través de la historia hemos conocido como Desobediencia, Rebeldía, Libertad, y que hoy nos complacemos en llamar Anarquía)


[…] -¿Qué forma de gobierno es preferible? -¿Y aún lo preguntáis? -contestará inmediatamente cualquiera de mis jóvenes lectores-. -¿No sois republicanos? -Republicano soy, en efecto, pero esta palabra no precisa nada. Res pública es la cosa pública, y por esto quien ame la cosa pública, bajo cualquier forma de gobierno, puede llamarse republicano. Los reyes son también republicanos. -¿Sois entonces demócrata? -No. -¿Acaso sois monárquico? -No. -¿Constitucional? -Dios me libre. -¿Aristócrata? -Todo menos eso. -¿Queréis, pues, un gobierno mixto? -Menos todavía. -¿Qué sois entonces? -Soy anarquista. -Ahora os comprendo; os estáis mofando de la autoridad. -En modo alguno: acabáis de oír mi profesión de fe seria y detenidamente pensada. Aunque amigo del orden, soy anarquista en toda la extensión de la palabra […]

Desde el momento en que por la comparación de los méritos se reputó mejor al más fuerte, éste ocupó el lugar del más anciano y la monarquía se constituyó en despotismo.
El origen espontáneo, instintivo, y por decirlo así, fisiológico de la monarquía, le presta en sus principios un carácter sobrehumano; los pueblos la atribuyen a los dioses, quienes, según afirmaban, descendían los primeros reyes: de ahí genealogías divinas de las familias reales, las humanizaciones de los dioses, las fábulas del Mesías. De ahí la doctrina del derecho divino, que aún cuenta tan decididos campeones. La monarquía fue en un principio electiva, porque en el tiempo en que el hombre producía poco y apenas poseía algo, la propiedad era demasiado débil para sugerir la idea de la herencia y para garantizar al hijo el cetro de su padre. Pero cuando se roturaron los campos y se edificaron las ciudades, las funciones sociales, como las cosas, fueron apropiadas. De ahí las monarquías y los sacerdocios hereditarios; de ahí la herencia impuesta hasta en las profesiones más vulgares, cuya circunstancia implica la división de castas, el orgullo nobiliario, la abyección de todo trabajo físico […]

Ni la herencia, ni la elección, ni el sufragio universal, ni la excelencia del soberano, ni la consagración de la religión y del tiempo, legitiman la monarquía. Bajo cualquier forma que se manifieste, el gobierno del hombre por el hombre es ilegal y absurdo.
El hombre, para conseguir la más rápida y perfecta satisfacción de sus necesidades, busca la regia. En su origen, esta regla es para él viviente, visible y tangible; es su padre, su amo, su rey. Cuanto más ignorante es el hombre, más obediente es y mayor y más absoluta la confianza que pone en quien le dirige. Pero el hombre, cuya ley es conformarse a la regla, llega a razonar las órdenes de sus superiores, y semejante razonamiento es ya una protesta contra la autoridad, un principio de desobediencia. Desde el momento en que el hombre trata de hallar la causa de la voluntad que manda, es un rebelde. Si obedece, no porque el rey lo mande, sino porque el mandato es justo, a su juicio, puede afirmarse que no reconoce ninguna autoridad y que el individuo es rey de sí mismo. Desdichado quien se atreva a regirle y no le ofrezca como garantía de sus leyes más que los votos de una mayoría; porque, más o menos pronto, la minoría se convertiría en mayoría, y el imprudente déspota será depuesto y sus leyes aniquiladas.
A medida que la sociedad se civiliza, la autoridad real disminuye; es éste un hecho comprobado por la historia. En el origen de las naciones, los hombres no reflexionan y razonan torpemente. Sin métodos, sin principios, no saben ni aun hacer uso de su razón; no distinguen claramente lo justo de lo injusto. Entonces la autoridad de los reyes es inmensa, ya que no puede ser contradicha por los sometidos […]

Hasta ese momento todo sucede de modo instintivo, sin que los interesados se den cuenta exacta de ello; pero veamos el término fatal de ese movimiento. A fuerza de instruirse y de adquirir ideas, acaba el hombre por adquirir la idea de ciencia, es decir, la idea de un sistema de conocimientos adecuados a la realidad de las cosas y deducidos de la observación. Investiga entonces en la ciencia el sistema de los cuerpos inanimados, el de los cuerpos orgánicos, el del espíritu humano, el del mundo; ¿y cómo no investigar también el sistema de la sociedad? Una vez llegado a este punto, comprende que la verdad, en la ciencia política es independiente por completo de la voluntad del soberano, de la opinión de las mayorías y de las creencias vulgares; y que reyes, ministros, magistrados y pueblos, en cuanto son voluntades, nada significan por la ciencia y no merecen consideración alguna. Comprende al mismo tiempo que si el hombre es sociable por naturaleza, la autoridad de su padre acaba desde el día en que, formada ya su razón y completada su educación, se convierte en su asociado; que su verdadero señor y rey es la verdad demostrada; que la política es una ciencia y no un convencionalismo, y que la función del legislador se reduce, en último extremo, a la investigación metódica de la verdad […]

Así como el derecho de la fuerza y el de la astucia se restringen por la determinación cada vez mayor de la idea de justicia y acabarán por desaparecer en la igualdad, la soberanía de la voluntad cede ante la soberanía de la razón y terminará por aniquilarse en un socialismo científico. La propiedad y la autoridad están amenazadas de ruina desde el principio del mundo, y así como el hombre busca la justicia en la igualdad, la sociedad aspira al orden en la anarquía.

Anarquía, ausencia del señor, de soberano (El sentido que vulgarmente se atribuye a la palabra anarquía es ausencia de principio, ausencia de regla, y por esta razón se tiene por sinónima de desorden. (N. del A.)), tal es la forma de gobierno, a la que nos aproximamos de día en día, y a la que, por el ánimo inveterado de tomar el hombre por regla y su voluntad por ley, miramos como el colmo del desorden y la expresión del caos. Refiérase que allá por el siglo XVII un vecino de París oyó decir que en Venecia no había rey alguno, y tal asombro causó al pobre hombre la noticia, que pensó morirse de risa al oír una cosa para él tan ridícula. Tal es nuestro prejuicio. Cada uno de nosotros desea tener, sin darse a veces cuenta de ello, uno o varios jefes, no faltando comunistas que sueñan, como Marat, con una dictadura […]

Atribuir a un poder cualquiera el derecho del veto y de la sanción, es el colmo de la tiranía […]

El propietario, el ladrón, el héroe, el soberano, porque todos estos nombres son sinónimos, imponen su voluntad como ley y no permiten contradicción ni intervención, es decir, que intentan ejercer el poder legislativo y el ejecutivo a la vez. Por eso la sustitución de la voluntad real por la ley científica y verdadera no puede realizarse sin lucha encarnizada. Después de la propiedad, tal sustitución es el más poderoso elemento de la historia, la causa más fecunda de las alteraciones políticas. Los ejemplos de esto son demasiado numerosos y evidentes para que se detenga a enumerarlos.

La propiedad engendra necesariamente el despotismo, el gobierno de lo arbitrario, el imperio de una voluntad libidinosa. Tan esencial es esto en la propiedad, que para convencerse de ello basta recordar lo que la propiedad es y fijarse en lo que ocurre a nuestro alrededor. La propiedad es el derecho de usar y abusar. Por consiguiente, si el gobierno es economía, si tiene por único objeto la producción y el consumo, la distribución de los trabajos y de los productos, ¿cómo ha de ser posible con la propiedad? Si los bienes son objeto de propiedad, ¿cómo no han de ser reyes los propietarios, y reyes despóticos, según la proporción de sus derechos dominicales? Y si cada propietario es soberano en la esfera de su propiedad, rey inviolable en toda la extensión de su dominio, ¿cómo no ha de ser un caos y una confusión un gobierno constituido por propietarios? […]

Por tanto, no es posible gobierno, ni economía política, ni administración pública que tenga la propiedad por fundamento […]

La libertad es la anarquía […]

He concluido la obra que me había propuesto; la propiedad está vencida: ya no se levantará jamás. En todas partes donde este libro se lea, existirá un germen de muerte para la propiedad: y allí, más o menos pronto, desaparecerán el privilegia y la servidumbre. Al despotismo de la voluntad sucederá al fin el reinado de la razón. ¿Qué sofismas ni que prejuicios podrán contrarrestar la sencillez de estas proposiciones?

I. La posesión individual es la condición de la vida social. Cinco mil años de propiedad lo demuestran: la propiedad es el suicidio de la sociedad. La posesión es de derecho; la propiedad es contra el derecho. Suprimid la propiedad conservando la posesión, y con esta sola modificación habréis cambiado por completo las leyes, el gobierno, la economía, las instituciones: habréis eliminado el mal de la tierra.

II. Siendo igual para todos el derecho de ocupación, la posesión variará con el número de poseedores: la propiedad no podrá constituirse.

III. Siendo también igual para todos el resultado del trabajo, es imposible la formación de la propiedad por la explotación ajena y por el arriendo.

IV. Todo trabajo humano es resultado necesario de una fuerza colectiva; la propiedad, por esa razón, debe ser colectiva e indivisa. En términos más concretos, el trabajo destruye la propiedad.

V. Siendo toda aptitud para el trabajo, lo mismo que todo instrumento para el mismo, un capital acumulado, una propiedad colectiva, la desigualdad de remuneración y de fortuna, so pretexto de desigualdad de capacidades, es injusticia y robo.

VI. El comercio tiene por condiciones necesarias la libertad de los contratantes y la equivalencia de los productos cambiados. Pero siendo la expresión del valor la suma de tiempo y de gastos que cuesta cada producto y la libertad inviolable, los trabajadores han de ser necesariamente iguales en salarios, como lo son en derechos y en deberes.

VII. Los productos sólo se adquieren mediante productos; pero siendo condición de todo cambio la equivalencia de los productos, el lucro es imposible e injusto. Aplicad este principio elemental de economía y desaparecerán el pauperismo, el lujo, la opresión el vicio, el crimen y el hambre.

VIII. Los hombres están asociados por la ley física y matemática de la producción antes de estarlo por su asentimiento: por consiguiente, la igualdad de condiciones es de justicia, es decir, de derecho social, de derecho estricto; el afecto, la amistad, la gratitud, la admiración, corresponden al derecho equitativo o proporcional.

IX. La asociación libre, la libertad, que se limita a mantener la igualdad en los medios de producción y la equivalencia en los cambios, es la única forma posible de sociedad, la única justa, la única verdadera.

X. La política es la ciencia de la libertad. El gobierno del hombre, cualquiera que sea el nombre con que se disfrace, es tiranía; el más alto grado de perfección de la sociedad está en la unión del orden y de la anarquía.


[…] Y vosotros, pobres víctimas de una ley odiosa, vosotros a quienes un mundo estúpido despoja y ultraja, vosotros, cuyo trabajo fue siempre infructuoso y vuestro esperar sin esperanza, consolaos; vuestras lágrimas están contadas. Los padres han sembrado en la aflicción, los hijos cosecharán en la alegría.

¡Oh, Dios de libertad! ¡Dios de igualdad! Tú, que has puesto en mi corazón el sentimiento de la justicia antes que mi razón llegase a comprenderla, oye mi ardiente súplica. Tú eres quien me ha inspirado cuanto acabo de escribir. Tú has formado mi pensamiento, dirigido mi estudio, privado mi corazón de malas pasiones, a fin de que publique tu verdad ante el amo y ante el esclavo. He hablado según la energía y capacidad que tú me has concedido; a ti te corresponde acabar tu obra. Tú sabes. Dios de libertad, si me ha guiado mi interés o tu gloria. ¡Perezca mi nombre y que la humanidad sea libre! ¡Vea yo, desde un oscuro rincón, instruido al pueblo, aconsejado por leales protectores, conducido por corazones desinteresados! Acelera, si es posible, el tiempo de nuestra prueba; ahoga en la igualdad el orgullo y la avaricia; confunde esta idolatría de la gloria que nos retiene en la abyección; enseña a estos pobres hijos tuyos que en el seno de la libertad no habrá héroes ni grandes hombres.

Inspira al poderoso, al rico, a aquel cuyo nombre jamás pronunciarán mis labios en presencia tuya, sentimientos de horror a sus rapiñas; sean ellos los que pidan que se les admita la restitución y absuélvales su inmediato arrepentimiento de todas sus culpas. Entonces, grandes y pequeños, sabios e ignorantes, ricos y pobres, se confundirán en inefable fraternidad, y todos juntos, entonando un himno nuevo, te erigirán el altar, ¡Oh Dios de libertad y de igualdad!

Disquisiciones sobre la Propiedad

Disquisiciones sobre la Propiedad
(por William Godwin)
(Pequeño compendio extraído de Investigación sobre la Justicia Política)

La cuestión de la propiedad constituye la clave del arco que completa el edificio de la justicia política. Según el grado de exactitud que encierren nuestras ideas relativas a ella, nos ilustrarán acerca de la posibilidad de establecer una forma sencilla de sociedad sin gobierno, eliminando los prejuicios que nos atan al sistema de la complejidad. Nada tiende más a deformar nuestros juicios y opiniones que un concepto erróneo respecto a los bienes de fortuna. El momento que pondrá fin al régimen de la coerción y el castigo, depende estrechamente de una determinación equitativa del sistema de propiedad.

Muchos y evidentes abusos se han cometido con relación a la administración de la propiedad. Cada uno de ellos podría ser útilmente objeto de un estudio separado. Podríamos examinar los males que en ese sentido se han derivado de los sueños de grandeza nacional y de la vanidad de dominio. Ello nos llevaría a considerar las diferentes clases de impuestos, de índole territorial o mercantil, tanto los que han gravado los objetos superfluos como los más necesarios para la vida. Podríamos estudiar los excesos inherentes al actual sistema comercial, que aparecen bajo la forma de monopolios, patentes, privilegios, derechos proteccionistas, concesiones y prohibiciones. Podemos destacar las funestas manifestaciones del sistema feudal, tales como los derechos señoriales, los dominios absolutos, el vasallaje, las multas, el derecho de mayorazgo y primogenitura. Podemos destacar en igual sentido los derechos de la Iglesia, el diezmo y las primicias. Y podemos analizar el grado de justicia que encierran las leyes según las cuales un hombre que ha disfrutado durante toda su vida soberanamente de considerables propiedades, puede seguir disponiendo de ellas incluso después que las leyes de la naturaleza ponen un término a su autoridad. Todas estas posibles investigaciones demuestran la importancia extraordinaria del problema. Pero, dejando a un lado todos esos aspectos particulares, hemos de dedicar el resto de la presente obra al estudio, no de los casos particulares de abuso que eventualmente pueden surgir de tal o cual sistema de administración de la propiedad, sino de los principios generales en que todos ellos se fundamentan, los cuales, siendo en sí injustos, no sólo constituyen la fuente originaria de los males aludidos, sino también de muchos otros, demasiado multiformes y sutiles para ser expuestos en una descripción sumaria.

¿Cuál es el criterio que debe determinar si tal o cual objeto susceptible de utilidad debe ser considerado de vuestra propiedad o de la mía? A esta cuestión sólo cabe una respuesta: la justicia. Acudamos, pues, a los principios de justicia.

¿A quién pertenece justamente un objeto cualquiera, por ejemplo, un trozo de pan? A aquel que más lo necesita o a quien su posesión sea más útil. He ahí seis personas acuciadas por el hambre y el pan podrá satisfacer la avidez de todas ellas. ¿Quién ha de afirmar que uno sólo tiene el derecho de beneficiarse del alimento? Quizá sean ellos hermanos y la ley de primogenitura lo concede todo al hermano mayor. ¿Pero puede la justicia aprobar tal concesión? Las leyes de los distintos países disponen de la propiedad de mil formas distintas, pero sólo puede haber una conforme con los dictados de la razón.

Veamos otro caso. Tengo en mi poder cien panes y en la próxima calle hay un pobre hombre que desfallece de hambre, a quien uno de estos panes podría preservar de la muerte por inanición. Si sustraigo el pan a su necesidad, ¿no cometeré acaso un acto de injusticia? Si le entrego el pan, cumplo simplemente un mandato de equidad. ¿A quién pertenece, pues, ese alimento indispensable? Por otra parte, yo me encuentro en situación desahogada y no necesito ese pan como objeto de trueque o de venta para procurarme otros bienes necesarios para la vida.
Nuestras necesidades animales han sido definidas hace tiempo y consisten en alimento, habitación y abrigo. Si la justicia tiene algún sentido, es inicuo que un hombre posea lo superfluo, mientras existan seres humanos que no dispongan adecuadamente de esos elementos indispensables.

Pero la justicia no se detiene ahí. Todo hombre tiene derecho, en tanto que la riqueza general lo permita, no sólo a disponer de lo indispensable para la subsistencia, sino también de cuanto constituye el bienestar. Es injusto que un hombre trabaje hasta aniquilar su salud o su vida, mientras otro nada en la abundancia. Es injusto que un ser humano se vea privado del ocio necesario para el cultivo de sus facultades racionales, en tanto que otro no contribuye con el menor esfuerzo a la riqueza común. Las facultades de un hombre equivalen a las facultades de otro. La justicia exige que todos contribuyan al acervo común, ya que todos participan del consumo. La reciprocidad, tal como lo demostramos al considerar separadamente la cuestión, constituye la verdadera esencia de la justicia […]

Esta cuestión podrá ser enfocada aún con mayor claridad si reflexionamos un instante acerca de la significación del lujo y del derroche. La riqueza de una nación puede calcularse por el conjunto de los bienes que son consumidos anualmente en ella, dejando a un lado los materiales y los medios que se requieren para producir lo necesario para el consumo del año próximo. Considerando que esos bienes son el producto del trabajo realizado en conjunto por sus habitantes, hallaremos que en los países civilizados un campesino no consume generalmente más que una vigésima parte del valor contenido en su trabajo, en tanto que el rico propietario consume el equivalente al trabajo de veinte campesinos. El beneficio indebido que recibe este privilegiado mortal, es realmente extraordinario […]

No deja de ser despreciable el motivo del aplauso de que suele ser objeto el hombre rico. Aplaudidme porque mi antepasado me legó una vasta propiedad, parece decir su ostentación. ¿Pero qué mérito hay en ello? Uno de los primeros efectos de la riqueza consiste, pues, en privar a su poseedor de las genuinas facultades del entendimiento y en hacerle incapaz de discernir acerca de lo verdadero y lo justo. Le induce a colocar sus deseos en objetos extraños a las necesidades y a la conformación del espíritu humano, haciéndole en consecuencia víctima de la insatisfacción y del desengaño. Los mayores bienes personales son la independencia espiritual, que pone nuestra felicidad al abrigo de los cambios de fortuna y de la conducta extraña y la alegre actividad que surge del empleo de nuestras energías en la creación de objetos útiles, valorados así por nuestro propio juicio [...]

En el orden de cosas que prevemos para el futuro, el trabajo será una placentera necesidad; sentir el estímulo de una agradable actividad, comprendiendo que ningún revés de fortuna podrá privamos de los medios necesarios para la subsistencia y el bienestar, será precisamente todo lo contrario de una desgracia […]

Este régimen confiere las más grandes fortunas al hecho accidental del nacimiento. El que haya ascendido de la miseria hasta la opulencia debió emplear medios que no hablarán muy bien en favor de su honestidad. El hombre más activo e industrioso, logra con grandes esfuerzos resguardar a los suyos de los rigores del hambre.

Pero dejando a un lado esos inicuos resultados de una injusta distribución de la propiedad, veamos qué especie de retribución se quiere ofrecer a la diversa capacidad de trabajo. Si sois industriosos, tendréis cien veces más alimentos de los que podáis consumir y cien veces más vestidos de los que podáis usar. ¿Dónde está la justicia de tal retribución? Si yo fuera el mayor benefactor de la humanidad que se haya conocido, ¿es una razón para que se me otorgue algo que no necesito, en tanto que hay miles de personas que lo requieren de un modo indispensable? Esa riqueza superflua sólo podrá servirme para una estúpida ostentación y la provocación de la envidia; quizá me proporcione el placer inferior de devolver al pobre, en nombre de la generosidad, una parte de algo a que aquél tiene justo derecho. En suma, sólo me servirá para estimular prejuicios, errores y vicios.

La doctrina de la injusticia de la propiedad monopolizada se halla en los fundamentos de toda moral religiosa […] Pero el defecto de esta doctrina consiste precisamente en que sólo incita a paliar el mal en vez de extirpado de raíz.

El que reconozca que los demás hombres son de igual naturaleza que él mismo y sea capaz de imaginar el juicio que su conducta pueda merecer a los ojos de un observador imparcial, tendrá la sensación clara y precisa de que el dinero que invierte en la adquisición de objetos fútiles o innecesarios, es un dinero injustamente derrochado, puesto que podría emplearse en la obtención de cosas substanciales e indispensables para la existencia de otros hombres […]

¿Hay alguien que ponga en duda la verdad de esas observaciones? ¿No se admitirá acaso que cuando empleo cualquier suma de dinero, pequeña o grande, en la compra de un objeto superfluo, he incurrido en una injusticia? Es tiempo ya de que todo eso sea plenamente comprendido. Es tiempo ya de que desechemos por completo los términos de virtud y justicia o bien de que reconozcamos de una vez que no nos autorizan a acumular lujo mientras nuestros semejantes carecen de lo indispensable para su vida y su felicidad.

[Las religiones] Han exhortado al rico a que sea clemente y misericordioso con el pobre. En consecuencia, cuando los ricos destinan la partícula más insignificante de sus bienes a lo que suelen llamar actos de caridad, se sienten engreídos como benefactores de la especie, en lugar de considerarse culpables por lo mucho que retienen indebidamente.

En realidad las religiones constituyen siempre una componenda con los prejuicios y las debilidades de los hombres. Los creadores de religiones hablaron al mundo en el lenguaje que éste quería escuchar. Pero ya es tiempo de que dejemos de lado las enseñanzas que son convenientes para mentalidades pueriles y de que estudiemos los principios y la naturaleza de las cosas. Si la religión nos enseña que todos los hombres deben recibir lo necesario para la satisfacción de sus necesidades, debemos concluir por nuestra cuenta que una distribución gratuita realizada por los ricos constituye un modo muy indirecto y sumamente ineficaz de lograr aquel objetivo. La experiencia de todas las edades nos demuestra que semejante método produce resultados muy precarios. Su único resultado consiste en permitir a la minoría que disfruta de la riqueza común, exhibir su generosidad a costa de algo que no le pertenece, obteniendo la gratitud de los pobres mediante el pago parcial de una deuda. Es un sistema basado en la caridad y la clemencia, no en la justicia. Colma al rico de injustificada soberbia e inspira servil gratitud al pobre, acostumbrado a recibir el menguado bien que se le otorga, no como algo que se le adeuda, sino como donativo gracioso de los opulentos señores.


Habiendo demostrado la justicia de una distribución equitativa de la propiedad, consideremos ahora los beneficios que de tal distribución habrán de resultar. Pero antes de seguir adelante, hemos de reconocer con dolor que, por graves y extensos que sean los males causados por las monarquías y las Cortes, por las imposturas de los sacerdotes y por la iniquidad de la legislación criminal, resultan, en conjunto insignificantes en relación con las calamidades de todo género que produce el actual sistema de propiedad. Su efecto inmediato. consiste, como ya hemos dicho, en acentuar el espíritu de dependencia. Es verdad que las Cortes estimulan el servilismo, la bajeza y la intriga y que esas tristes disposiciones se trasmiten por contagio a las personas pertenecientes a diversas clases sociales. Pero el actual sistema de propiedad introduce los hábitos de servilismo y ruindad, sin rodeos, en cada hogar. Observad a ese miserable que adula con abyecta bajeza a su rico protector; vedle enmudecido de gratitud por haber recibido una pequeña parte de lo que tenía derecho a reclamar con firme conciencia y digna actitud. Contemplad a esos lacayos que constituyen el tren de un gran señor, siempre atentos a su mirada, anticipándose a sus órdenes, sin atreverse a replicar a sus insolencias y sometidos constantemente a sus más despreciables caprichos. Ved al comerciante estudiar las debilidades de sus parroquianos, no para corregirlas, sino para explotarlas; contemplad la vileza de la adulación y la sistemática constancia con que exagera los méritos de su mercancía. Estudiad las prácticas de una elección popular, donde la gran masa de electores es comprada con obsequiosidades, licencias y soborno, cuando no arrastrada por amenazas y persecuciones. En verdad, la edad caballeresca no ha muerto. Sobrevive aún el espíritu feudal que reduce a la gran mayoría de la humanidad a la condición de bestias o de esclavos, al servicio de unos pocos.

Se habla mucho de planes de mejoramientos visionarios y teóricos. Sería realmente quimérico y visionario esperar que los hombres se vuelvan virtuosos, en tanto sigan siendo objeto de una corrupción permanente, mientras se les enseñe, de padres a hijos, a enajenar su independencia, a cambio de la mísera recompensa que la opresión les otorga. Ningún hombre puede ser feliz ni útil a los demás, si le falta la virtud de la firmeza, si no es capaz de obrar de acuerdo con su propio sentido del deber, en vez de ceder ante los mandatos de la tiranía o de las tentaciones de la corrupción […]

El buscador de la verdad, el genuino benefactor de la especie, procurarán ante todo eliminar los factores externos que fomentan las más viciosas inclinaciones. La verdadera finalidad que ha de procurarse es la de extirpar toda idea de sumisión y de dominio, haciendo que todo hombre comprenda que si presta un servicio a sus semejantes, realiza el cumplimiento de un deber, y si reclama de ellos una ayuda, lo hace en el ejercicio de un derecho […]

Adquirir y ostentar riqueza constituye, pues, una pasión universal. La estructura total de la sociedad se convierte en un sistema de estrecho egoísmo. Si la benevolencia y el amor de sí mismo se conciliaran en cuanto a sus objetivos, un hombre podría abrigar afanes de preeminencia y ser al mismo tiempo cada día más generoso y filantrópico. Pero la pasión a que aquí nos referimos consiste en medrar mediante una infame especulación con los intereses ajenos. La riqueza es adquirida generalmente engañando a los semejantes y es gastada infiriéndoles injurias […]

Ocurre que durante el período escolar se nos inculcan incesantemente máximas relativas a la sinceridad y la honradez y el maestro hace todo lo posible por alejar las sugestiones de la malicia y el egoísmo. ¿Pero cuál es la lección que el confundido alumno recibe cuando abandona la escuela y entra en el mundo real? Si pregunta: ¿por qué se honra a este hombre? se le contestará: porque es rico. Si continúa preguntando: ¿por qué es rico? la respuesta veraz será la siguiente: por accidente de nacimiento o por una minuciosa y sórdida atención de sus intereses. El monopolio de la propiedad es fruto del régimen civil y el régimen civil, según se nos ha enseñado, es fruto de la sabiduría de los siglos. Es así como el saber de los legisladores ha sido utilizado para establecer el sistema más sórdido e inicuo de propiedad, en flagrante contradicción con los principios de justicia y con la propia naturaleza humana. Se aflige la humanidad por la suerte que sufren los campesinos de todos los países civilizados y cuando aparta de ellos la mirada para contemplar el espectáculo que ofrece el lujo de los grandes señores, insolentes, groseros y derrochadores, la sensación que experimenta no es menos dolorosa. Ese doble espectáculo constituye la escuela en que nos hemos educado. Los hombres se han habituado a tal punto a la contemplación de la injusticia, de la iniquidad y la opresión, que sus sentimientos han llegado a atrofiarse y su inteligencia se ha vuelto incapaz de comprender el sentido de la verdadera virtud.

Al señalar los males producidos por el monopolio de la propiedad, hemos comparado su magnitud con la de aquellos que son fruto directo de las monarquías. Ningún hecho ha provocado un repudio más enérgico que el abuso de las pensiones y prebendas que sirven, bajo la monarquía, para recompensar a centenares de individuos, no por servir al pueblo, sino por traicionarlo, derrochándose así el fruto duramente ganado por el trabajo en mantener a los serviles secuaces del despotismo.

Todas las rentas y especialmente las de carácter hereditario deben ser consideradas como equivalentes al valor producido por la ruda labor del campesino y del artesano, valor que es derrochado en el lujo y el ocio por sus beneficiarios […] La renta hereditaria es en realidad una prima pagada a la holganza, un inmenso presupuesto invertido con el propósito de perpetuar la brutalidad y la ignorancia entre los hombres. Los pobres no pueden ilustrarse, pues no disfrutan del ocio necesario para ello. Los ricos disponen de tiempo y de medios para cultivar su espíritu, pero se sienten más bien inclinados a la disipación y la indolencia […]

El monopolio de la propiedad pisotea las facultades de la inteligencia, extingue las chipas del genio y obliga a la inmensa mayoría de la humanidad a hundirse en sórdidas preocupaciones […] Si se suprimiera el derroche, se economizaría gran parte del trabajo que actualmente es requerido y el resto, fraternalmente repartido entre todos los hombres, no sería penoso para nadie. Una dieta frugal pero saludable mantendría en perfectas condiciones físicas a todos los habitantes; cada cual realizaría el esfuerzo corporal necesario para favorecer sus funciones orgánicas y mantener la alegría del espíritu; nadie se vería embrutecido por la fatiga, pues todos dispondrían del ocio suficiente para cultivar las nobles y filantrópicas afecciones del alma y para dar rienda suelta a su imaginación en la búsqueda de nuevas conquistas intelectuales. ¡Qué contraste media entre esa hermosa perspectiva y la terrible situación actual, cuando el obrero y el campesino trabajan hasta que la fatiga embota su entendimiento, hasta que sus tendones quedan endurecidos por el excesivo esfuerzo, hasta que la enfermedad hace presa de sus cuerpos, haciendo que una prematura muerte los liberte de tanto dolor! ¿Cuál es el objeto de esa incesante y desproporcionada fatiga? Por la noche vuelven a sus hogares, donde encuentran a los suyos, hambrientos, semidesnudos, soportando las inclemencia del tiempo, hacinados en un miserable tugurio, carentes de toda instrucción. Si alguna vez esa miseria es atemperada por obra de una ostentosa caridad, es sólo para obligarles a caer en un abyecto servilismo. En tanto que su rico convecino... pero ya vimos cuál es la vida que éste lleva.

¡Cuán rápidos y sublimes serían los avances del intelecto, si el campo del saber fuera accesible a todos los hombres! Actualmente, noventa y nueve personas de cada cien no ejercitan regularmente sus facultades intelectuales más de lo que pudieran hacerlo las bestias. ¡Hasta qué extremos no llegaría el espíritu público en un país donde todos los habitantes participaran del conocimiento, donde todos estuvieran libres de prejuicios y de fe ciega, donde todos aceptaran sin temor las sugestiones de la verdad, dando fin para siempre al aletargamiento de las almas! Es de suponer que subsistirían las desigualdades de inteligencia, pero es de creer también que el genio de esa edad superará con mucho las mayores conquistas del intelecto hasta hoy conocidas. El espíritu humano no se sentirá deprimido por falsas necesidades y por mezquinas preocupaciones. No se verá obligado a vencer el sentimiento de inferioridad y de opresión que hoy malogran sus esfuerzos. Libre de las deleznables obligaciones que hoy constriñe a pensar constantemente en la satisfacción del interés personal, el espíritu humano podrá expandirse en toda su plenitud, hacia ideales de generosidad y de bien público.

De la perspectiva de progreso intelectual, volvamos a la de progreso moral. Aquí ha de ser conclusión obvia que los móviles del crimen habrán desaparecido para siempre...

La fuente más proficua del crimen reside en el hecho de que unos hombres posean en exceso aquello de que otros carecen en absoluto. Sería menester cambiar el alma del hombre para evitar que ese hecho ejerza una poderosa influencia en sus actos. Habría que despojado de sus sentidos, librado de deseos y apetitos, para lograr que contemple sin rebeldía el monopolio de todos los placeres. Debería carecer del sentido de justicia para aprobar la simultánea realidad de derroche y de miseria a que nos hemos referido. Es verdad que el medio más adecuado para eliminar esos males es el de la razón y no el de la violencia. Pero no olvidemos que la tendencia general del presente orden de cosas es la de persuadir a los hombres de la impotencia de la razón. La injusticia que ellos sufren es sostenida por la fuerza y eso les induce a acudir igualmente a la fuerza con el objeto de limitar esa injusticia. Todo lo que pretenden es una corrección parcial de la iniquidad que la educación les ha enseñado como necesaria, pero que la razón condena como tiránica.

La fuerza es fruto del monopolio […]

El espíritu de opresión, el espíritu de servilismo y el espíritu de dolo son los resultados inmediatos del sistema de propiedad actualmente establecido. Ellos son tan hostiles al progreso intelectual como al progreso moral. Los vicios de la envidia, la malicia y la venganza son sus inseparables acompañantes. En una sociedad donde todos vivieran en la abundancia y participaran por igual de los bienes de la naturaleza, esos bajos sentimientos se extinguirían por completo. Todo mezquino egoísmo sería desterrado. No estando nadie obligado a acumular riquezas, ni a proveer penosamente a sus necesidades de subsistencia, dedicaría cada cual sus energías al servicio del bien común. Nadie sería enemigo de su vecino, pues no habría motivos de rivalidad. La filantropía ocuparía, pues, en la sociedad, el lugar que la razón le asigna. El hombre se vería liberado de la constante ansiedad por el sustento material y su espíritu se expandiría gozoso en las esferas del pensamiento que le son propias. Cada cual ayudaría en las investigaciones de todos.

Fijemos por un instante nuestra atención sobre la revolución en las costumbres y las ideas que significó en la historia de los hombres el establecimiento de la distribución injusta de la propiedad. Antes que ello ocurriera, los hombres sólo buscaban lo necesario para satisfacer sus necesidades inmediatas, siéndoles indiferente cuanto excediera de las mismas. Pero tan pronto se introdujo la acumulación de bienes, comenzaron a inventar los medios más adecuados para despojar a sus vecinos, con el objeto de acrecentar el propio patrimonio. Después de haberse apoderado de mercancías, extendieron el principio de apropiación sobre otros seres humanos. No tardaron en descubrir que la posesión de muchas riquezas otorgaba gran estimación e influencia entre sus semejantes. De ahí la presuntuosa soberbia de quienes detentan una posición privilegiada y la inquieta ambición de quienes aspiran a ocuparla en el futuro.

De todas las pasiones humanas, es la ambición la más culpable de múltiples estragos. Es ella la que lleva a la conquista de nuevas regiones y nuevas provincias. En su afán insaciable, cubre la tierra de ruinas, de sangre y destrucción. Pero esa pasión, así como los medios de satisfacerla, en un orden colectivo, sólo son el fruto del sistema de propiedad vigente. El monopolio de bienes confiere preponderancia incontestable a un hombre sobre los demás. Siendo así, nada más fácil que lanzar a los pueblos a la guerra. Pero si todos los habitantes de Europa dispusieran, de lo necesario para su subsistencia, sin que nadie monopolizara lo excedente, ¿qué cosa podría inducirlos a la lucha fratricida? Si queréis arrastrar a los hombres a la guerra, debéis poner ante ellos determinados señuelos. Si no disponéis del poder que los obligue a acatar vuestros deseos, tendréis que atraer a cada individuo por medio de la persuasión. ¡Cuán vano sería el empeño de lograr por medios persuasivos que los hombres se asesinen entre sí! Es evidente, pues, que la guerra, en sus formas más horribles, es consecuencia de la desigual distribución de la propiedad. En tanto subsista esa temible fuente de corrupción y de celos, será ilusorio hablar de paz universal. Tan pronto sea cegada esa fuente, será imposible evitar los resultados de ese feliz acontecimiento. Es el monopolio de la propiedad lo que permite mover a los hombres como si fuesen una masa informe y dirigirlos cual si constituyeran una sola máquina. Pero si fuera disuelto el pernicioso bloque del privilegio, cada ser humano se sentiría mil veces más unido a su semejante, en amor y benevolencia, sin dejar por eso de pensar y de juzgar cada cual con su propio criterio. Vean pues los abogados del sistema vigente qué valores defienden y si disponen de argumentos bastante poderosos para contrarrestar la evidencia de los males de que ese sistema es culpable […]

El sistema de propiedad vigente puede ser acusado de ahogar a una enorme cantidad de niños en su propia cuna. Sea cual sea el valor de la vida humana o, mejor dicho, su capacidad de goce, dentro de una sociedad libre e igualitaria, es indudable que el régimen que estamos enjuiciando aniquila en el umbral de la vida a las cuatro quintas partes de ese valor y de esa felicidad.

Por qué he robado

Por qué he robado
(por Alexandre Marius Jacob)
(Declaración de Jacob ante el Tribunal)

Señores:
Ahora sabéis quien soy: un rebelde que vive del producto de sus robos. Aun más: he incendiado hoteles y he defendido mi libertad contra la agresión de los agentes del poder. He puesto al descubierto toda mi existencia de lucha; la someto, como un problema, a vuestras inteligencias. No reconociendo a nadie el derecho a juzgarme, no imploro ni perdón ni indulgencia. Nada solicito a quienes odio y desprecio. ¡Sois los más fuertes! Disponed de mí de la manera que lo entendáis, mandarme al presidio o al patíbulo, ¡poco me importa! Pero antes de separarnos, dejarme deciros unas últimas palabras.

Ya que me reprocháis sobre todo ser un ladrón, es útil definir lo que es el robo.

Para mí, el robo es la necesidad que siente cualquier hombre de coger aquello que necesita. Esta necesidad se manifiesta en cualquier cosa: desde los astros que nacen y mueren igual que los seres, hasta el insecto que se mueve por el espacio, tan pequeño, tan ínfimo que nuestros ojos pueden apenas distinguirlo. La vida no es sino robos y masacres. Las plantas, los animales se devoran entre ellos para subsistir. Uno no nace sino para servir de pasto al otro; a pesar del grado de civilización, de perfeccionabilidad, el hombre no se sustrae a esta ley si no es bajo pena de muerte. Mata las plantas y los animales para alimentarse de ellos. Rey de los animales, es insaciable.

Aparte de los objetos alimenticios que le aseguran la vida, el hombre se alimenta de aire, de agua y de luz. Ahora bien ¿se ha visto alguna vez a dos hombres disputarse, degollarse por estos alimentos? No que yo sepa. Sin embargo son los alimentos más preciosos sin los cuales un hombre no puede vivir. Podemos estar varios días sin absorber substancias por las que nos hacemos esclavos. ¿Podemos hacer igual con el aire? Ni siquiera un cuarto de hora. El agua forma las tres cuartas partes de nuestro organismo y nos es indispensable para mantener la elasticidad de nuestros tejidos. Sin el calor, sin el sol, la vida sería imposible.

Luego, cualquiera coge, roba estos alimentos. ¿Se hace de ello un crimen, un delito? ¡Cierto que no! ¿Por qué se reserva el resto? Porque comporta un gasto de energía, una suma de trabajo. Pero el trabajo es lo propio de una sociedad, es decir la asociación de todos los individuos para alcanzar, con poco esfuerzo, el máximo de felicidad. ¿Es ésta la imagen de lo que hay? ¿Se basan vuestras instituciones en una organización de este tipo? La verdad demuestra lo contrario. Cuanto más trabaja un hombre, menos gana; cuanto menos produce, más beneficio obtiene. El mérito no se tiene pues en consideración. Sólo los audaces se hacen con el poder y corren a legalizar sus rapiñas. De arriba a abajo de la escala social no hay más que bellaquería de una parte e idiotez de la otra. ¿ Cómo queríais que, lleno de estas verdades, respetara tal estado de cosas?

Un comerciante de alcohol o un dueño de burdel se enriquecen, mientras que un hombre de genio va a morir de miseria en un camastro de hospital. El panadero que amasa el pan lo tiene en falta; el zapatero que confecciona miles de zapatos enseña sus dedos del pie; el tejedor que fabrica montones de ropa no tiene con que cubrirse; el albañil que construye castillos y palacios carece de aire en su infecto cuartucho. Aquellos que producen todas las cosas, nada tienen, y los que nada producen lo tienen todo.

Tal estado de cosas no puede sino producir el antagonismo entre las clases trabajadoras y la clase poseedora, es decir holgazana. Surge la lucha y el odio golpea.

Llamáis a un hombre "ladrón y bandido", le aplicáis el rigor de la ley sin preguntaros si él puede ser otra cosa. ¿Se ha visto alguna vez a un rentista hacerse ratero? Confieso no conocer a ninguno. Pero yo que no soy ni rentista ni propietario, que no soy más que un hombre que sólo tiene sus brazos y su celebro para asegurar su conservación, he tenido que comportarme de otro modo. La sociedad no me concedía más que tres clases de existencia: el trabajo, la mendicidad o el robo. El trabajo, lejos de repugnarme, me agrada, el hombre no puede estar sin trabajar, sus músculos, su cerebro poseen una cantidad de energía para gastar. Lo que me ha resignado es tener que sudar sangre y agua por la limosna de un salario, crear riquezas de las cuales seré frustrado. En una palabra, me ha repugnado darme a la prostitución del trabajo. La mendicidad es el envilecimiento, la negación de cualquier dignidad. Cualquier hombre tiene derecho al banquete de la vida.

El derecho de vivir no se mendiga, se toma.

El robo es la restitución, la recuperación de la posesión. En vez de encerrarme en una fábrica, como en un presidio, en vez de mendigar aquello a lo que tenía derecho, preferí sublevarme y combatir cara a cara a mis enemigos haciendo la guerra a los ricos, atacando sus bienes. Ciertamente, veo que hubierais preferido que me sometiera a vuestras leyes; que, obrero dócil, hubiese creado riquezas a cambio de un salario irrisorio y, una vez el cuerpo ya usado y el cerebro embrutecido, hubiese ido a reventar en un rincón de la calle. Entonces no me llamaríais "bandido cínico", sino "obrero honesto", Con halago me hubierais incluso impuesto la medalla del trabajo. Los curas prometen el paraíso a sus embaucados; vosotros sois menos abstractos, les ofrecéis papel mojado.

Os agradezco tanta bondad, tanta gratitud, señores. Prefiero ser un cínico consciente de mis derechos que un autómata, que una cariátide.

Desde que tuve conciencia me dediqué al robo sin ningún escrúpulo. No entro en vuestra pretendida moral que predica el respeto a la propiedad como una virtud mientras que en realidad no hay peores ladrones que los propietarios.

Podéis estar satisfechos de que este prejuicio haya calado en el pueblo ya que es vuestro mejor gendarme. Conociendo la impotencia de la ley y de la fuerza, habéis hecho de él el más sólido de vuestros protectores. Pero parad atención; todo tiene un tiempo. Todo lo que se construye por la astucia y la fuerza, la astucia y la fuerza pueden destruirlo.

El pueblo evoluciona cada día. Mirad que todos los muertos de hambre, todos los miserables, en una palabra, todas vuestras víctimas, instruidos por estas verdades, conscientes de sus derechos, armados con palancas, no vayan a asaltar vuestros domicilios para retomar las riquezas que ellos han creado y que vosotros les habéis robado. ¿Creéis que serían más desgraciados? Creo que todo lo contrario. Si se lo piensan bien preferirán correr cualquier riesgo antes que engordaros gimiendo en la miseria. ¡La cárcel, el presidio, el patíbulo! diréis. Pero qué son estas perspectivas comparadas con una vida embrutecida, llena de sufrimientos. El minero que gana su pan en las entrañas de la tierra, sin ver jamás lucir el sol, puede morir de un momento a otro víctima de una explosión de grisú; el pizarrero que deambula por los tejados puede caer y hacerse mil pedazos; el marinero conoce el día de su partida pero ignora si volverá a puerto. Un buen número de obreros cogen enfermedades fatales durante el ejercicio de su oficio, se agotan, se matan para crear para vosotros; y hasta los gendarmes, los policías, que por un hueso que les dais a roer, encuentran la muerte en la lucha que emprenden contra vuestros enemigos.

Obstinados en vuestro estrecho egoísmo permanecéis escépticos ante esta visión, ¿no es así? El pueblo tiene miedo, parecéis decir. Lo gobernamos con el miedo de la represión; si grita lo metemos en prisión; si se mueve, lo deportamos al presidio; si sigue, lo guillotinamos. Mal cálculo, señores, creerme. Las penas que infligiréis no son un buen remedio contra los actos de sublevación. La represión, lejos de ser un remedio, un paliativo, no es sino una agravación del mal.

Las medidas correctivas no pueden más que sembrar el odio y la venganza. Es un ciclo fatal. Desde que hacéis rodar cabezas, desde que llenáis cárceles y presidios, ¿habéis impedido que se manifestara el odio? ¡Responded! Los hechos demuestran vuestra impotencia. Por mi parte sabía que mi conducta no podía tener otra salida que el presidio o el patíbulo. Y podéis ver que esto no me ha impedido actuar. Si opté por el robo no fue por una cuestión de ganancias sino por una cuestión de principios, de derecho. Preferí conservar mi libertad, mi independencia, mi dignidad de hombre, que hacerme artesano de la fortuna de un amo. En términos más crudos y sin eufemismo alguno he preferido robar antes que ser robado.

También yo repruebo el hecho por el cual un hombre se apropia violentamente y con astucia del fruto del trabajo ajeno. Pero es precisamente por esto que he hecho la guerra a los ricos, ladrones de los bienes de los pobres. También yo quisiera vivir en una sociedad en la que el robo fuera desterrado. No apruebo y no he usado el robo sino como medio de rebelión para combatir el más inicuo de todos los robos: la propiedad individual.

Para destruir un efecto hace falta destruir su causa. Si hay robo es porque hay abundancia de una parte y escasez de otra: es porque todo no pertenece más que a unos pocos. La lucha no acabará hasta que todos los hombres pongan en común sus alegrías y sus penas, sus trabajos y sus riquezas; hasta que todas las cosas pertenezcan a todos.

Anarquista revolucionario he hecho una revolución.

Venga la Anarquía.

Declaración de Emile Henry

Declaración de Emile Henry
Ante el Tribunal que lo condenó a muerte

El juicio os ha demostrado que yo me reconozco autor de estos hechos. No es mi defensa la que quiero hacer; no pretendo, de ningún modo, esquivar las represalias de la sociedad, a quien yo he atacado, porque no reconozco más que un solo tribunal, mi conciencia; el veredicto de cualquier otro me es indiferente.

Quiero tan sólo explicar mis actos, y explicar también cómo fui arrastrado a cometerlos.

Soy anarquista desde hace poco tiempo, pues sólo desde 1891 me he lanzado al movimiento revolucionario. Viví primero en un ambiente impregnado por completo de la moral actual. Yo estaba acostumbrado a respetar y aun a amar a la patria, la familia, la autoridad y la propiedad. Pero los que educan a la generación actual se olvidan frecuentemente de una cosa, y es que la vida, con sus luchas y sus dolores, con sus injusticias y sus iniquidades, se encarga de abrir los ojos de los ignorantes a la realidad. Esto es lo que me ha ocurrido y les ha ocurrido a todos. Se me había dicho que la vida estaba fácil y generosamente abierta a la inteligencia y a la energía; mas la experiencia me demostró que sólo los cínicos, los viles y los rastreros logran un buen puesto en el banquete.

Se me había dicho que las instituciones sociales estaban basadas sobre la justicia y la igualdad, y yo no he visto en torno de mí mas que mentiras y bribonadas.

Cada día que pasaba me mataba una ilusión. Por donde quiera que iba, me saltaban a la vista testimonios de los mismos dolores sufridos por los unos, de los mismos deleites gozados por los otros. No tardé en comprender que las grandes palabras que me habían enseñado a venerar: honor, devoción, deber, eran máscaras que encubrían las más vergonzosas torpezas y liviandades.

El industrial que edifica una fortuna colosal con el trabajo de sus obreros, que de todo carecen, era una persona honrada.

El diputado, el ministro, cuyas manos están siempre abiertas para recibir el precio del soborno, eran los encargados de velar por el bien público.

El oficial que había probado el nuevo modelo de fusil, sobre dos niños de siete años, había cumplido su deber, y el mismo Presidente del Consejo de Ministros le felicitaba en pleno Parlamento.

Todo esto, que yo veía, sublevó mi espíritu, y lo indujo a criticar la actual organización social. Esta crítica se ha hecho ya muchas veces para que yo la repita. Mas bastará decir que me convertí en furioso enemigo de una sociedad que me parecía criminal.

Por un instante me incliné hacia el socialismo; pero bien pronto me aleje de él. Tenía yo demasiado amor por la libertad, demasiado respeto a la iniciativa individual, demasiada repugnancia a las corporaciones, para tomar un número en el ejército matriculado del Cuarto estado.

He llevado en la lucha un odio profundo, vivificado todos los días por el repugnante espectáculo de esta sociedad, donde todo es bajo, todo es asqueroso, todo es infame; donde todo se enfanga en las prisiones humanas, las tendencias generosas del corazón y el libre vuelo del pensamiento. Por todo esto, he querido castigar fuerte y justamente cuanto he podido.

De todas partes se espiaba, se perseguía, se arrestaba a capricho de la policía. Multitud de individuos eran arrebatados a sus familias y arrojados en las prisiones. ¿Qué sucedía a la mujer y a los hijos del compañero arrestado?

El anarquista no era un hombre, era una bestia feroz, a la que se daba caza en todas partes, y para la que, la casta burguesa, vil esclava de la fuerza, pedía en todos los tonos el exterminio.

Al mismo tiempo se secuestraban los opúsculos y periódicos de nuestro partido, y el derecho de reunión estaba violado.

Pues bien: si vosotros hacéis responsable a todo un partido de los actos de un hombre, y hacéis cuanto podéis por bloquearle, es lógico que nosotros descarguemos nuestro odio sobre la masa entera.

¿Deberíamos atacar sólo a los diputados que hacen las leyes contra nosotros, a los magistrados que las aplican y a los polizontes que nos arrestan? No lo creo. Todos estos hombres son instrumentos; no obran en nombre propio; son instituciones constituidas por la burguesía para su defensa, y, por tanto, no son más culpables que los demás.

Los buenos burgueses que, por no estar revestidos de ningún cargo especial, pasan su vida disfrutando los dividendos producidos por el trabajo de sus obreros, deben sufrir también su parte de represalias.

En esta guerra sin tregua que hemos declarado a la burguesía, no queremos ninguna piedad.
Nosotros damos la muerte y sabemos sufrirla, y por eso espero vuestro veredicto con indiferencia. Sé que mi cabeza no será la última que caiga, porque los muertos de hambre comienzan a interrumpir las calles que conducen a los Terminus y a los restaurantes Foyot; vosotros añadiréis más nombres a la lista sangrienta de nuestros muertos.

Ahorcados en Chicago, decapitados en Alemania, agarrotados en Jerez, fusilados en Barcelona, guillotinados en Montbrisson y en París, han muerto muchos de los nuestros, pero no habéis podido aniquilar la anarquía. Sus raíces son muy profundas; ha nacido en una sociedad putrefacta y que se desgaja y se derriba; es una reacción violenta contra el orden establecido, y representa las aspiraciones de igualdad y de libertad, con que venimos a batir en la brecha al autoritarismo actual. Es indomable, y concluirá por vencerle y matarle.

Stornelli d’esilio


Stornelli d’esilio
(O profughi d´Italia, di Pietro Gori -1895)
(Descargar canción AQUI)


O profughi d’Italia
a la ventura
si va senza rimpianti
né paura
Nostra patria è il mondo intero
e nostra legge è la libertà
ed un pensiero
ed un pensiero
Nostra patria è il mondo intero
e nostra legge è la libertà
ed un pensiero
ribelle in cor ci sta.
Dei miseri le turbe
sollevando
fummo da ogni nazione
messi al bando
Nostra patria è il mondo intero
e nostra legge è la libertà
ed un pensiero
ed un pensiero
Nostra patria è il mondo intero
e nostra legge è la libertà
ed un pensiero
ribelle in cor ci sta
Dovunque uno sfruttato
si ribelli
noi troveremo schiere
di fratelli
Nostra patria è il mondo intero
e nostra legge è la libertà
ed un pensiero
ed un pensiero
Nostra patria è il mondo intero
e nostra legge è la libertà
ed un pensiero
ribelle in cor ci sta
Raminghi per le terre
e per i mari
per un’Idea lasciammo
i nostri cari
Nostra patria è il mondo intero
e nostra legge è la libertà
ed un pensiero
ed un pensiero
Nostra patria è il mondo intero
e nostra legge è la libertà
ed un pensiero
ribelle in cor ci sta
Passiam di plebi varie
tra i dolori
de la nazione umana
i precursori
Nostra patria è il mondo intero
e nostra legge è la libertà
ed un pensiero
ed un pensiero
Nostra patria è il mondo intero
e nostra legge è la libertà
ed un pensiero
ribelle in cor ci sta
Ma torneranno Italia
i tuoi proscritti
ad agitar la face
dei diritti
Nostra patria è il mondo intero
e nostra legge è la libertà
ed un pensiero
ed un pensiero
Nostra patria è il mondo intero
e nostra legge è la libertà
ed un pensiero
ribelle in cor ci sta .

La Mala Reputación


La Mala Reputación
de Georges Brassens
(Descargar canción AQUI)


En mi pueblo sin pretensión
Tengo mala reputación
Que haga lo que haga es igual
Todo lo consideran mal
Yo no pienso pues hacer ningún daño
Queriendo vivir fuera del rebaño
No a la gente no gusta que,
Uno tenga su propia fe
No a la gente no gusta que,
Uno tenga su propia fe
Todos, todos me miran mal
Salvo los ciegos, es natural

Cuando la fiesta nacional
Yo me quedo en la cama igual
Que la música militar
Nunca me pudo levantar
En el mundo pues,
No hay mayor pecado
Que el de no seguir al abanderado
Y a la gente no gusta que,
Uno tenga su propia fe
Y a la gente no gusta que,
Uno tenga su propia fe
Todos me muestran con el dedo,
Salvo los mancos,
Quiero y no puedo

Si en la calle corre un ladrón
Y a la zaga va un ricachón
Zancadilla doy al señor
Y aplastado el perseguidor
Eso si que sí
Que será una lata
Siempre tengo yo
Que meter la pata
Y a la gente no gusta que,
Uno tenga su propia fe
Y a la gente no gusta que,
Uno tenga su propia fe
Tras de mi todos a correr,
Salvo los cojos,
Es de creer

Ya se con mucha precesión
Como acabará la función
No les hace falta más que el garrote
Para matarme como un coyote
A pesar de que no arme ningún lio
Con que no va a Roma el camino mío
Que a la gente no gusta que,
Uno tenga su propia fe
Que a la gente no gusta que,
Uno tenga su propia fe
Tras de mi todos a ladrar,
Salvo los mudos,
Es de pensar

domingo, 10 de agosto de 2008

Las Tres Piedras

Las Tres Piedras
(por Ricardo Flores Magón)

Cierto día hablaron las piedras: el magnífico sillar de una mansión señorial, la tosca piedra de una pocilga de proletariado y la plebeya piedra del arroyo.

Dijo el sillar:

-Mi misión es noble; formo parte de este majestuoso edificio que da belleza a la ciudad y proporciona abrigo y bienestar a las exquisitas personas que en él moran. Y con sus perfiles correctos y sus caras pulidas, parecía burlarse de la roña de sus colegas. "Mi misión es noble", repitió en tono de convencimiento.

La piedra de la pocilga replicó amoscada:

-Mi misión es más noble y más grande que la tuya. Yo formo parte de este tugurio que sirve de abrigo a un honrado trabajador y a su familia. Me siento satisfecho y feliz cuando preservo de la intemperie al bravo creador de la riqueza, al mismo que te embelleció con un cincel, para que tú ¡ingrata! Dieras albergue a un puñado de parásitos en vez de proporcionárselo a él, a cuyas manos debes tu gracia y gentileza. Mi misión es más grande que la tuya, porque sirvo para alojar a un ser bueno y útil a sus semejantes, mientras que tú, orgullosa, sólo sirves para dar satisfacciones a seres inútiles y nocivos, a los burgueses, a los enemigos de la humanidad.

La piedra del arroyo escuchaba atentamente esta querella. Ella no podía vanagloriarse de formar parte de ningún edificio ni pobre ni rico. Rodaba, rodaba sin cesar por las calles de la ciudad, atropellada por todos los pies, castigada por todos lo vehículos, pisoteada por todas las bestias, juguete de todos los muchachos. Por fin se decidió a hablar.

-Mi misión es más noble, más grande y más alta que la vuestra --dijo con el tono arrogante a que le daba derecho su participación en más de una tragedia--. Yo ruedo por las calles como proyectil siempre dispuesta a dar con el blanco: la frente del gendarme, el pecho del soldado, la cabeza del burgués. En el motín, mil manos heroicas se disputan mi posesión; en la barricada soy escudo y proyectil al mismo tiempo: defiendo el pecho del rebelde, o parto, silbante y ligera, de las manos del hijo del pueblo resquebrajar el cráneo del esbirro... Mi misión es más noble, más grande y más alta que la vuestra --prosiguió la piedra del arroyo--. ¡Cuantas veces las luchas por la libertad y la justicia han comenzado por la primera piedra levantada del arroyo por una mano audaz! ¡Ah, no sabéis lo que el progreso humano me debe! Mi presencia en la calle es garantía de libertad; la cólera popular necesita de mí para satisfacerse. ¡Soy el alma de la rebeldía proletaria! Cuando una mano callosa levanta una piedra, vacila el trono de la tiranía. ¡Paso a la piedra del arroyo!

El Alarido

El Alarido
(por El Enragé)

Oigo tu voz en trueno ¿Es dolor y llanto? ¿Es despertar y sobresalto? Levito sobre la ciudad en llamas ¿Qué de las ciudades orgullosas? ¿Dónde la sociedad gris? ¿Qué de la civilización y sus engranajes? Viene el clamor de entrañas, ya no es rumor timorato, algo nace en la raíz ¿Y los ríos negros? ¿Y el aire turbio? ¿Y la tierra yerma? ¿Dónde el secarral? ¿Dónde el pantano infecto? ¿Dónde la atmósfera embotada? Llega hasta mí la fresca caricia del céfiro, los pulmones de Eolo se limpian, mis pies se inundan de claridad turquesa, es la sangre generosa de Gea, que se alza sana y fuerte ¿Qué de sus hijos? ¿Qué de los viles de tiara y armiño? ¿Dónde las testas coronadas? ¿Relucen los estandartes y el mayal? ¿Qué de los tronos y el blasón? ¿Dónde están los ejércitos, las huestes y las mesnadas? ¿Dónde las patrias, los pendones y las murallas? ¿Dónde el altar, la oración y la genuflexión? ¿Qué del látigo, las chimeneas y las fábricas mugrientas? ¿Qué del ábaco, la balanza y el platillo? No me apunta ya la bayoneta, ni me señala la muchedumbre, ni me apercolla la tierra, camino firme, transcurro libre y silvestre, se abren a mi paso las veredas, me pierdo entre la vegetación y la maleza que se yergue altiva, altiva como Yo, no me esclaviza ya un papel, ni me cerca una valla, tampoco me explota mi hermano, ni me mata su dinero, ni me suprime su deseo, se cierne sobre mis huesos el imperio único de mi Voluntad, helo aquí, cabalgan los insurgentes, benditos salvajes, arrogantemente indomesticados, he aquí su obra, el Mundo sin Ley, la Vida sin Dios, el Hombre sin Amo.

Autobiografía de Erich Mühsam


Autobiografía de Erich Mühsam

I

No son las fechas de los acontecimientos de una vida lo que adereza el cuadro de una existencia, sino al contrario, las transformaciones íntimas de un hombre lo que le da su valor para sus contemporáneos. Sólo en relación con los asuntos del mundo los acontecimientos presentan, en la vida del individuo, un interés para la colectividad. La biografía de aquel cuya vida privada no entra jamás en contacto con los centros de la vida social podrá tener, a los ojos de los psicólogos la mayor importancia, pero nada tiene que ver con la comunidad. Si mi poesía como expresión de mi personalidad fuera todo lo que yo tuviera para ofrecer a mis compatriotas, habría respondido de tal modo al envite de escribir una autobiografía que hubiera sido la ocasión para los historiadores de la literatura de hacerme entrar en una clasificación:

Nacido el 6 de abril de 1878 en Berlín; infancia, juventud e instituto en Lübeck; profesores idiotas, nadie para ver la originalidad del niño, y por tanto: distracción, pereza, interés dirigido hacia cualquier otra cosa. Tentativas poéticas precoces, que no encuentran apoyo ni en la escuela ni en el hogar, sino consideradas, al contrario, como desvío del recto camino, y por tanto deberán ser mantenidas en secreto. Gamberradas y al final –en clase de primaria- informes clandestinos sobre el internado escolar enviados al periódico social-demócrata; a partir de lo cual exclusión por “intrigas socialistas”. Un último curso en Parchim (Meclembourg), seguidamente aprendiz de farmacéutico en Lübeck; en 1900 asistente de investigador en farmacia en diversas localidades y, para acabar, en Berlín. Participación como escritor independiente en la “Nueva Comunidad” de los hermanos Hart; encuentros con numerosas personalidades públicas. Amistad con Gustav Landauer, Peter Hille, Paul Scheerbart entre otros. Vida bohemia; viajes a Suiza, Italia, Austria, Francia; se fija finalmente en Munich; actividades girando en torno de los cabarets, de la crítica teatral y de la escritura, principalmente ensayos polémicos. Relaciones amistosas con Frank Wedekind y muchos otros poetas y artistas. Tres volúmenes de poesía, cuatro obras de teatro; de 1911 a 1914, editor del mensual literario y revolucionario Kain. Zeitschrift für Menschlichkeit (“Caïn, revista para la Humanidad”) de la cual una nueva serie reapareció de noviembre de1918 a abril de 1919 en tanto que órgano puramente revolucionario. Desde entonces, en manos del poder bavierés contrarrevolucionario.

Estas informaciones completarían mi biografía si considerara mi vida únicamente bajo el ángulo de mis contribuciones literarias. Pero no considero mi trabajo literario y sobretodo mis producciones poéticas más que como archivos de mi experiencia mental, en tanto que expresión parcial de mi temperamento. El temperamento de un hombre es la suma de las impresiones que cerebro y corazón reciben de las emanaciones del mundo. El mío es revolucionario. Mi evolución y mis actividades han sido definidas por la resistencia que he opuesto desde mi infancia a las influencias que intentaron imponerse en mi durante mi educación y mi desarrollo dentro de las esferas privadas y sociales de mi vida. Luchar contra esas influencias ha sido siempre la sustancia de mi trabajo y mis esfuerzos. Pronto reconocí en el Estado el instrumento destinado a conservar todas las fuerzas de donde sale la iniquidad de las instituciones sociales. Combatir el Estado en sus manifestaciones esenciales (capitalismo, imperialismo, militarismo, dominación de clase, justicia coercitiva y opresión bajo todas sus formas) ha sido y continua siendo el impulso de mi acción pública. Yo era anarquista antes de saber qué era el anarquismo; era socialista y comunista cuando empecé a entender el origen de la injusticia en el funcionamiento de la sociedad. Debo a mi amigo Gustav Landauer la clarificación de mis ideas; fue mi guía hasta que fue asesinado por los guardias blancos destinados a Baviera por el gobierno socialdemócrata para aplastar la revolución.

Mi actividad revolucionaria a menudo me ha puesto en conflicto con el poder estatal. Así es como en 1910 pasé a juicio por tentativa de incitar al llamado lumpenproletariado a una conciencia socialista... Durante la guerra estuve, en los rangos de la oposición con aquellos que guiaban los destinos alemanes... Por haberme negado a aceptar un trabajo en el servicio auxiliar patriótico fui enviado, a principios de 1918, a residencia forzada a Traunstein, donde me quedé hasta que la “Grandiose Epoque” pereciera entre la derrota y la ruina.

Naturalmente la revolución me ha encontrado activo en mi puesto desde la primera hora... Miembro del Consejo Obrero Revolucionario... Lucha contra la política de concesiones de Kurt Eisner... Participación en la proclamación de la República de los consejos de Baviera... Tribunal militar: quince años de presidio...”

II

Añadido de diciembre de 1920

(fortaleza de Nierderschönenfeld)

Escribí estas líneas hace un año en la fortaleza de Ansbach. Si desde entonces nada ha cambiado en mí, muchas cosas son diferentes en el exterior...

Balance de este año: sólo unos datos a añadir a mi currículum vitae. De marzo a mayo he tenido que pasar dos meses en la prisión judicial de Ansbach por ultraje a un ministro bávaro. He aprovechado esta distracción para escribir dos libros: un escrito polémico, Die Einigung des révolutionären Prolétariats (“La unificación del proletariado revolucionario”) y la obra de teatro Judas. Ein Arbeiterdrama (“Un drama obrero”). En el primero me he esforzado en demostrar que a la totalidad de los programas de partido debe oponérsele la consigna de federación comunista de todas las corporaciones y de todos los individuos verdaderamente revolucionarios. En cuanto al drama intenta crear un “Proletkult” desde un punto de vista capaz de ver en el teatro una institución de agitación revolucionaria. En el teatro hay que evitar que el proletariado tenga que descifrar símbolos o traducir a su prosa un lenguaje artístico. La tarea del escritor proletario no es ni la de elevar el proletariado a su altura ni la de bajarse a su nivel. No es escritor del proletariado hasta que no se reconoce a si mismo, por naturaleza, miembro de ese proletariado. El trabajador intelectual no es en nada mejor que el trabajador manual. Aquel que se caracteriza a si mismo como “intelectual” trata de ponerse por encima del proletariado. Si he tenido éxito con Judas, una pieza que ha emocionado el saber y los sentimientos del proletariado en su lenguaje y sus ideas y ha sido entendida por los corazones proletarios, entonces es que la obra es buena, aunque el conjunto de la crítica literaria la enviara al diablo. Mediante óperas habladas, decorados de mosaico, balbuceos expresionistas, el teatro sirve en último extremo a la burguesía por su necesidad de modernidad, pero no al proletariado empujado por el deseo de sacar del arte una experiencia de vida acrecentada. Es la inteligibilidad de la palabra quien satisface este deseo, acción viviente y movediza susceptible de modificar los problemas revolucionarios, haciendo vibrar cuerdas que resuenan de modo revolucionario en el alma proletaria.

El verano de 1920 apareció mi libro Brennende Erde. Verse eines kämpfers (“Tierra en fuego”, versos de un combatiente). Esos poemas también deben dar testimonio del espíritu que no pretende elevar el arte fuera de la vida sino de ponerlo al servicio de la vida y de su mejor parte, la revolución. El fin santifica al arte! El fin de mi arte es aquel mismo al que se ata mi vida: ¡Lucha! ¡Revolución! ¡Igualdad! ¡Libertad!

III

Diciembre de 1927

“Desde la época en que, desde el fondo de mi celda, expuse mis hechos y acciones, ha habido la experiencia a lo Kaspar Hauser de mi retorno entre los hombres, en Navidad de1924. En un mundo profundamente devastado por el destrozo de la guerra mundial, mis esfuerzos, apoyados por mis discursos, mis escritos y mi ejemplo, tienden al objetivo revolucionario el cual se desprende de las notas redactadas hace siete u ocho años. La poesía no es más que una de mis armas en la lucha. Desde la publicación de Brennende Erde han aparecido: bajo el título de Alarm, Manifeste aus zwanzing Jahren (“Alarma, manifiestos de veinte años”), una pequeña selección de poemas, de artículos y de proclamas; bajo el título de Revolution “canciones de lucha, de marcha y de burla”; seguidamente, como llamamiento contra los métodos infectos de la justicia de clase, un escrito de combate titulado Gerechtigkeit für Max Hölz! (“Justicia para Max Hölz!). Desde 1926 publico el mensual anarquista Fanal. Aquí se encontrarán los principios fundamentales que explicitan mi posición vis-a-vis de las cuestiones públicamente planteadas por el tiempo actual. Es en ocasión de mi cincuenta aniversario que he querido presentar un resumen de la obra de mi vida, en la medida en que haya podido revestir un carácter explícitamente literario.

sábado, 2 de agosto de 2008

Tic – Tac



Tic – Tac

(Obra teatral de Claudio de la Torre)

O la rebelión de los sueños

(por Antígona)




INTRODUCCIÓN

En primer lugar, hemos de destacar en Tic-tac la aspiración y el espíritu inminentemente vanguardista de la obra. Por un lado tiene una clara vertiente escorada al expresionismo y neo-expresionismo alemán, esto se ve con nitidez en la tendencia inusitada hacia el discurso filosófico, el abordaje a las cuestiones abstractas que inundan el ideario del protagonista, y que su particular sensibilidad pugna por materializar, la definición de una realidad compuesta por el prisma personal del propio individuo, el grito desgarrador contra la autoridad fijada, contra la sacralidad del orden burgués, la cuestión genérica de los personajes, retornando al clásico “Juan sin nombre”, implicando al espectador y haciéndole sentirse identificado con una individualidad determinada pero sin identidad formal (desmitificación del arbitrio de la nominalidad), y lo moldeable del medio, los espacios, situaciones y cuadros que no guardan ninguna semejanza ni relación con la “realidad existente”, como en el cine de Fritz Lang, y Murnau, la representación queda al capricho del autor y esto puede malear tanto la arquitectura con grandes aristas de los mencionados autores, como la evocación onírica e “irreal” de Claudio de la Torre.

Esto nos abre directamente la puerta del psicoanálisis, la influencia freudiana y la cosmovisión del subconsciente. Intentar encontrar la “racionalidad” de la ensoñación, y si no se puede, por lo menos tratar de articularlo, con sus incoherencias y genialidades, dentro de un encuadre que permita la fluidez de cierto discurso narrativo, tratar de bosquejar la personal psique como si se tratara de un personaje más, a veces interino y otras centrífugo. Es la catarsis del “yo”, no contento con reconocer y comprender –quizás controlar- sus manifestaciones conscientes, le es necesario dotar de sentido al sinsentido del “yo ausente”, y es aquí donde se retoma la importancia de cierta clase de simbolismo, exponencialmente potenciado por el surrealismo, pero aún llevado, si no más lejos, sí por lo menos por una vereda más inaccesible, al campo en el que la vida consciente y la vida irreflexiva de los fenómenos psíquicos se complementan sin que podamos trazar ninguna frontera de unión o desencuentro. Claudio de la Torre supo representar ese “mágico” momento en el que nuestra existencia no es consciente de sí misma y solo se nos sabe dotado de vida por nuestra capacidad para respirar, pues nuestra naturalización e interpretación sobre el propio fenómeno de vivir ha quedado incapaz de retratarnos o reflejarnos, menos aún de sistematizar lo que somos, dejándonos a merced de lo que imaginamos, fabulamos o, incluso, tememos ser.

Correspondientemente tales planteamientos, y que nadie se sorprenda, también muestran una brecha por la que puede introducirse cierto clasicismo, inspirado principalmente en Calderón. La pionera dimensión simbólica de este, su gusto por la alegoría, el discurso filosófico, es retomado casi como un soliloquio con audiencia, lleno de figuras representativas, sin pretensiones, pero horadado a golpe de inflexiones intestinas, casi viscerales, contra un mundo que ha olvidado la fuerza del sueño y que, por la fuerza, impone la realidad. El personaje del Hijo, hilvanado por Claudio de la Torre, toma la antorcha del Segismundo calderoniano, para tratar de iluminar la pesadilla de la que cuelga a modo de laberinto.

Como vemos -y esto nos servirá de nota introductora- la obra de Claudio de la Torre tiene ciertas salpicaduras de una, nunca anestesiada del todo, sensibilidad social, de gran calado, especialmente, en su pieza Tic-tac. De la Torre aborda el conflicto social desde una óptica siempre obviada cuando se analiza este fenómeno: la lente individual. En un siglo en el que el enclave colectivo suele abordarse desde la teorización de una masa determinada y amorfa, carente de ideas propias, parodiada por las ideologías hasta convertirlas en el reflejo de una especie de bestiario, un auténtico catálogo de “fauna humana” que se adecúa a la dialéctica de turno, o en su defecto, en una suerte de exultante corolario que concluye en la apología del artificioso “triunfo del emprendedor”, la voracidad del hombre aupado sobre la pirámide, un sustrato del darwinismo social que se complace en el ¡Ay de los vencidos!, y que satisface al esnobista culto al héroe, entre esas dos opciones, el colectivo sin personalidad o la aristocracia sin vergüenza, sobresale el individuo como víctima y privilegiado espectador del engranaje social , que nos brinda Claudio de la Torre.

La alternativa de su discurso artístico consiste en la deliberada consideración de la problemática social como un elemento que, ajeno a la idea del animal gregario, o del domador regocijado, subyace en el propio núcleo de la sociedad, el individuo que la compone. La sociedad y sus mecanismos apercollan el bolsillo y el estómago, pero su existencia también ejerce una fortísima influencia en la psicología humana, no para construirla y determinarla -como muchos creen- sino para violentarla y enajenarla, obligando al sujeto que no quiere establecer connivencia con tal proceso a convertirse, ante sí mismo y los demás, en un “anormal”. Este “enemigo del pueblo”, también repudiado por la comunidad, y aún incomprendido -aunque querido- por su propia familia, no acaba como el original, fuerte ante sí mismo y obsequiado con la admiración del público que le contempla desde las butacas, corre la verosímil suerte de todo “enemigo del pueblo” real, sin clarines de batalla, ni la certeza de saberse conquistador de la etérea razón. Esto le reporta una dosis extra de verismo, aún en un marco onírico, quizás, precisamente, porque aún en el reino de Morfeo el refractario sigue sin encajar, es un individuo extranjero hasta en su propio subconsciente.

ARGUMENTO DE TIC-TAC

Tic-tac nos sumerge en la mente de un personaje genérico, el Hijo, y poco a poco se nos va describiendo la interrelación que este tiene con lo que esta más allá de su propia psique, principalmente una humilde familia trabajadora que se ve asfixiada para apañársela con sus exiguos salarios. La acción se desarrolla en la casa familiar, primero con la Madre, una industriosa y cariñosa mujer que se dedica noche y día a planchar y componer ropa para tratar de atenuar los efectos de la miseria, después es la Hermana quién se suma a la escena, una muchacha que sufre las mismas circunstancias laborales que su madre sin que estás hayan conseguido aplastar su optimismo, y por último el Padre, como las anteriores, prototipo del trabajador honesto, resignado y afable. El Hijo fricciona con la moral y la dedicación del resto de su familia, y entre afectos y conformismos, gravita el reproche, propio y ajeno, contra el desprecio del Hijo por el trabajo-esclavitud. El Padre, como culminación dramática a este episodio, siempre manso y condescendiente, parece poseído ahora por una moderada euforia, se nos muestra como un viso de locura, como un delirio, quizás de fiebre –debido a un día lluvioso- que acabará llevándolo a la muerte, sin embargo, es muy posible que no fuera más que un simple e inusual brote de felicidad.

A continuación nos encontramos en la Farmacia de los “Sueños”. Aparece aquí el Farmacéutico, quintaesencia del “espíritu mercantil”, expendedor de noches apacibles o tormentosas, traficante de espejismos, y mangoneador de sus mancebos. A él recurre el Hijo y un enigmático personaje llamado el Hombrecito (realmente es la personificación del Destino del Hijo), los tres se enzarzan en un pequeño debate en el que la principal intención del Farmacéutico y el Hombrecito parece ser la de desacreditar las “credenciales” del Hijo (especialmente el Hombrecito, que mantiene la idea fija de que el muchacho acabará pegándose un tiro). Optando finalmente por recabar la opinión popular realizan un improvisado plebiscito, que dará la oportunidad de explayarse a una serie de personajes coyunturales que se lanzaran como una jauría sobre el Hijo. Desfilan así vecinas chismosas, mesócratas burgueses, y un sereno entre otros.

En el siguiente cuadro oímos conversar a Tres Muchachas con el Hombrecito, este les traza un bosquejo sobre la personalidad y el futuro del Hijo, en como este último solo había pensado por ahora en el Hombrecito (obsesionado por un destino que consideraba indigno de sus verdaderas capacidades), hasta que se hacía imprescindible que ellas intervinieran para alegrarles sus momentos finales, descubrimos entonces en las Muchachas a las Parcas clásicas que siempre secundan al Sino. La escena concluye cuando la “profecía” se cumple y el Hijo se descerraja un tiro en la sien, entre los sollozos de su Hermana, su Madre y el Hombrecito que a perdido a aquel que lo trazaba.

Acudimos ahora al Cementerio, o más metafóricamente, a una especie de Purgatorio, de portería que franquea la entrada al Cielo. La burocratización se ha trasladado al propio reino de los muertos, y el Portero que la representa no puede dejar pasar al Hijo si no se han complementado los trámites correspondientes. Pero ante la insistencia del joven, esa suerte de “San Pedro”, abúlico y desmitificado, que vigila la puerta se decide a llamar a los, llamados rimbombantemente, Tres Muertos Ilustres. En el proceso de la espera un Anciana extraviado y confundido solicita la ayuda del Hijo, quien sin pensarlo le incita a volver por donde vino retornándolo a la vida. Inmediatamente hacen acto de presencia la triada –muy reconocible- de augustos y próceres cadáveres, planteándose entonces un interesante dialogo entre estas correspondientes representaciones de los poderes fácticos (Estamento civil-burgués-político, clerical y militar) y el Muchacho al que tratan de vilipendiar pero al que, sinceramente, temen hasta la medula.

Tal es el efecto que tiene en los Muertos Ilustres la actitud del muchacho que a continuación lo descubriremos confinado en el Manicomio de los Muertos. Allí se encuentra con su Hermana (fallecida poco después que él), con la que mantiene una conversación en retrospectiva sobre sus padres y la situación que los ha abocado a estar aquí. Después acaban por dar con su Padre, redundante y contumaz en su propio aturdimiento y desorientación, y los tres juntos se enredan en una suerte de “dialogo de besugos” en la que, sin embargo, muchas cosas pueden extraerse. El Hijo se siente repentinamente decido a sacar a su familia de tan lamentable situación y a salir con ellos, resistiendo las reticencias del Padre, es llamado ante la presencia del Director del manicomio, a fin de exponerle su exigencia de “descansar como un muerto”. El Director, no obstante, le convence de que esta vivo, de que se le ha concedido una segunda oportunidad, y su amnesia no es más que otra prueba de ello, al final aparece el Hombrecito para terminar de corroborar las palabras del Director y darle al Hijo unas últimas “directrices”.

La obra termina tal y como empezó, con el hijo saliendo de la habitación y dirigiéndose a la madre, en esta ocasión, cargado de esperanza y optimismo.

TEMA DE TIC-TAC

El tema de la obra, antiguo como la estructuración de la sociabilidad, y curiosamente ignorado, explorado como un terreno virgen solo por los más osados, es ese que trata de describirnos, con palabras y emociones, cómo el individuo y sus sueños se rompen y aplastan cuando friccionan contra el medio que los envuelve y ahoga. El individuo alza sus ojos en busca de otro horizonte, se sabe válido para pastar por otros campos, para recorrer otras praderas, para volar hasta donde su imaginación le permita, se crea expectativas, trata de adecuar su mundo onírico, imaginativo, su visión ideal a la realidad, y este sencillo ejercicio, el que todo individuo practica aún en la infancia, choca con brutalidad y crudeza contra el “orden establecido”, contra el imperio de la “materialidad”, saliendo siempre mal parado el átomo individual en contra del conglomerado molecular, del compuesto colectivo, tal y como reza el dicho “si el cántaro choca con la piedra mal para el cántaro, si la piedra choca con el cántaro, también, mal para el cántaro”.

Inevitablemente esto tiene que afectar también al mundo imaginativo del individuo, este sigue siendo el escondite perfecto, el lecho sobre el que reposar y el refugio en el que guarecerse, el universo en el que somos reyes de nosotros mismos, y en el que todas nuestras esperanzas y anhelos se cumplen y colman, es en nuestra imaginación en la que nos refugiamos de la realidad, tal es la necesidad de soñar del Hijo. Sin embargo, el incremento de nuestra edad debe ser para la sociedad inversamente proporcional a nuestra tendencia a soñar y a enfrascarnos en el mundo de las fantasías, así, según vamos creciendo, se nos exige que abandonemos el “idealismo” so pena de que nos condenen las miradas ajenas, y acaben por acusarnos de fantasiosos, haraganes, misántropos, autodestructivos, y locos, precisamente todas las etapas que recorre el Hijo, todos los cargos que se ponen en su haber y se le imputan.

El contraste entre realidad y ficción, su desdibujamiento, ficticio y real, su primera demarcación, y la posterior nulidad de sus fronteras -contrariamente a lo que dictaminan los cánones-, se recoge perfectamente en la obra. Esta termina y, sobre todo, comienza enmarcándose en unos cuadros decididamente realistas, fácilmente reconocibles, rezumantes de humanidad cotidiana, en clara contraposición con el mundo onírico por el que transita el resto de la obra, cargada de elementos supra reales, más allá de lo tangible y cognoscible racionalmente. De la realidad emana el sueño, y del sueño lo desconocido, lo real teme a lo que desconoce, y en esos márgenes el conflicto no se hace esperar. Contemplamos entonces el universo del soñador pugnando por no disolverse en la dimensión pragmática, tratando de no ser adecuado a las connivencias coyunturales, de no ser absorbido por la fuerza del convencionalismo… La sociedad solo aprueba la coexistencia de los elementos físicos y quiméricos cuando los segundos se subordinan a los primeros; si un individuo invierte la fórmula y trata que las condiciones materiales se adapten a sus deseos y no sus deseos a dichas condiciones, entonces la maquinaria lo margina o destruye.

Claudio de la Torre trata entonces que contemplemos una circunstancia sangrantemente real para que nos sumerjamos a continuación en la fabulación fantasmagórica que fluye invisible por los resquicios que la propia realidad no ha podido sellar. Es esta la fuerza redentora de los subjetivos sueños del Hijo, también el tormento onírico por el que transita al frustrarse la consecución de sus expectativas ideales, consiguiendo mostrarnos un curioso corolario de causas y efectos fácilmente detallable. Por un lado, la incesante postergación de los apetitos vitales, filosóficos y emocionales del Hijo, que le obliga a pendular hasta los terrenos de la irrealidad; por el otro, el refugio del sueño, convertido, más que en evasión, en conquista de las cimas que se ha propuesto coronar. Posteriormente el periplo de la pesadilla, el vía crucis alucinatorio a la que nuestra díscola imaginación nos condena, sin que el sueño, finalmente, menoscabe y desnaturalice su propia condición de salvaguarda, panoplia defensiva, e incluso, punta de lanza, que permite que la ilusión idealista no pueda constreñirse en simple madriguera, pues esta es la realización de nuestro potencial, y este debería ser siempre un valor intasable. No obstante, desgraciada e injustamente, nuestra capacidad de soñar se ve mutilada por la devaluación que requiere la compra de todo elemento que, a priori, no debería de ser susceptible de enajenación alguna. Y como apreciamos en Tic-tac, los sueños no son solo objeto de capitalización o regulación, también, verbi gracia al mismo poder, tratan de anularse… Aún cuando su material sea siempre reacio a encorsetarse en los límites de la moral, el precio, la administración o el uniforme.

Esto nos lleva a reflexionar, inexorablemente, sobre el martirio colectivo que padecen todos quienes han de abortar, por coacción o desencanto, la realización de sus personales utopías… Pues el Hijo, ese personaje sin nombre que contempla con impotencia y rabia cómo se le pretende convertir en un mero engranaje de la maquinaria jerárquica, ese sujeto que trata de sacudirse el yugo de la esclavitud, el estigma de la renuncia y la propia dejación, no es más que la voz colectiva de todos los seres que, anónimos como él, tratan de resarcirse y elevarse ante la proscripción verticalista que censura a todos los que, desde abajo, intentan alcanzar sus sueños.

Y será precisamente la sensibilidad que Claudio de la Torre manifiesta hacia todas las víctimas de este vedo la que nos invita a desarrollar la siguiente exposición.

LA CUESTIÓN SOCIAL EN TIC-TAC

Una faceta olvidada, o deliberadamente omitida, cuando se analizan las distintas temáticas de Tic-tac es la que podemos definir como Cuestión Social. Tanto los que acusan infundadamente a dicha obra de “evasiva” (Pérez Minik), como los que, aún reconociéndole cierta óptica crítica al respecto, tienden a relegar tales cuestiones a planos secundarios, cuando no meramente accesorios, ignoran una de las preocupaciones que con más fuerza late en el mismo corazón de la obra, la miseria material como cortapisa de la riqueza espiritual. Es de este vivero de descontento, como nido de frustración, del que nace la subversiva potencia del sueño.

Quienes han reivindicado, aunque sea tímidamente, la perspectiva social que encierra Tic-tac y la evidente preocupación que su autor exhibía sobre el fenómeno de la opresión, lo han hecho en demasiados ocasiones desde una postura utilitarista en base a cierto “patriotismo de escuela”, casi podríamos hablar de escolasticismo. La óptica social del texto suele defenderse con el fin práctico de establecer la preeminencia de la etiqueta expresionista sobre la “evasiva”, tanto como en otros apartados se han utilizado determinadas características estilísticas para poder defender esa misma interpretación hermenéutica sobre la pretensión surrealista (Tal es la disyuntiva que mantiene Félix Ríos Torres contra el “evasionismo” defendido por Minik, como contra las influencias “surrealísticas” –sin redundar en la necesidad de hablar de surrealismo especifico- que le adjudica Bárbara Sheklin Davis). La idea, no obstante, no debería de ser la de apuntalar una premisa, en detrimento de otra, por el mero hecho de fijar y aupar una doctrina sobre su rival; si hablamos, por tanto, de Cuestión Social, es porque inevitablemente tal es la sensación que nos ha provocado la lectura de la obra, no existe en consecuencia más intención que la de expresar y poner en orden ese batiburrillo de emociones que, a través de las lentes de Claudio de la Torre, se muestran desnudas para el lector y el espectador.

Dirijámonos en consecuencia a exponer nuestra personal percepción y a tratar de demostrar su validez argumentativa.

El primer cuadro trascurre en un escenario que destila las acuciantes mordidas de la necesidad, sus paredes rezuman miseria, sus personajes exhalan sufrimiento, la mayoría, la Madre, la Hermana y el Padre, resignación; el Hijo, odio. La situación es penosa, la privación se ha convertido en moneda corriente, y el Hijo, tal es su primera aparición, no puede mantener ante tal situación más que una posición descarada de reto. Observa ofendido, humillado, dolorido, pero aún arrogante, la situación abyecta de su familia, todos trabajando por una miseria, esclavizados como autómatas, a cambio de unas nimias migajas, abogados a la escasez, a la carencia, y lo que es peor, condenados a la penuria anímica y a la resignación “agradecida”. El Hijo no soporta la contemplación del trabajo como una sacra virtud, así se lo espeta a su madre, reservando todo su ajenjo para la laboriosidad que no sabe más que fabricar la pobreza de los parias. Y ni siquiera la emotiva pusilanimidad del Padre consigue desterrarle esta idea, es más, la exacerba, pero que nadie se lleve a engaños, el Hijo odia el trabajo porque ansía realizar algo que se ha convertido en su antítesis, ansía crear (aunque sus veleidades literarias se quitan de la versión de 1950, tanto en esta como en la de 1932 se mantienen sus disquisiciones y tendencias creativas de “cuentacuentos”). La existencia y su realización son para él el único prerrequisito necesario para obtener cuanto se requiera, así lo expresa:

“[…] Yo tengo derecho a vivir, a comer, a beber si tengo sed, a calentarme sin necesidad de trabajar. Los que trabajan para eso son unos esclavos. Y yo no soy un esclavo. Y vosotros si lo sois.” (Cuadro Primero, Escena II).

Podría entenderse cierto “elitismo” en las palabras del hijo cuando acusa a su propia familia de esclavos resignados, pero realmente -sin descartar cierta candencia mal canalizada- también podría hacerse una interpretación mucho más incisiva, podría interrogarse el lector-espectador: si todos se matan a trabajar ¿a dónde va el resultado de dicho trabajo?, la respuesta se encuentra por sí solo con ojear someramente la situación familiar, apenas les alcanza la mesada para nutrirse adecuadamente, el frío los atiere por las noches ante la falta de abrigo, y el padre siente la humillación -ante los ojos del Hijo- de deambular, mojándose, con un paraguas roto. En conclusión, son esclavos asalariados que como los ilotas de antaño solo obtienen a cambio de su trabajo lo suficiente para poder regresar cada día a su labor productiva, pues sus esfuerzos no bastan para comprar un “rayo de sol”, así lo reivindica, y nos lo explica, el Hijo:

“¿Quieres decirme que yo no se a lo que tengo derecho? […] ¿Tú llamas tener algo a esto? ¿Tú crees que yo no se como viven los seres humanos? […] Un cuarto interior sin una ventana. Dime, ¿es que no tenemos derecho a la luz?” (Cuadro Primero, Escena I).

Como hemos visto el Hijo no es refractario por pose, su actitud no responde a cuestiones espaciales o temporales, nos es el producto de la edad, de las modas generacionales, del espíritu corporativo de turno; en absoluto, su rebeldía, su rencor, su feroz abominación de cuanto le rodea, aún siendo fruto germinado en su propia individualidad, ha sido fertilizado por la propia miseria. En otras circunstancias su personalidad inquieta e inconformista hubieran dado un artista, un pensador, un obrero creativo, pero en régimen de necesidad e insuficiencia solo ha podido despertar odio, es su resentimiento producto directo del aguijonamiento y la hostilidad a la que le ha sometido la pobreza.

Y el atesoramiento de tales ideas y emociones no le pasa por alto a la sociedad bien pensante, esta se pregunta ¿Por qué sufriendo lo mismo que su familia no se resigna como ellos? Es la aspiración de todo enclave mimético y gregario, incapaz, con su estrecha mirada, de comprender que ante un mismo estímulo cada individuo, dependiendo de sus singularidades personales y su propia unicidad, actúa de forma imprevisiblemente distinta. La familia se conforma con lo poco que tiene, y el hijo, temiendo caer en la complicidad servil, clama contra lo que se le veta. Impreca en la realidad, pero cumple sus reivindicaciones, reiterativas, de Libertad, Igualdad y Justicia, en sus sueños, y eso es algo que la sociedad, o mejor dicho -y como veremos más adelante- las manos que dirigen las riendas de dicho organismo, no le perdonan, ni le consienten, pues el arte libérrimo de soñar siempre es fruto de profundo pavor para los estamentos rectores.

Esto nos mueve a otra pequeña reflexión. Diversos observadores centran su atención en Tic-tac demarcando el factor prioritario del conflicto realidad-ficción, postergando, como ya hemos dicho, la cuestión social a un segundo plano cuyo análisis debe aguardar a que se dirima la “capital” disyuntiva entre el marco realista y el onírico. Son muchos los estudiosos que se han entusiasmado con la idea de los sueños como “válvula de escape”, “herramienta de autoflagelación”, o incluso “palanca redentora”, creyendo que tal campo es ajeno, o por lo menos, simplemente adlátere, con respecto a la crítica social de la obra, no obstante, y sea cual sea la interpretación que quiera dársele a los sueños ¿Acaso esa necesidad de escapar no se produciría ante la situación asfixiante de la misérrima situación de oprobio y pauperismo que ahoga al Hijo?, ¿Acaso cuando se usa el sueño para aplicarse tormento -como el usurero que reclama al boticario por su negligencia de haberle expedido un buen sueño, cuando lo correspondiente era no poder “dormir tranquilo”- no presenciamos un acto de cierta “justicia poética”?, ¿Acaso cuando el Hijo se libera mediante sus sueños no lo hace tratando de vencer a un entorno que lo subyuga y que cree poder reducirlo a la condición de siervo complaciente?.

Véase como se quiera, pero una cosa se antoja nítida: la obligatoriedad de alzarse ante la injusticia, el juicio colectivo, el omnipresente poder y su arbitrio, sin más armas que la perseverancia de los propios sueños, es el imperativo que acucia a aquél cuyas fantasías siempre se ven frustradas por la presión del entorno, y por su limitado margen de maniobra y lo exiguo de sus “municiones” en el terreno material-económico, pues las clases pudientes no necesitan ampararse en los sueños para cumplir sus objetivos. Es decir, que las ilusiones que nos trazamos sobre la posibilidad de la auto liberación y el desarrollo ontológico que su culminación nos reportaría, es una pulsión que a nivel onírico uno se ve obligado a practicar cuando la realidad no está dispuesta a cedernos un solo palmo de terreno, pues ¿Por qué iba a soñar un acaudalado individuo con liberarse de una pobreza que le es extraña? Ergo, la triste y cruenta realidad es que los sueños incumplidos casi siempre pertenecen a los más pobres, pues solo los más pobres necesitan imaginarse emancipados de las garras de la voraz miseria, tal es el verbo del Hijo:

“[…] Porque sé lo que pasa es por lo que quiero dormir, soñar, olvidarme de todo. Porque conozco la miseria de cerca no quiero verla” (Cuadro Segundo, Escena II).

Como ya habíamos mencionado, la jerarquía social no contempla con buenos ojos el hecho de que se alberguen tales ensoñaciones, la consecuencia lógica es, por tanto, que la sociedad se arroje en peso contra el disidente. Entra aquí la recurrente cuestión de la Sociedad contra el Individuo. Una de las escenas más características de tal situación es la que se produce en la Escena III del Cuadro Tercero, en ella contemplamos cómo los distintos sustratos de la sociedad elevan su voz, como una turba armada de horcas y antorchas, contra el “anormal”, digno merecedor de sufrir -dialécticamente- la doctrina de Lynch. La Vecina es la primera en coger el testigo de la moralina inmoral, del chisme como arma arrojadiza, del espionaje oficioso y la sistemática metodología invasiva como hobby, nos comenta: “¡Condenado de muchacho! Ya podía ocuparse en algo y dejarnos tranquilos”. Mientras tanto, el Farmacéutico le hace lo coros, aunque otros no le van a la saga, así espeta característicamente el Señor del Principal: “¿Un obrerito joven que duerme por el día y sale solamente de noche? No me gusta. ¡Muy peligroso!”. Es esta la fiel representación del temor del propietario y el acomodado que hace bombear toda la articulación y estructuración del sistema coactivo. Contemplemos el miedo de los ricos y poderosos a ser expropiados de sus idolatrados bienes y conseguiremos comprender la fundamentación del sistema empresarial, legal, policial, carcelario y estatal, así apostilla el Hombrecito: “¡Ja, ja! El burgués tiene miedo…”. Le sigue el lacónico comentario de la Señorita del Primero que se conforma con certificar que no lo conoce y llamarlo “ese pinta”, se certifica así que cuando no se redunda en el desprecio es porque se le ignora, y el Hombrecito certifica que: “En la calle ni lo tratan [pues solo pasea de] madrugada, cuando las personas decentes están ya durmiendo”. Comprobamos entonces cómo las tres primeras “opiniones” son las que se han creado de él en el propio vecindario y durante el día (así lo reflejan las ventanas luminosas desde las que se asoman esas críticas); demos paso pues a las mordidas callejeras de la noche (desde las ventanas en penumbras). Primero el Señorito, arquetípico chulo de bolsillo repleto y “salivazo por el colmillo”, lo trata despreciativamente con epítetos como “pasmao” y “golfo”, amenazando con darle una patada. Después aparece el Sereno y hace unas reveladoras declaraciones:

“Esto de que todas las mañanas tenga que apuntar la hora a que entra y la hora a que sale… ¡La policía! ¡Que lo averigüe ella si le interesa! ¡A mis años por este mocoso! ¡Valiente personaje!”.

Como vemos a la delación y el fisgoneo amateur se le aúna la oficial y gubernamental, el Estado se siente peligrar por culpa de un muchacho soñador que deambula por las noches, en vez de dormir, y que quiere ser libre y crear, en vez de trabajar, y ordena a sus agentes de seguridad, que a su vez delegan en sus colaboradores, la vigilancia de un simple idealista, con la sola capacidad de poner en peligro su propia vida (del listado de imprecaciones omitimos al personaje denominado como la Tanguista, pues es la única que no le dedica ningún comentario oneroso al Hijo, en lo que parece ser una demostración manifiesta de la empatía que el despreciado sabe regalar a quiénes, como él, padecen y comparten el “signo de Caín”).

La conclusión final del Hombrecito es demoledora: “¿Te convences? No te quiere nadie”.

Comprobamos así cómo las misantrópicas diatribas que el Hijo arroja contra la sociedad, y cada uno de sus estratos y sustratos, están, visto lo visto, más que justificadas:

“¡Gente! ¡Odio a la gente! Siempre de un lado para otro, entrando y saliendo en todas partes, divirtiéndose. Y todo, ¿por qué? Porque quieren un buen entierro y eso sí da trabajo. Hay que hacer algo todos los días para que sea muy lucido. Pero yo no quiero morirme. Yo quiero vivir. Por eso no entro, ni salgo, ni me río, ni me divierto. Yo he nacido para algo más” (Cuadro Primero, Escena II).

El porqué de este marcado acento individualista reclama y comparte la misma contestación que la que se nos ofrece cuando nos preguntamos porque se ha pasado tan por alto la condición inherentemente social de Tic-tac, retomando así un aspecto ya comentado anteriormente y que ahora expondremos brevemente. La negativa de muchos críticos, principalmente de la segunda mitad del siglo XX, de concebir la obra como un discurso focalizado en los fenómenos sociales, se debe a que tales temas nunca han salido de determinados visiones prefabricadas ni de concretos rediles enclaustrados en sus respectivas “ideologías de partido”. Así se no presenta la caricaturización de un rebaño monocolor como protagonista único, o una perorata cómplice en la que los problemas sociales solo pueden ser solventados por el mismo poder que los crea. Lejos del sujeto reducido a pieza de ajedrez, y del circulo vicioso, Claudio de la Torre nos ofrece verdaderamente la óptica de la problemática social que más se obvia, y que, sin embargo, más nos apremia: el individuo, no como autómata mecanizado o como receptáculo de la benevolencia, sino como un damnificado de la cruel pirámide predadora social, y a su vez como un opositor irreductible contra su propio destino. La realidad, quiera ignorarse o no, es que no es posible hablar de ninguna realidad colectiva sin ceñirnos a su realidad primera y última: el individuo que la compone. Puede hablarse de economía, de poder, de ideología o de comunidad, pero en todos esos casos se nos muestra un axioma palmario, es siempre un individuo, o elenco individuos, los que los crean y utilizan dichos elementos, y son siempre todos los individuos los que son afectados y padecen por sus consecuencias. Así, cuando se habla de flujos migratorios la gente ve un fenómeno desdibujado, global, sin rostro, y pocos le preguntan al propio individuo que se ve obligado a emigrar. Claudio de la Torre, al contrario, sinceramente preocupado por quienes sufrían la miseria y la opresión (de la que a él u privilegiada condición burguesa le resguardaba), pone el foco directamente sobre el perjudicado, usa una denominación genérica, pues el Hijo alberga la frustración y el descontento con el que puede identificarse cualquiera, pero no se dedica a describir los características y los ritmos de un inexistente “ente” pan-aglutinador, inverosímilmente, dotado vida propia, pero carente de personalidad. En vez de eso dirige su mirada directamente al individuo, a uno que podríamos ser todos los que compartiéramos tales pulsiones, pero precisamente por ello, perfilado como un ser complejo, profundo y sediento de refrescante voluntad. Un individuo en el que el gregarismo y el mimetismo no tienen cabida, pues está precisamente enzarzado en una lucha sin cuartel contra todo elemento homogéneo y autoritario que trate de rebañarle su personalidad, y de impedirle culminar la realización diaria de su auto creación.

El Hijo se enfrenta por ello, como ya hemos visto, contra su familia, y contra sus vecinos (la sociedad), pero aún tiene redaños para plantarle cara a su propio destino (el Hombrecito) y, sobre todo, a los poderes fácticos.

El hijo se refugia de la aparente inevitabilidad del destino en el marco protector e inabarcable sus sueños, él mismo nos dice:

“[…] A solas en mi cuarto he sido siempre lo que he querido. No he renunciado a nada. Durante horas y horas he vivido en mi mundo, en lo que es mío. He vivido de verdad […]” (Cuadro Segundo, Escena II).

Antes de conocer la verdadera naturaleza de el Hombrecito una pregunta que nos realizamos inicialmente recobra todo su sentido ¿Es un personaje benefactor o malhechor? Una vez entendido como una mera personificación alegórica del sino, entendemos que de su condición, positiva o negativa, dependerá la suerte del Hijo. Parecería que, ahora con más fuerza incluso que contra los demás elementos, el combate contra el destino esta perdido de antemano. Por mucho que el Hijo se enfrente contra él, lo desprecie, lo considere indigno, y le dedique mil maldiciones, sigue quedando impotente ante él, no obstante, uno podría considerar que cuando se suicida cumple con su destino, acepta su influjo y en un último acto de acatamiento se arranca la vida, pero ¿acaso terminar con su existencia no significa también poner fin a su destino? Así quizás se justifica el terror del Hombrecito ante el hecho consumado:

“[…] ¡Se ha matado! ¡Qué va a ser de mí! Dios mío, no me dejes solo. ¡Compasión, compasión! [Mientras huye despavorido] (Cuadro Tercero, Escena Única).

Presenciamos ahora uno de los conflictos más interesantes, el que mantiene el propio Hijo, el individuo genérico, contra la representación de la autoridad trinitaria, los tres aguijones del poder, los llamados Muertos Ilustres, las personificaciones no disimuladas de los estamentos sociales, el de la clase burguesa, el de la Iglesia y el del Ejército, ergo, la explotación, el engaño, la violencia y la dominación (en la edición corregida de 1950 Claudio de la Torre, bastante más timorato, despersonifica a los Tres Muertos Ilustres y quitándole a uno su estrafalaria vestimenta civil, a otro su sotana, y a otro su uniforme, los convierte en simples muertos de camisón y sudario, sin especificar ni su carácter clasista, ni religioso, ni militar, obviamente en plena dictadura franquista el tiempo no se antojaba propicio para criticar lo escrito en 1926 y lo editado en 1932).

La escena es realmente interesante. El Hijo corrobora cómo no puede librarse del despotismo de la burocracia ni aún estando muerto, pues, tal y como le indica el Portero (degenerado en sucedáneo de San Pedro), el mundo de las ánimas se rige por las mismas normas que imperan en el de los vivos, también entre los muertos existen clases, “prohombres y próceres” en detrimento de los parias y desheredados, y así se lo hace saber por medio de este diálogo:

“- Portero: Los señores de la casa; unos personajes muy sabios y muy buenos a quienes debemos respetar. Son los muertos ilustres. - Hijo: ¡Ja, ja! Eso era en la vida: los señores, los ricos… - Portero: ¡Aquí también! ¡No vamos a ser menos! - Hijo: De manera que no hay libertad…” (Cuadro Cuarto, Escena I).

Salvado el escoyo del Portero hacen aparición a continuación los mencionados Muertos Ilustres. Asumiendo sus correspondientes roles, los inquisitivos personajes interrogan al Hijo, y este les hace una declaración de intenciones enarbolando la motivación de sus sueños, el único reino al que de verdad pertenece, remarcando cómo su rencor contra el entorno es fruto directo y recíproco del desprecio, o la insultante condescendencia, que este le dedicaba:

“Combatía la miseria con mis sueños. Pero la gente se reía. Es un pobre diablo, murmuraban: solo vive de ilusiones. A veces, me perseguían: les molestaba mi ambición… Y había otros momentos peores: cuando me compadecían” (Cuadro Cuarto, Escena III).

Y añade a continuación:

“Yo quería vivir, esto es todo: vivir como en los sueños, pensar que yo era eso y esto otro, que el mundo era así y de esta manera ¿Por qué no? Bastaba cerrar los ojos: dentro, en el fondo de uno mismo, aparecían otras gentes, lo que se quería.” (Cuadro Cuarto, Escena III).

Como hemos visto y dicho, el Hijo argumenta y justifica así su imperativa necesidad de soñar, única salida cuando se está rodeado de abyección, sin embargo, sus sueños empiezan a adquirir en sus palabras un estatus verdaderamente subversivo, blande su derecho a imaginar, ante los ojos atónitos de los Muertos, no solo estando despierto o dormido, sino, paradójicamente, “estando muerto”. Esgrime ahora un arma mucho más peligrosa, la potestad de ser cuanto quiera ser donde quiera serlo… Lo “inconveniente” de tales planteamientos se vislumbra en la actitud aterrorizada de los “egregios” cadáveres, que no pueden consentir que continúe entre ellos, tal es el sentir de sus berridos: “¡Qué disparate! ¡Serías capaz de seguir soñando!”, y, ante el asentimiento del Hijo, no puede más que constatar, en el mismo Cuadro y Escena:

“Lo malo no es que nos propusiera volver a la tierra. Lo malo es que tendríamos que vivir juntos, que nos contagiaríamos quizás con sus ideas, con sus locuras: que nos haría pensar, en una palabra. Y por eso no paso.” (Cuadro Cuarto, Escena III)

Los “poderes terrenales”, trasmutados en el más allá, pretenden enyugarlo y ceñirle las mismas cadenas que él trataba de sacudirse en vida, poco importan si encojen su estómago usando la chequera, la pluma de oro, el cuello blanco, la corbata y la toga, el decreto, la balanza del tribunal o la báscula del comercio, la opresión civil es la misma; tampoco es relevante si se le exige un acto de genuflexión ante el báculo, la estola, el alzacuellos, el hábito, el fuego purificador o los maderos del Gólgota, la opresión religiosa es la misma; igual de indiferente es ser perseguido a trote de caballo, a fuerza de sable, a golpe de bayoneta, o deslumbrado por el brillo de la charretera; la opresión militar es la misma… Eran ya premonitorias sus palabras al comienzo al comienzo de la obra:

“[…] ¿Qué puedo tener yo, aunque me mate trabajando? ¡Miserias! ¡Yo no soy igual a los otros! ¿Qué me habéis enseñado? A leer y escribir, y gracias. Los otros saben esto desde pequeños y más que esto. Después son generales, abogados, y obispos” (Cuadro Primero, Escena I).

Curiosamente son estos mismos, los abogados, generales y obispos, los Muertos con sus correspondientes aspectos y atuendos de corte burgués, clerical y castrense, los que, en una última mueca irónica, condenan al muchacho, el mismo que no pudo ser como ellos, a ser sepultado y confinando en la ergástula del Manicomio… Es este el ciclo, absurdo y contradictorio, cruel y desquiciado, inclemente e ilógico, del “animal social”, gracias a aquellos que lo han domesticado; su maldición es evidente: al individuo se le condena a ser lo que detesta ser, y después se le castiga por ser lo que se le ha obligado a ser. En un mundo en que somos responsables de todo, salvo de nosotros mismos, la originalidad no tiene cabida… No obstante, no hay que desesperar, pues a nosotros, como al Hijo, aún nos queda una última palabra:

“¡No conseguiréis vuestros propósitos! ¡Por defender mi libertad seré capaz de todo! Antes que perderla, cualquier sacrificio: incluso… ¡Volver a vivir!” (Cuadro Cuarto, Escena III)

PERSONAJES

El Hijo:

Es el eje indiscutible de la obra, el individuo que tiene la capacidad de conseguir cierta alquimia; logra, careciendo de nombre como los demás, obtener lo que los otros no pueden, obtener la identificación del espectador-lector. Esto es algo especialmente destacable, pues se trata de un personaje, complicado, hondo, conflictivo, lleno de rencor y agresividad, y sin embargo, también desbordado de empatía, melancolía y una sensibilidad extraordinaria. Tiene hambre de equidad, de protesta, de existencia, su justicia no es estrechamente la de la probidad, es descarnadamente la de la reivindicación. Vive atormentado por intrincadas obsesiones anímicas, materiales y existenciales, por las limitaciones externas que se ceban en su propia carne, por la angustia metafísica, por llevar una existencia por debajo de sus posibilidades reales, por las cortapisas que le impiden ser lo que sus sueños le revelan. A causa de esto se convierte en un rebelde, un contestario que niega las bases más inamovibles de la sociedad, impugna la humildad y la resignación, critica el gregarismo familiar, el que dirán de las gentes, la opinión pública, la sanción y la censura popular, los hábitos más rutinarios, la vida diurna y la productividad, la explotación esclavista, la laboriosidad, el propio trabajo, maldice y reniega de su destino, abomina del tiempo y el espacio, de los certificados y los protocolos, de la burocracia y la mentalidad de procurador, de los estamentos más altivos y todopoderosos, del clero, el militarismo y el capitalismo, y aún de la panacea autoritaria que todos ellos ofrecen para amortiguar los efectos de los que son causa. El Hijo es el incomprendido proyecto del individuo libre.

La Hermana:

Ella es el personaje más afín al Hijo, comparte cierta esencia de curiosidad, voluntad y arrojo, pero utiliza todas estas cualidades de forma muy distinta a él. Para ella son el paso previo a reproducir los pasos de sus padres, a conformarse con lo que tiene, a renunciar a sus aspiraciones. Tiene energía intestina, pero esta se ve mermada por su poca salud y su debilidad física. Su gran sensibilidad, análoga a la de su hermano, es la que le lleva a trabajar para ayudar a sus padres, todo lo contrario que él, que en base a esa misma sensibilidad condena el trabajo que ha subyugado a su familia. Se muestra cariñosa y compresiva con su hermano, especialmente en la parte más “realista” de la obra, en la que se nos desvela esa fértil y bella intimidad que, dentro del pedregal de miserias económicas que supone su hogar, arroja una brizna de ilusión a sus desgraciadas vidas, materializándose por medio de los cuentos, relatos y fantasías, que el Hermano imaginaba para despertar y estimular los sueños de ambos. Es la pequeña conciencia del Hijo, a la que su justa indignación le impide oír.

La Madre:

Es el pilar de la casa (así lo refleja incluso el foco de luz que se centra en ella en el Primer Cuadro), se muestra, dentro de su estoica resignación, de ese conformismo con el que los padres tratan de proteger la vida de sus hijos, como una persona compresiva, que trata de entender el mundo de su hijo por muy críptico que este se le antoje. Es cariñosa, tierna, sentida y resistente. Es la argamasa que mantiene unida a la familia, la confidente que guarda el secreto de la enfermedad de su hija, quién vela porque sus hijos no pasen frío por las noches, quién sufre y llora cuando ve las penurias que estos han de pasar, quién se derrumba ante los reproches de su Hijo tan solo para volver a erguirse como un duro, pero quebradizo, bloque de cerámica, siempre dispuesto a reconstruirse. Es ella a la que el Hijo más quiere, y aunque no le prodigue su amor, es a ella a quién invoca y llama en las postrimerías de su muerte y después de su “resurrección”, es en ella en quién encuentra el consuelo y el refugio después de su traumática experiencia, y son sus palabras las que le insuflan vida. Es cariñosa, tierna, sentida y resistente, como el material de toda Antígona del siglo XX.

El Padre:

Se ha pretendido presentar al padre como una “piltrafa pusilánime”, pero dentro de este personaje, pasivo, atemperado, tranquilo, sumiso, ponderado, se encuentra realmente algo que es mucho más destacable. Este hombre retorna a su casa con la intención de “salir de pobres” (por arte fantástico de lotería), y una suerte de abracadísmo ha hecho que ese mismo día, el que coincide con su propia muerte, haya tenido ganas de pasear, de no espantarse por la lluvia, de salir antes del trabajo, y aún cuando aparentemente deliraba, en su lecho de muerte, empieza a mostrar cierto insurreccionalismo que es el que determina que lo tilden por loco, e incluso se atreve a lanzar imprecaciones contra su jefe y a recordar a los ancianos enclaustrados en los asilos, teniendo una última rememoración para los más olvidados. Por otra parte, debe recalcarse una cosa que no hemos contemplado en ningún manual, tal y como el Hombrecito le dice al Hijo: “¡Te quiero muchacho, te quiero! ¿Sabes por qué? Te quiero porque eres mío” (Cuadro Segundo, Escena II)

Así mismo el Hijo le repite idénticas palabras a su Padre en la II Escena del cuadro Quinto, lo cual se nos antoja una reminiscencia velada y metafórica que haría despuntar una arista más del personaje del padre, y es que más allá de su presunta comicidad, tal y como el Hombrecito es el destino del Hijo (de ahí lo de “eres mío”), a su vez el Hijo puede ser el destino del Padre, certificando así el discurso, tan caro a Claudio de la Torre, de la juventud como labradora del porvenir colectivo (tal y como el Hijo certifica con sus palabras en la última escena).

El Hombrecito:

Como ya hemos repetido es la personificación del Destino. Muchos lectores tienen un sentimiento de ambigüedad hacia él, aunque a la mayoría les cae, desde un principio, inmanentemente antipático. La disyuntiva de “ángel o demonio” cae por su propio peso cuando se retoman sus palabras de presentación y se le relaciona definitivamente con esa especie de oráculo agorero reconvertido en sino; pues eso si hay que reconocérselo, desde el principio tiene la honestidad de reconocerse como el Destino del Hijo, si bien esto no suele ser perceptible hasta posteriores lecturas. Evidentemente no suele resultar un personaje agradable, tiene cierto carácter siniestro, morboso, su sonrisa ladeada cuando habla de la muerte del Hijo, tanto a las Muchachas como al Farmacéutico tiene un componente cuasi psicopático… Obviamente la conclusión es digna de Perogrullo, no podíamos esperar otra cosa más que insensibilidad, cobardía, regodeo, de semejante Destino, y ante él no hemos podido sentir más que animadversión y repulsión. Es lo que produciría todo futuro aciago si el presente tuviera la capacidad de desvelarlo.

Las Tres Muchachas:

Como ya adelantamos son una aliteración de las parcas latinas y las moiras griegas, en una versión mucho más compasiva y bienhechora. Reproduciendo el recurso utilizado por Shakespeare en Macbeth estas tres figuras mitológicas están ligadas al destino. No obstante, hay que señalar una contradicción, esto hace que ellas estén subordinadas al Hombrecito, no obstante, no solo le censuran su actitud cruel y su maledicencia, además en el momento del suicidio del hijo lo responsabilizan directamente, y lo increpan al grito de: “¡Cobarde!”, lo cual hace latente que la sumisión que ellas “deben prestarle” y que el Hombrecito reivindica, solo es factible en su cabeza.

El Farmacéutico:

Un simple estraperlista de sueños, un narcotraficante que vende evasiones (como dice el Hijo: “Aquí no se venden sueños sino mentiras”), mientras tiene la osadía de moralizar con su mercantil verbo. Habla de las “buenas costumbres”, cuando como un Caronte venido a menos, pide un caro óvolo para pasar a los desesperados de la realidad a la orilla de los sueños.

La Vecina, el Señor del Principal, la Señorita del Primero, el Señorito, la Tanguista, y el Sereno:

Ya han sido descritos con mayor concisión en los apartados anteriores, son simplemente la representación de las distintas capas sociales, desde las diurnas a las nocturnas, las honradas y las disipadas, las domesticas y las azotacalles.

Los Mancebos, el Portero, el Vigilante, y el Director:

Meras ruecas que permiten seguir girando al hilo argumental, los primeros dándole la réplica al Farmacéutico; el resto haciendo lo propio con el Hijo, representado además el carácter del funcionariato oficinista del que también se ha teñido el mundo del ultramundo.

El Anciano:

Entretenido personaje que en lenguaje cinematográfico se denominaría como “un alivio cómico”.

CONCLUSIÓN

El cometido principal de este trabajo ha sido el de, además de trazar una aproximación a la figura y obra de Claudio de la Torre, efectuar un humilde acto de “justicia”, y rescatar una faceta olvidada de una obra tan palpitantemente moderna como Tic-Tac, esa faceta ha sido, evidentemente, la que hemos denominado La Cuestión Social. La carrera de Claudio de la Torre ha podido bifurcarse después de dicha obra por otros vericuetos, quizás prefirió el “camino ancho” que el “angosto”, pero eso no resta un ápice de osadía de su obra teatral más destacada. Los reduccionismos que tratan de englobarla en el “evasionismo”, o las disyuntivas estilísticas sobre la contraposición de su herencia “expresionista” o “surrealista” no son objeto de nuestro interés, pues, concretamente en esta obra, la primera catalogación se muestra ridículamente falsa; y el debate de las segundas, simple e irreversiblemente, estéril.

No podemos negar por tanto cuál es el receptáculo de nuestro interés, el destello que llamó nuestra atención sobre la obra y despertó nuestra curiosidad, y después nuestro entusiasmo: para nosotros la grandeza de la obra radica en el retrato imperecedero que refleja los conflictos más vitales, 1º Individuo y Sociedad, 2º Realidad y Fantasía, 3º Opresores y Oprimidos. El hecho de que estos intrincados nudos gordianos puedan romperse simplemente con la afilada espada del Sueño, es algo simplemente mágico. Reconocemos por tanto nuestra parcialidad, el bálsamo del sueño, no solo como cobijo, sino como ariete de redención, es algo formidable… Pero sobre todo cuando se pone en las manos de los que no tienen más que eso, simples sueños.

Creemos haber demostrado que este es un punto descollante dentro de Tic-tac, el propio autor reconocía la intencionalidad y vocación social de la obra: “Esta, por lo demás, no pretendía otra cosa que retratar, con verdades y fantasías, ese trozo angustioso de la vida, duro y simple, donde se rompen los sueños”.

Así lo demuestran también las invectivas que pone siempre en la boca de su protagonista, pues la reclamaciones constantes del Hijo no responden más que al “pan y la sal”, y las sempiternas alas de la autonomía, textualmente clama: “¡Aquí no hay justicia!”, y reivindica: “¡Todos somos iguales”, y no existe mejor cera para sus icarias alas que la que confiere la posibilidad de cumplir la propia voluntad y determinarse por sí mismo, es el ungimiento libertario que nos ofrece a todos: ¡Os traeré la libertad!.

Sabemos, sin embargo, que si tales cosas han de exigirse es porque nos están vedadas, el Hijo conoce la fuerza del cerco y no se contenta con pedir la restitución de sus derechos, está decidido a tomarlos. Desafía a la “Santa Trinidad de la Autoridad” gritándoles: “¡Os desprecio!”, y retomando el acerado verbo ibsensiano nos dice: “Me siento más fuerte a solas”… Quizás, si alguien comparte esas pulsiones tan cotidianas y tan humanas, si alguien sabe derrumbarse y reconstruirse apremiado por las circunstancias, mejor aún, si alguien aspira a aproximar una realidad en la que las circunstancias sean determinadas por el individuo y no a la inversa, si alguien quiere evadirse con la misma intensidad con la que quiere plantar su pie en la arena de la lid, si se ve acuciado por la melancolía y a su vez por la esperanza, si el advenimiento de los sueños es un imposible a ojos de la razón, pero están tan cerca que podemos sentirlos en las entrañas, entonces el Hijo sabrá que no está tan solo.